Изменить стиль страницы

Mis días se estructuran en trabajo, paseos y noches pensando en Eric. No he vuelto a saber nada más de él. Ya ha pasado un mes desde mi regreso a España y cada día me siento más lejos de él, aunque cuando me masturbo con el vibrador que él me regaló le siento a mi lado.

Vuelvo a salir con los amigos de siempre y disfruto de los bocatas de calamares de la plaza Mayor con ellos. Pero cuando nos vamos de juerga, me descontrolo. Bebo más de la cuenta y sé que lo hago para olvidar. Lo necesito.

De momento, ningún hombre llama mi atención. Ninguno me pone. Y cuando alguno lo intenta, directamente lo corto. Yo elijo, y no estoy en el mercado de la carne.

Un domingo por la mañana, tras una buena juerga la noche anterior, suena la puerta de mi casa. Me levanto. El timbre vuelve a sonar. Mi hermana no es, o ella misma habría abierto la puerta. Cuando miro por la mirilla tengo que pestañear al ver quién es. Abro la puerta y murmuro:

—¡¿Björn?!

El hombre me mira y soltando una carcajada dice:

—¡Madre mía, Jud, menuda juerga te debiste de pegar anoche!

Abro los brazos, él da un paso adelante y nos fundimos en un sano y cariñoso abrazo. Pasados unos segundos musita:

—Venga, date una ducha. Necesitas ser persona.

Corro al baño, y cuando me miro en el espejo, hasta yo misma me asusto. Soy como la bruja Lola pero en moreno. El agua me reactiva la vida y la circulación de la sangre. Cuando acabo y regreso al salón vestida con mis clásicos vaqueros, una camisa y una coleta alta, dice:

—Preciosa. Así estás mil veces más tentadora.

Ambos nos reímos. Le invito a sentarse en mi sofá y mirándolo pregunto:

—¿Qué haces aquí?

Björn me retira un pelo de la cara, lo pone tras la oreja y responde:

—No, preciosa. La pregunta es: ¿qué haces tú aquí?

No lo entiendo. Pestañeo.

—Debes regresar a Múnich.

—¡¿Cómo?!

—Lo que oyes. Eric te necesita y te necesita ¡ya!

Me acomodo en el sillón. Me muevo y aclaro.

—No se me ha perdido nada en Múnich, Björn. Tú mismo viste que entre él y yo, tras lo que pasó esa noche, nada funcionaba. Viste que...

—Lo que vi es que me besaste para enfurecerlo. Eso es lo que vi.

—¡Joder, Björn! No me lo recuerdes.

—¿Tan terrible fue? —se mofa. Y cuando voy a responder, suelta una carcajada y pregunta—: Pero bueno, cielo, ¿cómo se te ocurrió hacer eso?

Cada vez más descolocada frunzo el ceño y murmuro:

—Te besé porque Eric necesitaba un último toque para echarme de su vida. Me lo acababa de decir segundos antes y yo sólo le facilite el momento. Cuando tú llegaste, lo siento, pero te vi y tuve que hacerlo. Te besé para que él diera el último paso y me echara.

—Pero ¿él te dijo que te marcharas?

Lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:

—Sí.

—No —corrige él—. Tú eras la que gritaba que te marchabas, y él al final fue quien te dijo que si te querías marchar que te marcharas. Pero fuiste tú, querida Judith.

—No..., pero...

—Exacto. ¡No! Él no fue.

La sangre se me agolpa. No quiero hablar de eso y, antes de que Björn diga nada más, me levanto del sofá.

—Mira, chato, si has venido aquí para volverme loca hablando del gilipollas de tu amigo, sal ahora mismo por esa puerta, ¿entendido?

Björn sonríe y cuchichea:

—¡Guau!..., tiene razón Eric, ¡qué carácter!

Cierro los ojos. Resoplo. Me rasco el cuello y él dice:

—No te rasques, mujer, que no es bueno para tus ronchones.

Lo miro y él pone los ojos en blanco.

—Sí, preciosa. Eric me tiene loco. No para de hablar de ti y ya no lo soporto más. Conozco tus ronchones. Tus enfados. Sé que adoras las trufas. Los chicles de fresa. Por favor, ¡ya no puedo más!

Eso me hace aletear el corazón, pero sin querer creer nada, musito:

—Él me dijo que iba a retomar sus juegos. Me lo dijo antes de marcharme.

—¿Te dijo eso?

—Sí.

Björn sonríe y murmura:

—Pues que yo sepa, preciosa, no le he visto en ninguna fiestecita. Es más, he llegado a pensar que se va a meter a monje.

Eso me hace callar, y mirándome, aclara:

—Ese tonto y cabezón amigo mío te iba a pedir, la noche en la que tú te pusiste hecha una furia, que te casaras con él.

—¡¿Qué?!

—Pero vamos a ver, Judith —insiste Björn—, ¿por qué te crees que llegaba yo con una botellita de champán en las manos? Lo que pasa es que o se explica muy mal, o tú no le quisiste escuchar.

Pestañeo. Muevo la cabeza. ¿Boda?

¿Eric me iba a pedir que me casara con él?

Definitivamente, está loco, ¡loco! Y cuando voy a decir algo, Björn prosigue:

—Cuando ocurrió lo de Betta y se enteró de todo lo demás se enfadó muchísimo. Su madre y su hermana tuvieron una buena bronca con él. Le aclararon que todo lo ocurrido no era culpa tuya ni de nadie. En todo caso era culpa suya por ser como es. Él no se enfadó contigo, cariño, se enfadó consigo mismo. No podía entender que fuera tan obtuso como para que todos le tuvierais que mentir y ocultar cosas. —Pestañeo, casi no respiro, y Björn prosigue—: Cuando vino a mi casa y me lo contó, yo le dije lo que siempre le he dicho. Su manera de decir las cosas, tan tajante, hace que la gente se intimide y no cuente nada. Le ha costado entenderlo, pero lo ha entendido. Durante días lo pensó, por eso no te hablaba, y cuando se dio cuenta de ello quiso remediarlo pero todo se fue a la mierda. Tú me besaste. Él se bloqueó, y tú te marchaste.

Björn me mira, y yo, todavía patidifusa, lo miro a su vez. Chasquea los dedos delante de mí y pregunta:

—¿Sigues aquí?

Asiento y continúa:

—El caso, preciosa, es que él ha dicho que tú te marchaste y tú has de regresar. Es tan orgulloso que a pesar de saber que lo hizo mal, es incapaz de pedirte que regreses aunque se esté muriendo. Por lo tanto, cielo, si le quieres, da tú el paso. Te lo agradeceremos todos los que vivimos a su alrededor.

Lo pienso, lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:

—No voy a hacerlo, Björn.

Éste resopla, se levanta y pregunta:

—Pero ¿cómo podéis ser tan cabezones los dos?

—Con práctica —respondo al recordar esa contestación que Eric una vez me dio.

—Os queréis. Os echáis de menos. ¿Por qué no lo solucionáis? La primera vez os separasteis porque él te echó. En esta segunda ocasión es porque tú te has ido. Uno de los dos ha de ceder esta tercera vez, ¿no?

Me levanto y, aturdida por lo que he oído, digo:

—Necesito salir de aquí. Vamos, te invito a tomar algo.

Esa noche Björn y yo salimos por Madrid. Hablamos y hablamos. En ningún momento intenta propasarse conmigo y se comporta como un auténtico caballero y mejor amigo de Eric. Tras dejarme en mi casa a las nueve se marcha. Debe coger un vuelo que lo lleve a Múnich.

Al día siguiente en la oficina estoy escribiendo un e-mail cuando el hombre que me tiene enloquecida pasa por delante de mí como un huracán y, sin pararse, dice, dando un golpe en mi mesa:

—Señorita Flores, pase a mi despacho.

El corazón se me sube a la garganta. ¿Eric allí?

No me puedo levantar.

Las piernas me tiemblan.

Hiperventilo.

Tres minutos después el teléfono suena. Una llamada interna. Lo cojo.

—Señorita Flores, la estoy esperando —insiste Eric.

Como puedo me levanto. Llevo sin verlo demasiados días y de pronto está allí, a menos de cinco metros de mí y requiere mi presencia. Me pica el cuello. Cierro los ojos, tomo aire y entro en el despacho. El impacto al verlo me deja sin aliento. Se ha dejado crecer la barba.

—Cierra la puerta.

Su tono de voz es bajo e intimidador. Hago lo que me pide y lo miro.

Me mira, me mira y me mira, y de pronto dice:

—¿Qué hacías anoche con Björn por Madrid?

Pestañeo. Tanto tiempo sin vernos, ¿y me pregunta eso? ¡Será...!

Cuando consigo despegar unos dientes de otros, respondo:

—Señor, yo...