Изменить стиль страницы

Intento desasirme de su abrazo, pero no me deja. Me aprieta contra él.

—Termine de bailar conmigo esta pieza, señorita Flores. Después, puede usted hacer lo que le dé la gana. Sea profesional.

Me pica todo, pero no me rasco.

Aguanto el tirón ante su adusta mirada, y cuando la canción acaba, me da un frío y galante beso en la mano. Y antes de marcharse, murmura.

—Como siempre, ha sido un placer volver a verla. Espero que le vaya bien.

Su cercanía, sus palabras y su frialdad me han llegado al alma.

Voy a la barra y pido un cubata. Lo necesito. Tras ése me bebo otro e intento ser profesional y fría como él. He tenido el mejor maestro. Ningún Eric Zimmerman va a poder conmigo.

Lo observo, furiosa, mientras él lo pasa bien con las mujeres. Todas caen rendidas a sus pies y soy consciente de con quién se va a ir esa noche. No es con la italiana. Es con Amanda. Sus miradas me lo dicen.

¡Los odio!

A la una de la madrugada decido dar por terminada la fiesta. ¡No puedo más! Miguel se ha ido con su propio huracán sexual y algún que otro tío ya se está poniendo pesadito conmigo.

Cuando salgo a la calle, respiro. Me siento libre. Veo aparecer un taxi y lo paro. Le doy la dirección y, en silencio, regreso a mi hotel. Subo a mi habitación y me quito los zapatos. Estoy rabiosa. Eric me ha sacado de mis casillas. ¿Qué raro? Escucho jadeos en la habitación de al lado. Miguel y su huracán.

Resoplo. Menuda nochecita que me van a dar.

Me siento en la cama, me tapo los ojos y me pueden las ganas de llorar. ¿Qué narices hago yo aquí? Los jadeos en la habitación de al lado suben de tono. ¡Menudo escándalo! Al final, mosqueada, doy dos golpes en la pared. Los jadeos paran, y yo cabeceo.

Instantes después llaman a mi puerta y me tapo los ojos. ¡Qué cortarrollos soy!

Será Miguel para pedirme perdón. Sonrío y, cuando abro, me encuentro con el gesto ceñudo de Eric. Mi expresión cambia.

—Vaya..., veo que no soy quien esperaba, señorita Flores.

Sin pedir permiso entra en la habitación y yo cierro la puerta. No me muevo. No sé qué hace aquí. Eric se da una vuelta por la estancia y, tras comprobar que estoy sola, me mira y yo pregunto:

—¿Qué quiere, señor?

Iceman me mira, me mira, me mira, y responde con indiferencia:

—No la vi marcharse de la fiesta y quería saber que estaba bien.

Sin acercarme a él, muevo la cabeza; sigo enfadada por lo que me ha dicho en la fiesta.

—Si ha venido usted para ver con quién voy a jugar en el hotel, siento decepcionarlo, pero yo no juego con gente de la empresa ni cuando la gente de la empresa está cerca. Soy discreta. Y en cuanto a estar o no estar bien, no se preocupe, señor, me sé cuidar muy bien yo solita. Por lo tanto, ya se puede marchar.

El que yo haya afirmado que juego en otros momentos lo atiza. Lo veo en su rostro y, antes de que diga nada que me pueda enfadar aún más, siseo:

—Salga de mi habitación ahora mismo, señor Zimmerman.

No se mueve.

—Usted no es nadie para entrar aquí sin ser invitado. Con seguridad lo esperarán en otras habitaciones. Corra, no pierda el tiempo; seguro que Amanda o cualquier otra de sus mujeres desea ser su centro de atención. No pierda el tiempo aquí conmigo y márchese a jugar.

Tensión. Mucha tensión.

Nos miramos como auténticos rivales, y cuando él se acerca a mí, yo me muevo con rapidez. No estoy dispuesta a caer en su juego por mucho que mi cuerpo lo necesite, lo grite.

Le oigo maldecir y luego, sin mirarme, se dirige hacia la puerta, la abre y se va. Se marcha furioso.

Me quedo sola en la habitación. Mis pulsaciones están a mil. No sé qué quiere Eric. Lo que yo sí sé es que cuando estoy a solas con él no soy la dueña de mi cuerpo.

La noche que regreso de la convención en Múnich decido que debo retomar mi vida. Debo olvidarme de Eric y buscarme otro trabajo. Necesito volver a ser yo o, como siga así, no sé qué va a ser de mí.

Al día siguiente, cuando llego a la oficina, hablo con Miguel. Éste no entiende que me quiera marchar. Intenta convencerme, pero intuye que lo que había entre el jefazo y yo no está zanjado. Me acompaña hasta el despacho de Gerardo y, una vez allí, gestiono mi despido.

Tras una mañana de locos en la que Gerardo no sabe qué hacer conmigo, al final lo consigo. Causo baja definitivamente en Müller.

Por la tarde, cuando salgo de la oficina, sonrío. Ése es el primer día de mi vida.

44

A las siete de la mañana, cuando todavía estoy en la cama, suena mi móvil. Miro la pantalla y no reconozco el número. Lo cojo y escucho:

—¿Qué has hecho?

—¿Cómo? —pregunto adormilada, sin entender nada.

—¿Por qué te has despedido, Judith?

¡Eric!

Gerardo ya le ha debido de informar de lo que he hecho y, airado, grita:

—¡Por el amor de Dios, pequeña, necesitas el trabajo! ¿Qué pretendes hacer? ¿En qué pretendes trabajar? ¿Quieres ser camarera otra vez?

Alucinada por esas preguntas y, en especial, porque me llame «pequeña», siseo:

—No soy tu pequeña y no vuelvas a llamarme en tu vida.

—Jud...

—Olvída que existo.

Corto la llamada.

Eric vuelve a insistir. Corto la llamada.

Al final apago el móvil y, antes de que llame al número de mi casa, desenchufo el teléfono. Enfadada me doy la vuelta y continúo durmiendo. Quiero dormir y olvidarme del mundo.

Pero no puedo dormir y me levanto. Me visto y salgo. No quiero estar en casa. Llamo a Nacho y me voy con él a su taller. Durante horas, observo los tatuajes que hace mientras hablamos. A la hora de cerrar, llamamos a los amigos y nos vamos de jarana. Necesito celebrar que no trabajo para Müller.

Cuando llego a casa son las tres de la madrugada. Voy directamente a la cama. Tengo un pedo colosal.

Sobre las diez de la mañana llaman a mi puerta. Con gesto pesaroso me levanto para abrir. Me quedo de piedra cuando veo que es un mensajero con un precioso ramo de rosas rojas de tallo largo. Intento que se las lleve. Sé de quién son, pero el mensajero se resiste. Al final me las quedo y van derechas a la basura. Pero la cotilla que hay en mí busca la tarjetita y el corazón se me acelera cuando leo:

Como te dije hace tiempo, te llevo en mi mente desesperadamente.

Te quiero, pequeña.

Eric Zimmerman

Boquiabierta, releo de nuevo la nota.

Cierro los ojos. No, no, no. Otra vez, ¡no!

A partir de ese momento no puedo encender el móvil sin recibir una llamada de Eric. Agobiada decido desaparecer. Lo conozco y en horas lo tengo en la puerta de mi casa. Por Internet alquilo una casita rural. Cojo mi Leoncito, y esta vez me voy para Asturias, concretamente a Llanes.

Llamo a mi padre y no le digo dónde estoy. No me fío de que no se lo cuente a Eric. Se llevan demasiado bien. Le aseguro que estoy bien, y mi padre asiente. Sólo me exige que lo llame todos los días para saber que estoy en condiciones y que lo avise cuando llegue a Madrid. Según él, tenemos que hablar muy seriamente. Accedo.

Durante una semana paseo por esa bonita localidad, duermo y pienso. Tengo que decidir qué voy a hacer conmigo después de Eric. Pero soy incapaz de pensar con claridad. Eric está tan metido en mi mente, en mi corazón y en mi vida que apenas puedo razonar.

Eric insiste.

Me llena el buzón de mensajes y, cuando ve que no le hago caso, comienza a mandarme e-mails que leo por las noches en la habitación de la preciosa casa que he alquilado.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 25 de mayo de 2013 09.17

Para: Judith Flores

Asunto: Perdóname

Estoy preocupado, cariño.

Lo hice mal. Te acusé de ocultarme cosas cuando yo sabía lo de tu hermana y no te lo dije. Soy un idiota. Me estoy volviendo loco. Por favor, llámame.