—O quizá está tan libre que ha pasado todos estos días a cualquiera de las muchas horas en que no estaba yo. Esto no tiene sentido, he estado allí cada vez una hora.

—Lo sé, y te lo agradezco muchísimo, no sabes cómo. Pero sólo una vez más, por favor, para probar en fin de semana. Si no, lo dejamos. —Pero es que aunque aparezca. ¿Qué vas a sacar en limpio de que yo lo vea? ¿Que te lo describa? Yo no soy un escritor. Y cómo voy a saber yo si te gustaría. Además te podría mentir, y decirte que es guapo si es feo, o feo si guapo, qué más te da. No vas a mandarle o dejar de mandarle lo que te pide por eso, en función de la pinta que yo te cuente que tiene. ¿Qué harás si te digo que es monstruoso, o con aspecto patibulario? Dará lo mismo. A lo mejor te lo digo en todo caso, para que no le mandes nada ni tengas más trato. No hubo respuesta de Berta a mis últimas frases, supongo que no quería averiguar por qué yo prefería que no tuviera más trato, o más bien lo sabía y le aburría escucharlo.

—No lo sé, aún no sé cómo reaccionaré a lo que tú me digas. Pero necesito saber algo más, no soporto que este tío me haya visto la cara, en mi casa, y no haberle visto yo la suya, ni que se la haya visto nadie, tú, quiero decir, la arena visible qué tipo mis astuto. Una vez que tú lo hayas visto decidiré. No sé aún qué, pero decidiré entonces. Iría yo, pero me reconocería, y entonces seguro que ya no querría saber nada. Para entonces yo habría dado dinero por no saber nada. A la mañana siguiente, el sábado de mi quinta semana de estancia (era octubre), me fui con el New York Times gigantesco hasta Kenmore Station dispuesto a esperar de nuevo durante una hora, o quizá más tiempo: quien espera, aunque lo haga a desgana, acaba queriendo agotar al máximo sus posibilidades, o esperar envicia. Me aposté, como había hecho el martes y el jueves, junto a una columna que me servía de apoyo y disimulo del cuerpo o para descansar un pie de vez en cuando (flexionando la pierna como para cocear), y empecé a leer el periódico detenidamente, no tanto como para no advertir la presencia de cada individuo que se llegaba hasta su apartado y lo abría con morosidad o impaciencia y volvía a cerrarlo con satisfacción o contenida furia. Por ser sábado había menos gente, y los pasos sonaban menos pudorosos o más individualizados sobre el suelo de mármol, por lo que no tenía más que levantar la vista cada vez que aparecía algún usufructuario de los P.O. Boxes.

Al cabo de unos cuarenta minutos (estaba ya en las páginas deportivas) sonaron unos pasos más estridentes e individualizados que los demás, como si las suelas llevaran unas placas metálicas o bien una mujer altos tacones. Alcé la mirada y vi acercarse a paso rápido a un sujeto que nada más verlo me pareció español, más que nada por sus pantalones, los de mi país resultan inconfundibles y tienen un corte particular, no sé en qué consiste pero hace que casi todos mis compatriotas parezcan tener las piernas demasiado rectas y el culo muy alto (no estoy seguro de que el corte los beneficie). (Pero todo esto lo pensé más tarde.) Sin necesidad de mirarlo se acercó a mi apartado, el 524, y buscó su llave en un bolsillo del pantalón patriótico. Podía ir a abrir el 523 o el 525, eso pensé mientras la buscaba (el bolsillo del mechero, el de la cintura, pero fue un segundo). Llevaba bigote, iba bien vestido en conjunto, sin duda era europeo (pero también podía ser neoyorquino o de Nueva Inglaterra), tendría unos cincuenta años (pero bien llevados, o mejor, bien cuidados), era bastante alto, pasó tan rápido junto a mí que cuando quise verle la cara ya estaba de espaldas, buscando la llave y vuelto hacia su apartado. Cerré el periódico instintivamente (un error), me quedé observándolo (otro error) y vi cómo abría el 524 y metía el brazo hasta el fondo en el casillero tan hondo. Sacó varios sobres, tres o cuatro, ninguno podía ser aún de Berta, luego se carteaba con mucha más gente, quizá eran todas mujeres curiosas, la gente que escribe a los personáis no se limita a una tentativa, aunque en un momento dado, como Berta ahora (pero quizá no 'Bill'), pueda concentrase en un solo individuo y olvidarse del resto, desconocidos todos. Cerró el buzón y se volvió mirando los sobres sin satisfacción ni furia (uno de ellos me pareció un paquete, podía ser un vídeo por la forma y tamaño). Se detuvo tras dar dos pasos, luego echó a andar de nuevo, con celeridad de nuevo y al pasar junto a mí se cruzaron sus ojos con los míos que ya no estaban sobre el periódico. Quizá me reconoció también él a mí como español, tal vez por mis pantalones. Me miró mirándome, quiero decir que fijó la vista con deliberación un instante, y por consiguiente, pensé, si me volvía a ver me reconocería (como yo a él). Del actor Sean Connery, aparte del vello que ahora no mostraba (llevaba chaqueta y corbata, y echada al brazo una gabardina oscura, como quien ha salido un momento del coche que no conduce), sólo tenía las grandes entradas que no ocultaba y las cejas, que se elevaban mucho y luego caían mucho también y se prolongaban hacia las sienes, confiriéndole, como a Connery, una expresión aguda. No supe ver su barbilla ni compararla, pero sí que tenía en la frente arrugas marcadas aunque no envejecedoras, seguramente un hombre gesticulante. No era feo, al contrario, probablemente era atractivo o guapo en su género, su género de hombre ocupado y maduro y determinado, un hombre con dinero y un poco de mundo (acaso reciente): haría negocios, quizá fuera a sitios donde se baila agarrado, sin duda hablaría de Cuba con conocimiento de causa, si era Guillermo —Guillermo de Miriam—. Pero no se inyectaría plásticos, su propia mirada punzante se los prohibiría.

Pensé que podía seguirlo un poco, era una manera de dilatar la espera, que en realidad ya había acabado. Cuando lo vi salir de la dependencia, cuando calculé que las puertas de vaivén cerradas le amortiguarían el ruido de mis zapatos sobre el indiscreto mármol, eché a andar, al mismo paso veloz para no perder la distancia. Desde la puerta de la calle vi cómo se acercaba hasta un taxi parado y desde la acera le pagaba y lo despedía, habría decidido caminar un rato, hacía buen día (no se puso la gabardina, se la echó ahora al hombro, vi que era azul aguado, pedante, yo sí llevaba la mía puesta, que es del tradicional color de las gabardinas o cruda). Caminaba mirando los sobres de vez en cuando, de pronto abrió uno sin aminorar el paso, leyó rápidamente su contenido, rasgó las dos cosas, contenido y sobre, y las arrojó a una papelera junto a la que pasó en seguida. No me atreví a hurgar en ella, me dio vergüenza la idea y temía perderlo. Continuó caminando, miraba hacia el frente, uno de esos hombres que llevan siempre la cabeza alta, para ganar estatura o parecer dominantes. Llevaba en la mano los otros sobres y el paquete con vídeo (seguro, era un vídeo). Entonces, al fijarme en la mano, le vi la alianza en el dedo anular de esa mano derecha, al revés que yo, que la llevaba en la izquierda desde hacía unos meses, me iba ya acostumbrando. De nuevo sin aminorar el paso abrió otro sobre e hizo lo mismo que había hecho con el primero, pero esta vez se guardó los pedazos en el bolsillo de la chaqueta, tal vez porque no había papelera a mano (un hombre cívico). Se paró para contemplar un escaparate de libros de la Quinta Avenida, Scribner's si mal no recuerdo, nada debió interesarle o le atrajo sólo la tienda, porque de inmediato prosiguió su marcha.

Al hacer ese alto se puso la gabardina, bueno, no, se la echó sobre los hombros sin meter los brazos en las mangas, como ha hecho toda la vida y aún suele hacer Ranz, mi padre, y no harían en cambio muchos norteamericanos (solo los gángsters, George Raft). Yo lo seguía a poca distancia, seguramente demasiado poca para lo que es prudente en estos casos, pero yo nunca había seguido a nadie. El no tenía por qué sospechar, aunque no estaba dando exactamente un paseo andaba demasiado rápido y sin apenas detenerse más que en los semáforos, y eso no siempre, hay menos circulación los sábados.