Corazón tan blanco es una novela que pone en crisis valores sólidamente adquiridos por la cultura occidental. El conflicto estalla en el ámbito del matrimonio, la institución que tiene la difícil tarea de reglamentar la relación amorosa, en teoría la que se elige con mayor libertad.
Juan, un traductor que trabaja para organismos internacionales, se casa con Luisa, una colega a la que conoce durante un encuentro entre dos altos cargos políticos: una dama inglesa y un caballero español, parodias probables de Margaret Thatcher y Felipe González.
En una de las páginas más cómicas de la novela, la sátira que denuncia las artimañas ocultas del poder sirve a la vez para insinuar el leit-motiv que irá envenenando, capítulo tras capítulo, las relaciones entre los varios personajes. Asumir la idea de que «todo el mundo obliga a todo el mundo» es, en efecto, dejar de creer en la libertad como posibilidad de elección, aun dentro de los límites que imponen las circunstancias exteriores y las pulsiones individuales. Este determinismo encubierto recorre toda la novela, una historia que, como ha declarado Javier Marías, trata del matrimonio y el secreto, de la persuasión y de la sospecha. Y así es. Pero se puede añadir que trata también de las consecuencias trágicas del amor y de sus riesgos. En sus arduas negociaciones con la razón, la pasión amorosa muestra aquí su lado más oscuro y ambiguo. Y también el más siniestro.
Todo ese inquietante conjunto, sutilmente sugerido, va provocando un perdurable "presentimiento de desastre" en Juan, el narrador, quien va dando cuenta del año que lleva casado con Luisa, y de la aprensión que siente desde el mismo día de la boda, cuando Ranz, su brillante padre que hizo fortuna como crítico de arte bajo el franquismo, le recomienda que jamás le cuente ningún secreto a la mujer con la que acaba de casarse. El padre, muy seguro de sí mismo, da ese extraño consejo a un hijo lleno de dudas, mientras le pone una mano en el hombro. Esa advertencia, a la vez afable y misteriosa y sin posibilidad de réplica, queda desde ese momento ligada a ese gesto ambiguo, que tanto puede significar protección como amenaza. Intrigado por esta actitud del padre, Juan emprende entonces una atormentada labor detectivesca acerca de su progenitor, que lo lleva a impactantes descubrimientos.
Por otra parte, con la famosa frase «No he querido saber, pero he sabido» con que Juan inaugura su relato, lo que está diciendo implícitamente es que no quisiera ser quien es, ni contar lo que está contando, un malestar que se refleja en su discurso como un forcejeo incesante entre el decir y el callar. Obligado a reelaborar el relato de sus orígenes con cada nueva pieza ominosa que surge del rompecabezas familiar, el narrador se va sintiendo cada vez más a la expectativa de alguna catástrofe. El otro es para él un enigma peligroso, sentimiento que acaba haciendo extensivo tanto a familiares como a desconocidos. La metamorfosis se encuentra al acecho en todas las relaciones y no deja a salvo ninguna identidad. La sombra del doble apunta insistente a lo largo de la novela, lo mismo que la obsesión asociativa mediante la cual el narrador conecta arbitrariamente, en el espacio y el tiempo, a las parejas más heterogéneas. Por ejemplo, los desconocidos Miriam y Guillermo, que planean la muerte de la mujer de él en el mismo hotel de La Habana que ocupa el narrador en su viaje de bodas, comparten algún detalle con Berta, una amiga del narrador de Nueva York, y Bill, su ocasional amante, un hombre encontrado a través de un anuncio y que somete a la mujer a perversas vejaciones. En las inquietantes hipótesis del narrador, cada uno de estos personajes tiene a su vez algo en común no sólo con él mismo y con Luisa, su mujer sino con su propio padre y las mujeres de las que éste ha enviudado, es decir su madre y, con anterioridad, una hermana de ella.
En Corazón tan blanco, la atracción sexual, móvil de la vida, aparece siempre con su instinto contrario la violencia.
El cuerpo como escenario de pasiones fatales, sobre todo el cuerpo femenino. La mujer como gran misterio. Sea cual sea el país, la clase social, la circunstancia, todas las mujeres de esta novela interrumpen en un momento dado la comunicación verbal, se sumergen en el sonido de su propia voz y excluyen canturreando al hombre que tienen al lado. Ellas ignoran que es sobre todo durante ese ensimismamiento cuando la superficie de su carne es siempre más vulnerable.
De esa contradicción no escapa tampoco el narrador, quien, indeciso entre la pasividad y la voluntad de poder, desconfía de Luisa, su esposa, a la que por otra parte ama con pasión.
Para él, uno no es responsable de lo que hace, sino de lo que escucha; «los oídos no tienen párpados», dice gráficamente. Esta ética subversiva, que recorre toda la novela, emerge del breve capítulo dedicado a Macbeth, en concreto el fragmento tras la escena del asesinato de Duncan. Después de consolar al marido desencajado que acaba de apuñalar al rey, Lady Macbeth embadurna con la sangre del muerto las caras de los guardias previamente drogados, y abandona cerca de sus cuerpos las dagas usadas para el delito. Entonces, justo después de concluir la acción que les garantiza a ambos la impunidad, la instigadora del asesinato le dice al asesino: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco».
Afirma Javier Marías haberse fijado en esta frase por su ambigüedad extrema, ya que el contexto no permite averiguar si el adjetivo «blanco» es ahí un símbolo de inocencia o de cobardía.
En el Macbeth de Shakespeare, que retoma el modelo de la tragedia clásica, la pareja diabólica, de repente temerosa y frágil tras cometer el regicidio, acabará aplastada por el peso moral de su secreto, una consecuencia con la que ninguno de los dos culpables contaba. En el Macbeth de Javier Marías, sin embargo, el destino de la pareja malvada no se menciona, porque importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo, la relación entre lo que se hace y lo que se dice.
A diferencia de las palabras, con los hechos no hay vuelta atrás: acontecen de una vez para siempre. Sin embargo, los hechos existen sólo si alguien los recuerda y los refiere. Esta idea, que alimenta gran parte de la narrativa de Javier Marías, atañe a la verdad como práctica discursiva, al evento que llega a ser real sólo si es relatado, como en el caso de Macbeth, que «hace el hecho», es decir, mata, instigado por su esposa, pero Lady Macbeth sólo comparte la responsabilidad cuando sabe de esa muerte. Éste es el sorprendente planteamiento moral del narrador, quien al final de la novela, pudiendo no escuchar el secreto que Ranz, su padre, le cuenta a Luisa, decide sin embargo hacerlo, y cargar así con una herencia ensangrentada que, a su vez, él mismo va a transmitir mediante un relato.
En este sentido, Corazón tan blanco puede leerse asimismo como la fracasada resistencia de una conciencia que ha perdido la protección que le aseguraban la ignorancia y el olvido. Vista así la historia, se entiende por qué la novela ha sido interpretada también en un sentido político, como una alegoría de la transición española, que no habría podido llevarse a cabo sin un pacto leí silencio.
La turbia figura de Ranz, que había acumulado su fortuna bajo el franquismo, queda impune; Juan, el hijo, que había aceptado la vida acomodada que el padre le ofrecía, una vez sabe lo que no quería saber no lo juzga, y, descubierta al fin la procedencia del mal que justifica a posteriori sus "presentimientos de desastre", el autor interrumpe la historia dejando el final abierto, lo que en ningún modo apacigua sino que, por el contrario, lleva a su máxima tensión la zozobra, que había introducido en el lector desde la primera inolvidable escena de este libro.
Elide Pittarello
Para Julia Altares Pese a Julia Altares