Estaba ya bastante cerca, había avanzado por la explanada unos diez o doce pasos, los suficientes para que ahora su voz estridente no sólo se oyera, sino que empezara a atronar el cuarto; los suficientes también, creí, para que me viera sin vacilaciones por miope que fuera, por tanto parecía indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, quien la había angustiado con mi retraso y la había ofendido desde el balcón con mi vigilancia callada que seguía ofendiéndola. Pero yo no conocía a nadie en La Habana, es más, era la primera vez que me hallaba en La Habana, en mi viaje de novios con mi mujer tan reciente. Me volví por fin y vi a Luisa incorporada en la cama, con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba, esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño. Estaba erguida, y el sostén se le había descolocado mientras dormía, o bien en el movimiento brusco que acababa de hacer al incorporarse: lo tenía ladeado, descubierto un hombro y casi un pecho, debía de estarle tirando, lo habría pillado con su propio cuerpo olvidado en el malestar y el adormecimiento.

— ¿Qué pasa? —dijo aprensivamente. —Nada —dije yo—. Vuelve a dormirte.

Pero no me atreví a llegarme hasta ella y acariciarle el pelo para tranquilizarla de veras y que volviera al sopor, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque a lo que no me atrevía en aquel instante era a abandonar mi puesto en el balcón, ni a apartar apenas la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo, ni a rehuir por más tiempo el diálogo abrupto que desde la calle se me imponía. Era una lástima que habláramos la misma lengua, y la comprendiera, porque lo que aún no era diálogo se tornaba ya violento, quizá porque no lo era, no era diálogo.

—¡Yo te mato, hijo de puta! ¡Te lo juro que yo te mato aquí mismo! —gritaba la mujer de la calle.

Lo gritaba desde el suelo y sin poder mirarme, porque justo en el momento en que yo me había vuelto para decirle a Luisa cuatro palabras, a la mulata se le había salido un zapato y había caído, sin hacerse daño pero ensuciándose al instante la falda blanca. Gritaba esto, 'Yo te mato', y se iba alzando, un revolcón, el bolso siempre colgado del brazo, no lo había soltado, ese bolso no lo soltaría aunque la despellejaran, intentaba sacudirse o limpiarse la falda con una mano y tenía un pie descalzo, levantado en el aire, como si no quisiera en modo alguno posarlo y mancharse también la planta, ni las puntas de los dedos siquiera, el pie que podría ver el hombre al que ya había encontrado, verlo de cerca, arriba, y tocarlo más tarde. Me sentí culpable hacia ella, por la espera y por su caída y por mi silencio, y también culpable hacia Luisa, mi mujer recién contraída que me estaba necesitando por vez primera desde la ceremonia, aunque sólo fuera un segundo, el necesario para secarle el sudor que le empapaba la frente y los hombros y ajustarle o quitarle el sostén para que no le tirara y hacerla regresar con palabras al sueño que la curaría. Ese segundo no podía dárselo en aquel momento, cómo era posible, notaba con fuerza las dos presencias que casi me paralizaban y enmudecían, una fuera y otra dentro, ante mis ojos y ante mi espalda, cómo era posible, me sentía obligado hacia ambas, allí tenía que haber un error, no podía sentirme culpable hacia mi mujer por nada, por una demora mínima en la hora de atenderla y calmarla, y menos aún hacia una desconocida ofendida, por mucho que ella creyera que me conocía y que era yo quien la ofendía. Estaba haciendo equilibrios para volver a ponerse el zapato sin pisar el suelo con el pie descalzo. La falda era un poco estrecha para realizar esta operación con éxito, sus pies de huesos demasiado largos, y mientras lo intentó no gritó, sino que mascullaba, no podemos estar muy atentos a los demás mientras tratamos de recomponer la figura. No tuvo más remedio que apoyar el pie, que se le ensució al instante. Lo volvió a levantar como si el suelo la hubiera contaminado o quemado, se sacudió el polvo como se sacudía Luisa la arena seca en las playas justo antes de abandonarlas, a veces al caer la noche; introdujo los dedos del pie en el zapato, el empeine; luego, con el índice de una mano (la mano libre de bolso), se ajustó la tira del talón que sobresalía bajo aquella tira (la tira del sostén de Luisa seguiría caída, pero yo no la veía ahora). Sus piernas robustas pisaron otra vez con firmeza, golpeando el pavimento como si fueran cascos. Dio tres pasos más sin alzar aún de nuevo la vista, y cuando la alzó, cuando abría la boca para insultarme o amenazarme e iniciaba por enésima vez el ademán prensil, uña de león, aquel que agarraba y significaba 'No te librarás de mí' o "Eres mío" o "Conmigo al infierno", lo suspendió en el aire, y el brazo desnudo quedó congelado en lo alto, como el de un atleta. Le vi la axila recién afeitada, se había repasado entera para su cita. Miró una vez más a mi izquierda y me miró a mí y miró a mi izquierda y a mí.

-Pero ¿qué pasa? -volvió a preguntar Luisa desde su cama. Su voz era temerosa, expresaba un temor mezclado interior y exterior, tenía miedo de lo que le ocurría en el cuerpo, tan lejos de casa, y de lo que no sabía que estaba ocurriendo, allí en el balcón y en la calle, o me estaba ocurriendo a mí y no a ella, los matrimonios se acostumbran en seguida a que todo les pase a ambos. Era de noche y nuestra habitación seguía a oscuras, debía sentirse tan ofuscada que ni siquiera encendía la lámpara de la mesilla a su lado. Estábamos en una isla.

La mujer de la calle se quedó con la boca abierta sin decir nada y se llevó la mano a la mejilla, la mano que se fue deslizando decepcionada y avergonzada y mansa hacia abajo desde lo alto. Ya no había malentendido. —Ay perdone —me dijo al cabo de unos segundos—. Lo confundí a usted. En un instante se le había disipado todo el humo, y había comprendido —eso era lo más grave— que tenía que seguir esperando, quizá donde había quedado al principio, ya no bajo los balcones, tendría que regresar al punto elegido originalmente, al otro lado de la calle más allá de la explanada, para arrastrar allí con celeridad e inquina su tacón afilado tras sus dos o tres pasos, tres hachazos y espuela, o espuela después de las hachas. Era una persona repentinamente desarmada, dócil, había perdido toda su cólera y sus energías, y creo que no le importaba tanto lo que yo pudiera pensar de su equivocación y mal genio —al fin un desconocido para sus ojos verdes— cuanto darse cuenta de que su cita corría aún el riesgo de no tener lugar. Me miraba con su gris mirada de pronto absorta, con un poco de disculpa y un poco de indiferencia, de disculpa lo justo, pues era la amargura lo que prevalecía. Irse o esperar de nuevo, tras haber concluido la espera.

—Descuide —dije yo.

—¿Con quién hablas? —me preguntó Luisa, quien sin mi asistencia iba saliendo de su estupor, aunque no de las tinieblas (la voz era algo menos ronca y su pregunta más concreta; quizá no se explicaba que fuera de noche).

Pero aún no le contesté ni me llegue hasta la cama para apaciguarla y ponerle en orden las sábanas, porque en ese momento se abrieron con ruido las puertas del balcón de mi izquierda y vi asomar dos brazos de hombre que se apoyaron en la barandilla de hierro, o la asieron como si fuera una barra móvil, y luego llamaron:

—¡Miriam!

La mulata, indecisa y confundida, volvió a mirar hacia arriba, ahora ya sin duda hacia mi izquierda, sin duda hacia el balcón que se había abierto y hacia los brazos fuertes que eran cuanto yo veía, los brazos largos del hombre en mangas de camisa, las mangas arremangadas, blancas, los brazos velludos, tanto o más que los míos. Yo había dejado de existir, había desaparecido, también estaba arremangado, me había subido las mangas al salir al balcón para acodarme, hacía rato, pero ahora había desaparecido por ser yo otra vez, es decir, por ser para ella nadie. En el dedo anular de su mano derecha el hombre llevaba una alianza como la mía, sólo que yo la llevaba en la izquierda, desde hacía dos semanas, poco tiempo, no me había acostumbrado. También el reloj, negro y de gran tamaño, se lo ponía ese hombre en la muñeca del mismo brazo y yo en la del otro, en cambio. Sería zurdo. La mulata no llevaba reloj ni anillos. Pensé que la figura de aquel individuo debía de haberle resultado visible a medias durante todos aquellos minutos, a diferencia de la mía, enteramente visible por estar asomada y acodada sobre la barandilla inmóvil.