Mi gabardina se estaba poniendo hecha un asco. Me levanté. —Ya veo —dije yo.

En los días siguientes esperé a que fuera Berta quien volviera a hablar de él, de 'Nick' o 'Jack' o 'Bill' o 'Arena Visible' o quizá Pedro Hernández, o tal vez Guillermo de Miriam, aunque en seguida tendí a olvidar esta posibilidad, pues siempre desconfiamos de nuestra primera impresión cuando es respecto a algo o alguien que nos impone una segunda y una tercera y más, alguien cuyas palabras o imagen se quedan en nuestra memoria demasiado tiempo, como una canción bailable que baila en nuestro pensamiento. Pero durante esas fechas, durante el fin de semana inmediato (sábado y domingo enteros), Berta no dijo nada o no quiso sacar el tema de conversación, anduvo por la casa y salió como distraída, no de mal humor pero sin tenerlo bueno, sin el nerviosismo alegre de las jornadas de espera, acaso preguntándome más de lo que solía, por mis planes, por mi matrimonio v mi casa aún recientes, por B. padre y por Luisa, a la que no conocía más que de foto y teléfono. Si yo pensaba en 'Bill' a menudo, pensaba, ella no podría hacer otra cosa que pensar en él, era a ella a quien había hablado desde su albornoz, era a ella a quien quería ver más antes de acceder a verla, aquel hombre que precisaba de tantas certezas. Nadie utilizó el vídeo aquel fin de semana, como si fuera de mal agüero o estuviera contaminado, y la cinta de 'Bill' permaneció en su interior sin que nadie la rebobinara ni la sacara, otra vez en su término,' como la había encontrado primero y luego dejado yo.

El lunes, sin embargo, cuando ambos habíamos regresado al trabajo por la mañana, al llegar a casa por la tarde me encontré a Berta, también ella recién llegada (el bolso aún abierto, en el bolso la llave, la gabardina quitada pero sobre el sofá), con el vídeo en la pantalla. Estaba mirándolo una vez más y haciendo paradas, iba deteniéndolo aquí y allá inútilmente, ya que, como he explicado, la imagen era invariable durante los tres o cuatro minutos de su duración. Los días ya eran bastante cortos, anochecía, era lunes, el trabajo de la Asamblea había sido agotador para mí, supuse que para ella también, después se necesita una distracción, no escuchar. Pero Berta escuchaba aún. No dije nada, sólo saludé, pasé a mi cuarto, pasé por el cuarto de baño, me refresqué, al volver al salón ella seguía estudiando la cinta, parándola y haciéndola avanzar un poco para pararla otra vez.

—¿Te has fijado en que en un momento dado se le ve la barbilla? —me dijo—. Aquí. —Tenía congelada la imagen en que 'Bill' inclinaba el mentón dejando que apareciera en cuadro.

—Sí, ya me fijé la otra noche —respondí—. La tiene casi partida.

Aguantó la pregunta un segundo (pero fue sólo un segundo).

—Sólo con esto no podrías reconocerlo, ¿verdad? Si lo vieras de pronto, quiero

decir. Si le vieras la cara en otro lugar.

—Pues no, cómo podría reconocerlo —dije yo—. ¿Por qué?

—¿Ni siquiera sabiendo que se trataba de él? Sabiéndolo antes, quiero decir, que tenía que ser él.

Miré en la pantalla el mentón suspendido. —Sabiéndolo quizá sí, quizá podría confirmarlo. ¿Por qué?

Berta canceló el vídeo con el mando a distancia y la imagen desapareció (la imagen que podría volver a su voluntad). Volvía a tener la mirada encendida o móvil.

—Mira, este tipo me tiene intrigada. Es un cabrón, pero estoy pensando en mandarle lo que me pide. Nunca lo he hecho con nadie, ninguno se había atrevido a pedirlo así, de ese modo, y yo nunca he respondido a las escenificaciones guarras con otra mía del mismo género, te puedes imaginar. Pero en realidad podría ser divertido, hacerlo por una vez. —Berta no quería esforzarse en buscar argumentaciones, por eso se interrumpió y simplemente cambió de tono: sonrió— Así quedaría mi cuerpo para la posteridad, aunque fuera una posteridad muy breve, todo el mundo acaba borrando las cintas y volviéndolas a utilizar. Pero sacaría copia para mi vejez.

—Tu pierna para la posteridad también, ¿no? —le dije.

—Ya veríamos lo de la pierna, qué hijo de puta. —Se le endureció la cara un instante mientras soltaba el insulto (pero fue sólo un instante)—. Pero antes de decidirme tengo que verlo a él, saber algo más, es angustioso ese albornoz sin cara. Tengo que saber cómo es.

—Pero no podrás verlo hasta que se lo mandes, dice, y aun así no es seguro. Tendrá que darte su visto bueno, qué hijo de puta. —Mi cara estaba endurecida supongo, desde el principio de la conversación, no sólo durante el insulto. Desde hacía tres noches tal vez.

—Yo no puedo hacer nada porque él ha visto mi vídeo y conoce ya mi cara. Pero a ti no te ha visto; ni sabe que existes. Nosotros sabemos el número de su apartado de correos, por el que tendrá que pasar de vez en cuando. Ya he averiguado dónde está, pertenece a Kenmore Station, no está muy lejos. Tú podrías ir allí, identificar el buzón, vigilarlo, esperar y verle la cara cuando vaya a recoger su correo.

Berta había dicho 'Nosotros sabemos', me estaba incluyendo en su curiosidad y su interés, o era más. Me estaba asimilando a ella.

— ¿Estás loca? Quién sabe cuándo irá por allí, puede pasarse días sin ir por allí. ¿Qué pretendes, que me pase el día entero en una oficina de correos?

La mirada de Berta se veló de irritación. No era frecuente en ella. Había resuelto lo que había que hacer, no admitía la contraria, ni siquiera una objeción. —No, no pretendo eso. Sólo que vayas un par de veces en los próximos días, a ratos perdidos, a la salida del trabajo, media hora, a ver si hay suerte, no más. Por lo menos intentarlo. Sino la hay en un par de veces, pues nada, olvidémoslo. Pero no es tan grave probar. Estos días él estará esperando mi contestación, el vídeo que todavía no le voy a mandar, quizá pase a diario a ver si ha llegado. Si está aquí por trabajo, tendrá quizá un horario de nueve a cinco, es muy posible que pase por el apartado a la salida, después de las cinco, eso es lo que suelo hacer

yº.

A lo mejor hay suerte.

—Había vuelto a utilizar el plural, había dicho 'olvidémoslo'.

Debí de mirarla con más reflexión que enfado, porque añadió ya tranquila:

sonrió—: Por favor.

—La media luna, la cicatriz, en cambio, se le había puesto muy azul: estuve a punto de limpiarle la mejilla. Tres veces fui a la oficina de correos de Kenmore Station, la primera a la tarde siguiente después del trabajo, la segunda pasados dos días, el jueves de aquella semana, también tras la agotadora jornada de interpretaciones. No permanecí media hora, como había propuesto Berta, sino casi una hora en ambas ocasiones, víctima de la aprensión que asalta siempre a quienes esperan en vano, el temor a que justo al irnos llegue la persona que se retrasaba tanto, como sin duda le ocurrió a la mulata Miriam aquella tarde de calor en La Habana, cuando arrastraba con celeridad el tacón al otro lado de la explanada y Guillermo no aparecía y ella no se marchaba. Tampoco apareció Guillermo el martes ni el jueves, o 'Bill', o 'Jack' o Nick', o Pedro Hernández. Por suerte, en Nueva York hay los suficientes sujetos en actitud sospechosa o aun delictiva a todas horas y en todas partes para que a nadie pueda llamarle la atención un individuo con gabardina, periódico y libro, de pie en una dependencia en la que la gente activa recogía o entregaba paquetes y de vez en cuando entraba alguien apresurado, con una llave en la mano, para abrir su buzón plateado, introducir y rebañar con el brazo y sacar a veces un botín de sobres, a veces de nuevo la vacía mano. Pero ninguno de esos individuos con prisa se dirigió al P.O. Box 524, que yo tenía localizado desde el principio.

—Una vez más —me pidió Berta la noche del viernes, una semana después de recibir el vídeo, al cabo de siete días lo que nos hundió es lo que nos saca a flote, ocurre a veces—. Mañana por la mañana, en fin de semana, quizá está tan ocupado que sólo puede pasar los sábados.