Parecía ir con prisa, aunque no la bastante para haber conservado el taxi. Volvía andando a dondequiera que fuese, pero era obvio que iba a algún sitio ya decidido, tal vez la prisa y la necesidad de espera le venían del paquete que llevaba en la mano, probablemente aquel vídeo no tenía en el envoltorio remite de ninguna clase, sólo una tarjeta dentro, quizá 'Bill' pensaba que podía tratarse del de mi amiga Berta, para él 'BSA', quizá creía que la llevaba desnuda en la mano en aquel instante. Se detuvo otra vez ante una superperfumería o perfumería inmensa, acaso mareado por el olor multitudinario que la mezcla de todas las marcas juntas despedía hacia la calle. Entró, y yo entré tras él (me pareció que quedarme esperando a la puerta resultaría más llamativo). Allí no había dependientas para atender, los clientes deambulaban incontrolados, escogían sus colonias y pagaban a la salida.

Lo vi pararse ante un mostrador de Nina Ricci, y allí, acodado un momento sobre el cristal, abrió el tercer sobre y leyó su carta más despacio: esta no la rasgó, y fue a parar al bolsillo de la gabardina de color tan petulante (la carta rota fue a la chaqueta, era un hombre ordenado). Cogió un frasquito de muestra de Nina Ricci y se asperjó la muñeca izquierda, en la que no llevaba reloj ni nada. Esperó los segundos de rigor y luego se la olió delicadamente sin recibir impresión aparente, ya que siguió avanzando hasta llegar a otro mostrador de menor importancia, en el que convivían varias marcas. Fue con Eau de Guerlain con lo que se duchó la otra muñeca —debió de quedar rociado el reloj negro y de gran tamaño—. Se lo olió (la correa) tras los segundos de respeto habituales en los entendidos, y debió gustarle, porque decidió adquirir el frasco. Aún se entretuvo en la sección viril, ahora probó dos aromas en el envés de sus sendas manos, pronto no le quedarían zonas incontaminadas por los perfumes dispares. Cogió un frasco de una marca americana de nombre bíblico, Jericho o Jordán o Jordache, no recuerdo, querría conocer los productos locales. Yo cogí Trussardi para mujer, estando casado nunca me sobraría, pensé (pensaba a menudo en Luisa), o también se lo podía regalar a Berta (cogí un segundo frasco al pensar esto). Fue entonces, en la cola para pagar (cada uno en su cola separados por otra en medio, él más cerca que yo de la caja que le correspondía), cuando giró la cabeza y me vio y me reconoció sin duda. Sus ojos eran punzantes, como me habían parecido ya en la oficina de correos, pero no revelaban nada en su penetración, ni extrañeza ni malestar ni recelo (ni temor ni amenaza), punzantes pero muy opacos, como si su penetración fuera ciega, como si fuera uno de esos personajes televisivos que se creen intensos y olvidan que no pueden serlo, al mirar siempre a una cámara y nunca a alguien. Salió y echó a andar de nuevo, y a pesar de todo yo seguí tras él, pese a saberme descubierto. Ahora sí se detenía con más frecuencia, a fingir que miraba más escaparates o a cotejar su hora con la de los relojes de calle, y se volvía para vigilarme, yo hube de disimular comprando revistas y perritos calientes que en modo alguno quería, en los puestos callejeros. Pero su marcha duró ya poco rato: al llegar a la calle 59 'Bill' se desvió con rapidez a su izquierda y lo perdí de vista durante unos segundos, y cuando llegué a la esquina y se hizo posible que de nuevo entrara en mi campo visual, de milagro alcancé a ver cómo subía corriendo la escalinata con marquesina del lujoso Hotel Plaza y desaparecía por su puerta a paso aún ligero, saludado por porteros uniformados y ensombrerados a los que no devolvió el saludo.

En la mano llevaba su vídeo y la bolsa con sus perfumes, yo en las mías revistas y el New York Times gigantesco, la bolsa de mis perfumes y un perrito caliente. La distancia desde la esquina la tenía que haber cruzado a la carrera, en la esperanza de llegar al hotel a tiempo de que yo no viera adonde llegaba: Plaza Hotel el célebre nombre, PH las iniciales discretas, el albornoz era prestado y él no se llamaba Pedro Hernández.

Todo esto fue lo que le conté a Berta, aunque sin mencionarle mi figuración de que aquel individuo pudiera ser el mismo que había hecho esperar y rabiar una tarde en La Habana a la mulata Miriam de las piernas robustas y el bolso grande y el gesto del asimiento, un hombre casado y con una mujer enferma, o acaso sana. Berta lo escuchó todo con vehemencia indisimulada y una recatada expresión de triunfo (el triunfo le venía dado por el éxito final de su idea, de mis visitas a Kenmore Station, más que nada). No fui capaz de mentirle y decirle que 'Nick', 'Jack' o 'Bill' era monstruoso, no lo era y así se lo dije. Tampoco pude decirle que su aspecto fuera patibulario, no lo era y así se lo dije, aunque tampoco me gustara con su gabardina jactanciosa y sus ojos punzantes e indescifrables y sus cejas caídas y alzadas como las de Connery y su bigote cuidado y su mentón con la hendidura en sombra y su voz como una sierra. Con esa voz haría negocios y hablaría de Cuba con conocimiento de causa. Con esa voz había seducido a Berta. No me gustaba. A Berta le regalé el primer frasco de Trussardi.

Pasaron unos días sin que Berta ni yo volviéramos a mencionarlo (yo callaba para disuadir, ella debía de estar calculando), días de trabajo intenso en las Naciones Unidas: una mañana hube de traducir el discurso del mismo alto cargo de mi país cuyas palabras había alterado al tiempo que conocía a Luisa. En esta oportunidad me abstuve, estábamos en la Asamblea, pero mientras pasaba a inglés y a los auriculares mundiales su prosopopeya española y sus conceptos divaga-torios y erróneos, me acordé por fuerza de aquella otra vez, y con viveza de lo que en ella se había dicho por mi mediación, mientras Luisa respiraba a mi espalda (respiraba junto a mi oreja izquierda como un susurro y me rozaba casi, su pecho casi mi espalda). 'La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer', había dicho la adalid inglesa. Y luego había añadido: 'Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones'. Y un poco más tarde: 'Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aún lo que quiere, no hay forma de saber esto último'. Y aún había continuado, mientras nuestro muy alto cargo guardaba silencio, quizá ya cansado de aquel discurso o como si estuviera aprendiendo algo: 'A veces los obliga algo externo o quien ya ha dejado de estar en sus vidas, los obliga el pasado, su desconcierto, su propia historia, su desdichada biografía. O incluso cosas que ignoran y no están a su alcance, la parte de nuestra herencia que llevamos todos y desconocemos, quién sabe cuándo se inició ese proceso...' Por último había dicho: 'A veces me pregunto si no sería mejor que nos estuviéramos todos quietos, que estuviéramos todos muertos, al fin y al cabo es lo único que en el fondo queremos, la única idea futura a la que nos vamos acostumbrando, y ante ella, no caben dudas ni arrepentimientos anticipados'. Nuestro adalid se había quedado callado, y la alto cargo inglesa, que por aquellas otoñales fechas ya había perdido su cargo y no acudía a la Asamblea neoyorquina, se había sonrojado tras su falso soliloquio, al oír el silencio extenso que lo siguió y la sacó de su emocionado trance. Yo entonces les había echado otra mano, y había puesto en boca de ella una proposición inexistente: '¿Por qué no salimos a pasear a los jardines? Hace un día glorioso'. (Había inventado con este anglicismo para dar verosimilitud a la frase.)

Y habíamos salido los cuatro a pasear por los jardines, en aquella tan gloriosa mañana en que Luisa y yo nos conocimos.

Ahora nuestro alto cargo continuaba en su cargo, quizá gracias a su prosopopeya y a sus conceptos divagatorios y tan erróneos como los de la adalid británica, pero a ella no le habían bastado para conservar el suyo (debía de ser una mujer deprimida y sin duda pensativa, y eso en política cava la propia tumba). Después del discurso me crucé con él en un pasillo, rodeado de su séquito (acababa mi turno y él era felicitado insinceramente por su perorata), y dado que lo conocía, se me ocurrió saludarlo extendiendo la mano y llamándole por su cargo, con la palabra 'señor' antepuesta. Fue una ingenuidad. Él no me reconoció en absoluto, pese a haber tergiversado yo sus palabras en el pasado y haberle hecho decir cosas inexistentes que no se le ocurrirían nunca, y en seguida dos guardaespaldas me agarraron la mano extendida y la no extendida y me las pusieron a la espalda, sujetándomelas con tanta violencia (triturándomelas, haciéndome polvo) que por un instante me creí ya esposado, es decir, con grilletes.