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Eric maldice, y sin darme tiempo a nada más se marcha. No me da la oportunidad de hablar. Me enfado conmigo misma. ¿Por qué he sonreído? Con tristeza, a través de los cristales veo que ha venido en su BMW gris. Lo veo marcharse. Suspiro. Marta al verme me agarra de los hombros y murmura:

—Este hermano mío, como siga así, se va a volver loco.

Yo también me voy a volver loca..., pienso. Al final, vuelvo a jugar con Flyn ante el gesto triste de Sonia. A las siete, vamos al hotel. Me cambio de ropa y, a diferencia de lo que piensa Eric, me voy de fiesta con Marta. No quiero jugar con nadie que no sea él. No puedo. Nos vamos al Guantanamera. Aquí están esperándonos Arthur, Anita, Reinaldo y varios amigos.

Nada más entrar exijo ¡mojitos! para olvidarme de Eric y, tras varios, ya sonrío mientras bailo salsa con Reinaldo. Esas personas que han sido mis amigas todos esos meses en Alemania me reciben con cariño, abrazos y mucho amor.

A las once de la noche recibo un mensaje de Frida: «Eric está aquí».

Me inquieto. Se me corta el rollo.

Saber que Eric está en una fiestecita privada sin mí me altera. ¿Jugará con otras mujeres? A las once y media, me llama. Miro él móvil, pero no se lo cojo. No puedo. No sé qué decirle. Tras varias llamadas de él que no cojo, a las doce es Frida quien lo hace. Corro a los baños para escucharla.

—¿Qué ocurre?

—¡Aisss, Judith! Eric está muy cabreado.

—¿Por qué? ¿Por qué yo no esté en la fiestecita?

Frida ríe.

—Está cabreado porque no sabe dónde estás. ¡Madre mía!, la que se ha liado, Judith. Eso de saber que estás en Múnich y no tenerte controlada lo está matando. Pobrecito.

—Frida, ¿Eric ha participado en algún juego?

—Pues no, cariño. No tiene cuerpo para eso, aunque ha venido acompañado.

Eso me enerva. ¡¿Acompañado?! Saber eso me cabrea mucho. Entonces, Frida dice:

—¿Por qué no vienes? Seguro que si te ve...

—No..., no... voy a ir.

—Pero Judith, ¿no quedamos en que se lo ibas a poner fácil? Cariño, me confesaste que lo querías, y ambas sabemos que él te quiere y...

—Sé lo que dije —gruño, furiosa, por saber que ha ido acompañado—. Y por favor, no le digas dónde estoy.

—Judith, no seas así...

—Prométemelo, Frida. Prométeme que no le vas a decir nada.

Tras conseguir una promesa de la buena de Frida, cuelgo. El móvil me vuelve a sonar. ¡Eric! No lo cojo. Cuando regreso a la pista, Marta, ajena a todo eso, me entrega otro mojito, e intentando ser feliz, grito, dispuesta a pasarlo bien:

—¡Azúcar!

Llego al hotel sobre las siete de la mañana. Estoy destrozada y caigo muerta en la cama. Cuando me despierto son las dos de la tarde. La cabeza me da vueltas. La noche anterior bebí demasiado. Miro mi móvil. Está sin batería. Saco de mi maleta el cable y lo enchufo a la corriente. Cuando comienza a cargar, pita. Eric. Decido cogérselo.

—¿Dónde estás? —grita.

Estoy por mandarlo paseo, pero respondo:

—En este momento, en la cama. ¿Qué quieres?

Silencio. Silencio. Silencio. Hasta que finalmente pregunta:

—¿Sola?

Miro a mi alrededor y, revolcándome en la enorme cama, murmuro:

—Y a ti ¿qué te importa, Eric?

Resopla. Maldice. Y gruñe.

—Jud, ¿con quién estás?

Me siento en la cama y, retirándome el pelo de la cara, respondo:

—Vamos a ver, Eric, ¿qué quieres?

—Dijiste que ibas a ir a la fiesta de Björn y no fuiste.

—Yo no dije eso —siseo—. Te equivocas. Yo dije que iba a ir a una fiesta, pero no precisamente a la de Björn. Te dejé claro que él para mí es sólo un buen amigo.

Silencio. Ninguno habla, y Eric murmura:

—Quiero verte, por favor.

Eso me gusta. El que me pida algo así puede conmigo, y claudico.

—A las cuatro en el Jardín Inglés, al lado del puesto donde compramos los bocatas el día en que fuimos con Flyn, ¿vale?

—De acuerdo.

Cuando cuelgo, sonrío. Tengo una cita con él. Me ducho. Me pongo una falda larga, una camiseta y el abrigo de cuero. Cojo un taxi, y cuando llego, lo veo esperándome. El corazón me palpita con fuerza. Si me abraza y me pide que vuelva con él, no voy a poder decirle que no. Lo quiero demasiado a pesar de lo enfadada que estoy con él por no haberme contado lo de mi hermana y saber que acudió acompañado a la fiesta. Cuando llego a su altura, lo miro y, dispuesta a ponérselo fácil, digo:

—Aquí me tienes. ¿Qué quieres?

—Tienes cara de haber descansado poco.

Divertida por aquella observación, lo miro y respondo:

—Tú tampoco tienes muy buen aspecto.

—¿Dónde estuviste anoche, y con quién?

—Pero ¿otra vez estamos con eso?

—Jud...

¡Dios!, ¡Dios!, me ha llamado Jud...

—Vale..., contestaré a tu pregunta cuando tú me digas quién era la mujer que anoche te acompañó a la fiestecita de Björn.

Mi pregunta le sorprende y no contesta. Mi enfado sube de tono, e, intentando manejar la misma frialdad en la mirada que él, aclaro:

—Mi avión sale a las siete y media. Por lo tanto, date prisita en lo que quieras hablar conmigo, que tengo que pasar por el hotel, pillar la maleta y coger mi vuelo.

Maldice. Me mira, ofuscado.

—¿No me vas a contar con quién estuviste anoche?

—¿Has respondido tú a mi pregunta? —No responde; sólo me mira y siseo—: Quiero que sepas que sé que me mentiste.

—¿Cómo? —pregunta, descolocado.

—Me ocultaste la separación de mi hermana y luego tuviste la poca vergüenza de enfadarte conmigo porque yo te escondía cosas de tu familia.

—No es lo mismo —se defiende.

Con frialdad, esa frialdad que él me ha enseñado, lo miro y siseo:

—Eres un embustero, un ser frío y deplorable que no ve la viga en su ojo. Sólo ve la paja en el ojo ajeno. Y en respuesta a con quién he pasado la noche, sólo te diré que soy libre para pasar la noche con quien quiera, como lo eres tú. ¿Te vale mi contestación?

Me mira, me mira, me mira, y finalmente, se levanta y dice:

—Adiós, Judith.

Se va. ¡Se marcha!

Mi cara de estupefacción es tremenda. Se marcha dejándome sola en medio del Jardín Inglés.

Con la adrenalina por los aires, observo cómo se aleja. Él nunca dará su brazo a torcer. Es demasiado orgulloso, y yo también. Al final me levanto, cojo un taxi, voy al hotel, recojo mi maleta y me voy al aeropuerto. Cuando el avión despega, cierro los ojos y murmuro:

—¡Maldito cabezón!

43

Diez días después hay una convención de Müller en Múnich a la que tengo que asistir. Intento escaquearme, pero Gerardo y Miguel no me lo permiten, e intuyo que el señor Zimmerman tiene algo que ver en ello. Cuando mi avión llega aquí los recuerdos me avasallan. De nuevo estoy en esta majestuosa ciudad. Acompañada por Miguel y varios jefazos más de todas las delegaciones de España llegamos hasta el lugar donde se organiza la convención a las once de la mañana. Una vez allí me siento junto a Miguel y la convención empieza. Busco a Eric entre la multitud de asistentes y lo localizo. Está en la primera fila, y el corazón se me encoge cuando lo veo junto a Amanda. ¡Bruja!

Como siempre parecen muy compenetrados y, cuando Eric sube al estrado para hablar delante de más de tres mil personas llegadas de todas las delegaciones, lo miro con orgullo. Escucho todo lo que dice y soy consciente de lo guapo, guapísimo que está con aquel traje gris oscuro. Cuando su discurso acaba y Amanda sube al estrado junto a él, me tenso. Eric la ha cogido por la cintura, y ella, encantada, saluda con gesto de triunfo.

Miguel me mira. Yo trago con dificultad, pero intento sonreír. Tras el acto, unos camareros comienzan a pasar copas de champán y canapés. Parapetada entre mis compañeros españoles, estoy al tanto de todo. Eric se acerca, junto Amanda. Ambos saludan a todos los asistentes y deseo salir corriendo cuando lo veo llegar hasta mi grupo. Con una encantadora, pero fría, sonrisa, nos mira a todos. No me presta ninguna atención especial, y cuando me saluda ni siquiera posa sus ojos en los míos. Me da la mano como a uno más y después se marcha para seguir saludando al resto de los comensales. Amanda cruza una mirada conmigo y veo la guasa en sus ojos. ¡Será perra!