Изменить стиль страницы

Al oírla miro a Eric, a mi sobrina y a Flyn. Estamos en la piscina y, ante la risa de mi alemán, digo:

—En media hora regreso.

—Tita, ¡no te vayas! —gruñe mi sobrina.

—Tía Jud...

Secándome con la toalla miro a los pequeños, que están en el agua, y les indico:

—Vuelvo en seguida, pesaditos.

Eric me agarra. No quiere que me vaya. Desde que he regresado no se sacia de mí.

—Venga, quédate con nosotros, cielo.

—Cariño —murmuro, besándolo—. No me lo puedo perder. Hoy Esmeralda Mendoza va a descubrir quién es su verdadera madre, y la serie se acaba. ¿Cómo me lo voy a perder?

Mi alemán suelta una carcajada y me da un beso.

—Anda ve.

Con una sonrisa en los labios dejo a mis tres amores en la piscina y corro en busca de Simona. La mujer ya me espera en la cocina. Cuando llego me siento junto a ella, que me da un kleenex. Comienza «Locura esmeralda». Nerviosas vemos cómo Esmeralda Mendoza descubre que su madre es la enfermiza heredera del rancho «Los Guajes». Somos testigos de cómo la maltrecha mujer abraza a su hija mientras Simona y yo lloramos como dos magdalenas. Al final se hace justicia: la familia de Carlos Alfonso Halcones de San Juan se arruina, y Esmeralda Mendoza, la que fuera su criada, es la gran heredera de México. ¡Casi !

Ensimismadas, vemos cómo Esmeralda, junto a su hijo, va en busca de su único y verdadero amor, Luis Alfredo Quiñones. Cuando él la ve llegar, sonríe, le abre los brazos, y ella se refugia en ellos. ¡Momentazo! Simona y yo sonreímos emocionadas y, cuando creemos que la serie acaba, de pronto alguien dispara a Luis Alfredo Quiñones y las dos abrimos los ojos como platos cuando pone en la pantalla: «Continuará».

—¡Continuará! —gritamos las dos con los ojos bien abiertos.

Nos miramos y, al final, reímos. «Locura esmeralda» sigue, y con ella, nosotras con seguridad cada día.

Simona se va a preparar la comida, y yo voy a ir a la piscina, pero me encuentro a los niños junto a Eric en el salón, jugando con la Wii a Mortal Kombat. Flyn, al verme llegar, dice:

—Tío Eric, ¿machacamos a las chicas?

Yo sonrío. Me siento junto a mi amor y, al ver la mirada de mi sobrina ante lo que Flyn ha dicho, juntamos nuestros pulgares, damos una palmadita y murmuro:

—Vamos, Luz. Demostrémosles a estos alemanes cómo juegan las españolas.

Después de más de una hora de juegos, mi sobrina y yo nos levantamos y cantamos ante ellos:

We are the champions, my friend.

Oh weeeeeeeeee....

Flyn nos mira con el cejo fruncido. No le gusta perder, pero esta vez lo ha hecho. Eric me mira y sonríe. Disfruta de mi vitalidad, y cuando me tiro sobre él y lo beso, afirma:

—Me debes la revancha.

—Cuando quieras, Iceman.

Me besa. Le beso. Mi sobrina protesta:

—¡Jo, tita!, ¿por qué siempre os tenéis que besar?

—Sí, ¡qué pesados! —asiente Flyn, pero sonríe.

Eric los mira y, para quitárnoslos de encima, dice:

—Corred. Id a la cocina a por una coca-cola.

Es mencionar aquella refrescante bebida, y los niños corren como locos. Cuando nos quedamos solos, Eric me tumba en el sofá y, divertido, me apremia:

—Tenemos un minuto, a lo máximo dos. Vamos, ¡desnúdate!

A mí me entra la risa. Y cuando Eric me hace cosquillas al meter sus manos por debajo de mi camiseta, de pronto escucho;

—¡Cuchuuuuuuuuuuuuuuuu..., cuchufleta!

Eric y yo nos miramos, y rápidamente nos incorporamos del sillón. Mi hermana nos mira desde la puerta y, con gesto descompuesto, exclama:

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!, que creo que he roto aguas.

Rápidamente, Eric y yo nos levantamos del sillón y acudimos a su lado.

—No puede ser. No puedo estar de parto. Falta mes y medio. ¡No quiero estar de parto! No. ¡Me niego!

—Tranquilízate, Raquel —murmura Eric mientras abre su móvil y llama por teléfono.

Pero mi hermana es mi hermana y, descompuesta, gimotea:

—No puedo ponerme de parto aquí. La niña tiene que nacer en Madrid. Todas sus cosas están allí y..., y... ¿Dónde está papá? Nos tenemos que ir a Madrid. ¿Dónde está papá?

—Raquel..., por favor, tranquilízate —digo muerta de risa ante la situación—. Papá está con Norbert. Regresará en unas horas.

—¡No tengo horas! Llámalo y dile que venga ¡ya! ¡Oh, Dios!, ¡no puedo estar de parto! Primero está tu boda. Luego, regreso a Madrid y, por último, tengo a la niña. Éste es el orden de las cosas, y nada puede fallar.

Intento sujetarle las manos, pero está tan nerviosa que me da manotazos. Al final, tras recibir candela por parte de mi enloquecida hermana, miro a Eric y digo:

—Tenemos que llevarla al hospital.

—No te preocupes, cariño —susurra Eric—. Ya he llamado a Marta y nos espera en su hospital.

—¿Qué hospital? —aúlla, descompuesta—. No me fío de la sanidad alemana. Mi hija tiene que nacer en el Doce de Octubre, ¡no aquí!

—Pues Raquel —suspiro—, me parece que la niña va a ser alemana.

—¡No!... —Y agarrando a Eric del cuello, tira de él y, fuera de sí, le exige—: Llama a tu avión. Que nos recoja y nos lleve a Madrid. Tengo que dar a luz allí.

Eric pestañea. Me mira y a mí me entra la risa otra vez. Mi hermana, desconcertada, grita:

—¡Cuchu, por favorrrrrrrrrrrrrrr, no te rías!

—Raquel..., mírame —murmuro, e intento no reír—. Punto uno: relájate. Punto dos: si la niña tiene que nacer aquí, nacerá en el mejor hospital porque Eric lo va a arreglar. Y punto tres: por mi boda no te preocupes, que quedan diez días, cariño.

Eric, al que le ha cambiado la cara y tiene un agobio por todo lo alto, le pide a Simona que se quede con los niños. Luego, sin hacer caso a los lamentos de mi hermana, la coge entre sus brazos y la mete en el coche. En veinte minutos, estamos en el hospital donde trabaja mi cuñada Marta. Nos espera. Pero mi hermana sigue en sus trece. La niña no puede nacer allí.

Pero la naturaleza sigue su curso y, cinco horas después, una preciosa niña de casi tres kilos nace en Alemania. Tras pasar con mi hermana el trago del parto, pues se niega a estar sola en un quirófano con desconocidos a los que no entiende, cuando salgo despeluchada miro a Eric y a mi padre. Ambos están serios. Se levantan y yo camino hasta ellos y me siento.

—¡Dios, ha sido horrible!

—Cariño —se preocupa Eric—, ¿te encuentras bien?

Todavía recordando lo que he visto, murmuro:

—Ha sido horroroso, Eric..., horroroso. ¡Mira cómo tengo el cuello de ronchones!

Cojo una revista que hay sobre la mesa y me doy aire. ¡Qué calor!

—Morenita —gruñe mi padre—, déjate de tonterías y dime cómo está tu hermana.

—¡Ay, papá!, perdona —suspiro—. Raquel y la niña están estupendamente. La niña ha pesado casi tres kilos, y Raquel ha llorado y ha reído cuando la ha visto. Está ¡genial!

Eric sonríe, mi padre también, y se dan un abrazo. Se felicitan. Pero a mí aquello me ha trastocado.

—La niña es preciosa..., pero yo..., yo me estoy mareando.

Asustado, Eric me sujeta. Mi padre me quita la revista y me da aire mientras musito:

—Eric.

—Dime, cariño.

Lo miro con los ojos desencajados.

—Por favor, cariño. No permitas que yo pase por eso.

Eric no sabe qué decir. Ver cómo estoy le está preocupando, y mi padre suelta una risotada.

¡Ojú, miarma!, eres igualita que tu madre hasta en eso.

Cuando el mareo se ha pasado y vuelvo a ser yo, mi padre me mira.

—Otra niña. ¿Por qué siempre estoy rodeado de mujeres? ¿Cuándo voy a tener un nietecito varón?

Eric me mira. Mi padre me mira. Yo pestañeo y les aclaro:

—A mí no me miréis. Tras lo que he visto, no quiero tener hijos ¡ni loca!

Una hora después, Raquel está en una preciosa habitación y los tres vamos a visitarla. La pequeña Lucía es preciosa, y a Eric se le cae la baba mirándola.

Lo miro boquiabierta. ¿Desde cuándo es tan niñero? Tras pedir permiso a mi hermana, coge a la pequeña con delicadeza y me dice: