Изменить стиль страницы

Mientras saludan a otros, observo cómo Eric vuelve a coger a Amanda por la cintura y se hace fotos. En ningún momento hace ademán de mirarme. Nada, absolutamente nada. Es como si nunca nos hubiéramos conocido. Sin pestañear observo cómo se hace fotos con otras mujeres, y la carne se me pone de gallina cuando veo que Eric dice algo a una mirándole los labios. Lo conozco. Sé lo que significa esa mirada y a lo que conllevará. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! ¡Oh, no! Los celos pueden conmigo, ¡no puedo soportarlo!

Cuando ya no aguanto más, busco una salida. Tengo que salir de allí como sea. Cuando llego hasta una de las puertas, alguien me toma la mano. Me doy la vuelta con el corazón acelerado y veo que es Miguel. Por un instante, he pensado que sería Eric.

—¿Dónde vas?

—Necesito un poco de aire. Hace mucho calor ahí dentro.

—Te acompaño —dice Miguel.

Cuando encontramos por fin una salida, Miguel saca una cajetilla de tabaco y le pido uno. Necesito fumar. Tras las primeras caladas mi cuerpo se comienza a tranquilizar. La frialdad de Eric, unida a Amanda y a cómo ha mirado a otras mujeres, ha sido demasiado para mí.

—¿Estás bien, Judith? —pregunta Miguel.

Asiento. Sonrío. Intento ser la chispeante chica de siempre.

—Sí, es sólo que hacía mucho calor.

Miguel asiente. Sé que imaginará cosas, pero no quiero hablarlo con él. Tras el cigarrillo, soy yo la que propongo entrar de nuevo. Debo ser fuerte y se lo tengo que demostrar a él, a Amanda, a Miguel y a todo el mundo.

Con paso seguro, regreso hasta el grupo de España e intento integrarme en las conversaciones, pero no puedo. Cada vez que me doy la vuelta, Eric está cerca, halagando a alguna mujer. Todas quieren fotos con él; todas, menos yo.

Dos horas después, cuando estoy en uno de los baños, oigo cómo una de esas mujeres dice que el jefazo Eric Zimmerman le ha dicho que es muy mona. ¡Será boba la tía! Sin poder evitarlo, la miro. Es un pibón tremendo. Una italiana de enormes pechos, curvas sinuosas y pelo cobrizo. Se muestra nerviosa y lo entiendo. Que Eric te diga algo así mirándote es para ponerte nerviosa.

Cuando salgo del baño me cruzo con Amanda. Me mira. La muy arpía me mira y me guiña un ojo con diversión. Siento unas irrefrenables ganas de agarrarla de su rubio pelo y arrastrarla por el suelo, pero no. No debo. Estoy en una convención; tengo que ser profesional y, sobre todo, le prometí a mi padre que no me volvería a comportar como una camorrista.

Al llegar a mi grupo me sorprendo cuando veo que Eric habla con ellos. Junto a él hay una monada morena de la delegación de Sevilla que babea mientras habla. Eric, consciente del magnetismo que provoca entre las mujeres, bromea con ella, y ésta, como una tonta, se toca el pelo y se mueve nerviosa. Cierro los ojos. No quiero verlos. Pero al abrirlos me encuentro con la mirada de Eric, que dice:

—La señorita Flores los llevará hasta donde he organizado la fiesta. Ella conoce Múnich. —Yo levanto el mentón, y Eric añade, entregándome una tarjeta—. Los espero a todos allí.

Dicho esto, se marcha. Yo pestañeo.

Todos me miran y comienzan a preguntarme cómo llegar hasta el sitio que el jefazo ha dicho. Miro la tarjeta, y tras recordar dónde está esa sala de fiestas, nos dirigimos hacia el autobús que nos llevará al hotel, hasta que llegue la noche y sea el evento.

Cuando el autobús nos deja en el hotel, aprovecho para darme una ducha. Estoy muy tensa. No quiero ir a esa fiesta, pero he de hacerlo. No me puedo escaquear. Eric ya se ha encargado de que no me escaquee. Tras secarme el pelo, oigo unos golpes y unos jadeos. Escucho con atención y al final sonrío. La habitación de al lado es la de Miguel, y por lo que oigo, lo está pasando muy bien.

Doy unos golpes en la pared y los jadeos paran. ¡No quiero escucharlos!

Me cambio el traje gris claro y me pongo un vestido negro con strass en la cintura. Me calzo unos tacones que sé que me sientan muy bien, y el pelo me lo recojo en un moño alto. Cuando me miro al espejo, sonrío. Sé que estoy sexy. Con seguridad, Eric no me mirará, pero mi apariencia hará que otros hombres me observen.

Al menos que me suban la moral, ¿no?

A las nueve, tras cenar en el hotel, nos reunimos todos en el hall. Como es de esperar todos buscan en mí a la persona que les llevará hasta donde el jefazo ha dicho. Tras hablar con el conductor del autobús, nos sumergimos en el tráfico de Múnich, y sonrío al pasar junto al Jardín Inglés. Con cariño miro los lugares por donde paseé con Eric y fui feliz durante una bonita época de mi vida, pero el buen rollo se me acaba cuando el autobús llega a destino y nos tenemos que bajar.

Entramos en el local. Es enorme, y como era de esperar, el señor Zimmerman ha preparado una colosal fiesta. Todos aplauden. Miguel me mira y, divertida, murmuro:

—Oye, he estado a punto de sacar un pañuelito blanco y gritarte «torero».

Él se ríe y señala a una joven.

—¡Dios, nena!, ni te cuento cómo es el huracán Patricia.

Ambos nos reímos y, en ese momento, escucho a mi lado:

—Buenas noches.

Al levantar la mirada me encuentro con Eric. Está guapísimo con su esmoquin negro y su pajarita. ¡Oh, Dios!, siempre he querido hacerle el amor sólo vestido con la pajarita. ¡Qué morbo! Rápidamente me quito esa idea de la cabeza. ¿Qué hago pensando en eso? Nuestros ojos se encuentran, y su frialdad es extrema. El corazón me aletea. El estómago se me contrae hasta que veo que quien va a su lado es la pelirroja italiana del baño. ¡Vaya por Dios!

Sin cambiar el gesto, saludo, y él prosigue su camino con ella. No quiero que vea que su presencia me perjudica, pero la verdad es que me deja totalmente noqueada. Está claro que Eric ya ha retomado su vida y lo tengo que aceptar.

Del brazo de Miguel, me dirijo a la barra y pedimos algo de beber. Estoy sedienta. Durante una hora, Miguel está a mi lado. Reímos y comentamos cosas, hasta que la música comienza. Han contratado a una banda de música swing. ¡Me encanta! La gente comienza a bailar, y Miguel decide sacar al huracán Patricia.

Me quedo sola, y mientras bebo de mi copa, escaneo el local. No he vuelto a ver a Eric, pero pronto lo encuentro bailando con la italiana. Eso me inquieta. Canción tras canción, soy testigo de cómo todas las mujeres quieren bailar con él, y él, encantado, acepta.

¿Desde cuándo es tan bailón?

Se supone que la loca bailona soy yo y, aquí estoy, sujetando la barra. ¡Mierda! Pero cuando lo veo bailar con Amanda me altero. Soy así de imbécil. No puedo soportar la mirada de ella y cómo lo agarra con posesión por el cuello mientras mueve un dedo y le acaricia el pelo.

Me doy la vuelta. No puedo seguir mirando. Voy al baño, me refresco y regreso a la fiesta.

Al salir, me encuentro con Xavi Dumas, el de la delegación de Barcelona, y me invita a bailar. Accedo. Después, me invitan varios hombres más, y mi autoestima vuelve a estar donde yo necesitaba. De pronto, Eric está a mi lado y le pide a mi acompañante permiso para bailar conmigo. Mi acompañante accede, encantado. Yo, no tanto. Cuando él pone su mano en mi cintura y yo pongo mis brazos en su cuello, la orquesta toca Blue moon. Trago saliva y bailo. Desde su altura, me mira y, finalmente, dice:

—¿Lo está pasando bien, señorita Flores?

—Sí, señor —asiento escuetamente.

Sus manos en mi espalda me queman. Mi cuerpo reacciona ante su contacto, su cercanía y su olor.

—¿Qué tal le va la vida? —vuelve a preguntar en tono impersonal.

—Bien —consigo decir—, con mucho trabajo. ¿Y a usted?

Eric sonríe, pero su sonrisa me asusta cuando acerca su boca a mi oído y murmura:

—Muy bien. He retomado mis juegos y debo reconocer que son mucho mejores de lo que los recordaba. Por cierto, Dexter me dio recuerdos el otro día para usted, para su diosa caliente.

¡Será capullo!