Ahora era al revés, la mía había sido borrada de golpe y resultaba invisible, y en cambio era al hombre a quien yo no veía, como tampoco a Luisa, seguía dándole la espalda. Quizás aquel sujeto se había ido echando atrás y adelante, siempre sin abrir las puertas, según se hubiera visto o no enfocado por los ojos color ciruela de la mujer de la calle, su mirada miope e inofensiva. Había estado jugando con ventaja a dejarse ver y esconderse, ninguna de las dos cosas, y ella tenía razón por tanto, su cita ya había subido al hotel sin molestarse en advertírselo, para verla esperar enfrente y en la distancia, para contemplarla en sus breves y dolidos paseos de un lado a otro y luego en su trompicado avance y en su caída, calzarse, como también había tenido yo oportunidad de observarla.

Lo curioso fue que la reacción de Miriam no tuvo nada que ver con la que me había dedicado a mí al tomarme por otro, por el que era aquel hombre de brazos fuertes y velludos y largos y reloj y anillo de zurdo. Al verlo a él ya con certeza, al ver a quien había esperado tanto y oírle llamarla, no hizo ningún gesto ni gritó nada. No le insultó ni le amenazó ni le dijo 'Voy por ti' o 'Yo te mato' con el brazo desnudo y los dedos raudos, tal vez porque, a diferencia de mí mientras fui él para ella, él le había hablado o había dicho su nombre. A la mujer le cambió la expresión: fue de alivio, un instante, y con prontitud —casi con un agradecimiento sin destinatario—, con más garbo en sus pasos del que hasta entonces había mostrado (como si de repente caminara descalza y sus piernas no fueran tan recias), acabó de recorrer el tramo que la separaba del hotel y entró en el con su gran bolso negro ahora aligerado, desapareciendo así de mi campo visual sin decirme más palabras, reconciliada con el mundo durante aquellos pasos. El balcón de mi izquierda volvió a cerrarse y volvió luego a abrirse para quedar entornado, como si el aire lo hubiera empujado o el hombre se lo hubiera pensado mejor un segundo más tarde de cerrar esas puertas (pues no hacía aire) y no supiera bien cómo iba a querer tenerlas cuando la mujer ya estuviera con él arriba, en seguida (la mujer estaría subiendo por la escalera). Y entonces yo, finalmente (pero había pasado muy poco tiempo, así que Luisa debía aún sentirse recién despertada), abandoné mi puesto y encendí la lámpara de la mesilla de noche y me acerqué solícito hasta la cabecera de nuestra cama, solícito pero con retraso.

Ese retraso es para mí inexplicable y ya entonces lo lamenté de veras, no porque tuviera la menor consecuencia sino porque pensé que podía significar, en un exceso de escrupulosidad y celo. Y si bien es cierto que ese marital retraso lo asocié de inmediato al primer malestar de que he hablado, y al hecho de que desde nuestro matrimonio me fuera cada vez más difícil pensar en Luisa (cuanto más corpórea y continua, más relegada y remota), la aparición del segundo malestar que también he mencionado no se debió a mi contemplación lacónica de la mulata y a mi brevísima negligencia, sino más bien a lo que vino luego, es decir, a lo que sucedió cuando ya había atendido a Luisa y le había secado el sudor de la frente y los hombros y le había desabrochado el sostén para que no le tirara, dejando que fuera ella quien decidiera conservarlo puesto aunque suelto, o quitárselo. Con la luz Luisa se despejó un poco y quiso beber, y al beber un poco se sintió mejor, y al sentirse un poco mejor estuvo dispuesta a hablar un poco, y cuando se serenó y notó las sábanas menos pegajosas y se vio más compuesta con la cama en orden, y sobre todo comprendió y se hizo a la idea de que ya era de noche y de que, lo quisiera o no, el día había terminado para ella sin posibilidad de reanudar nada y no le restaba más que intentar hacer caso omiso de su enfermedad y sepultarla en el sueño hasta la mañana siguiente, en la que presumiblemente todo volvería a la normalidad algo anómala de nuestro viaje de novios y su cuerpo se habría arreglado y sería otra vez corpóreo, entonces se acordó de mi descuido que seguramente ella no había percibido como tal descuido, o bien lo que recordó fue que yo le había dicho 'Descuide' a alguien desconocido que estaba en la calle y que desde allí habían ascendido voces y gritos oídos en sueños o en su duermevela, que la habían despertado y acaso asustado.

—¿Con quién hablabas antes? —me preguntó otra vez. No vi razón para no decirle la verdad, y sin embargo tuve la sensación de no hacerlo al hacerlo. En esos momentos yo tenía en la mano una toalla con la punta humedecida y me disponía a refrescarle la cara, el cuello, la nuca (se le había pegado su pelo largo alborotado, y algunos cabellos sueltos le atravesaban la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante). —Con nadie, con una mujer que me confundió. Confundió nuestro balcón con el de al lado. Debía ser corta de vista, sólo cuando estuvo muy cerca vio que yo no era el hombre con quien había quedado. Ahí. —Y señalé la pared que ahora nos separaba de Miriam y el hombre. En esa pared había una mesa y sobre ella un espejo en el que, según nos moviéramos o incorporáramos, podíamos vernos desde la cama.

—Pero ¿por qué te gritaba? Me ha parecido que gritaba mucho. O no sé si lo he soñado. Tengo mucho calor.

Dejé la toalla a los pies de la cama y le acaricié varias veces la mejilla y el mentón redondeado. Sus grandes ojos oscuros miraban aún nebulosos. Si había tenido fiebre ya le había bajado.

—Eso no lo puedo saber yo, puesto que en realidad no era a mí a quien gritaba, sino al otro por quien me tomó. A saber qué se habrán hecho, el uno al otro. Mientras me ocupaba de Luisa había oído (pero sin atender, porque atendía a Luisa y estaba haciendo a la vez varias cosas y yendo de la habitación al baño y del baño a la habitación) cómo llegaban los tacones hasta la puerta de al lado y ésta se abría sin que llamaran a ella, y a partir del leve chirrido fue rápido) y el suave golpe al cerrarse de nuevo (que fue muy lento), sólo un murmullo indistinguible, susurros de palabras que no podían individualizarse pese a ser pronunciaos en mi propia lengua y a que, según el sonido de poco antes, el balcón de ellos había quedado entornado y yo no había errado el nuestro. A la preocupación por mi indebido retraso se unió otra, y fue mi preocupación por la sensación de risa. Sentí que tenía prisa no sólo por tranquilizar a Luisa y estirarle las sábanas y paliar en lo posible los efectos de su enfermedad efímera, sino también porque no me hiciera más preguntas y se durmiera de nuevo, pues no había tiempo para acería participar de mi curiosidad ni ella estaba en condiciones de interesarse por nada externo a su cuerpo, y mientras cruzábamos algunas palabras y yo iba al cuarto de baño a mojar el pico de una toalla y le daba de beber y le acariciaba el mentón que me gustaba mucho, los pequeños ruidos que yo mismo iba haciendo y nuestras propias frases cortas y discontinuas me impedían prestar atención y aguzar el oído en busca de la individualización del murmullo contiguo, que tenía prisa por descifrar.

Y la prisa venía porque tenía conciencia de que lo que no oyera ahora ya no lo iba a oír; no iba a haber repetición, como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder, sino que cada susurro no aprehendido ni comprendido se perdería para siempre jamás. Es lo malo que tiene cuanto nos sucede y no es registrado, o aún peor, ni siquiera sabido ni visto ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo. El día que no estuvimos juntos ya no habremos estado juntos, o lo que se nos iba a decir por teléfono cuando nos llamaron y no respondimos no será nunca dicho, no lo mismo ni con el mismo espíritu; y todo será levemente distinto o del todo distinto por nuestra falta de atrevimiento que nos disuadió de hablaros. Pero incluso si aquel día estuvimos juntos no estábamos en casa cuando nos telefonearon, o nos atrevimos a hablaros venciendo el temor y olvidando el riesgo, aun así nada de ello se volverá a repetir, y por consiguiente llegará un momento en el que haber estado juntos será como no haberlo estado, y haber descolgado el teléfono como no haberlo hecho, y habernos atrevido a hablaros como haber callado. Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, sólo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras (aunque sea el tiempo de la anotación); y mientras tratamos de revivirlo o reproducirlo y hacerlo volver e impedir que sea pasado, otro tiempo distinto estará aconteciendo, y en ese, sin duda, no estaremos juntos ni cogeremos ningún teléfono ni nos atreveremos a nada ni podremos evitar ningún crimen ni ninguna muerte (aunque tampoco lo cometeremos ni las causaremos), porque lo estaremos dejando pasar de lado como sí no fuera nuestro en nuestro intento enfermizo de que no termine y regrese lo que ya pasó. Así, lo que vemos y oímos acaba por asemejarse y aun igualarse con lo que no vimos ni oímos, es sólo cuestión de tiempo, o de que desaparezcamos. Y a pesar de todo no podemos dejar de encaminar nuestras vidas hacia el oír y el ver y el presenciar y el saber, con el convencimiento de que esas vidas nuestras dependen de estar juntos un día o responder a una llamada, o de atrevernos, o de cometer un crimen o causar una muerte y saber que fue así. A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede sucede, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente repetición hasta que nada es nada ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable. Lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse. Volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. O acaso es que nunca hubo nada. Quizá no hubo ni una sola palabra entre Miriam y el hombre durante todo el rato en que yo creí estarlas perdiendo. Quizá se miraron tan sólo, o se abrazaron de pie callados, o se llegaron hasta la cama para desnudarse, o tal vez ella se limitó a descalzarse, mostrándole al hombre sus pies que habría lavado tan a conciencia antes de salir de casa y ahora estarían cansados y doloridos (la planta de uno manchada por el pavimento). No debieron de abofetearse ni enzarzarse en una pelea ni nada por el estilo (quiero decir en un cuerpo a cuerpo), porque en seguida se jadea con fuerza y se chilla al hacerlo, o bien justo antes o si no después. Quizá, al igual que yo (pero yo lo hacía por Luisa, y entraba y salía), Miriam fue al cuarto de baño y se encerró en él durante aquellos minutos sin decir nada, para mirarse y recomponerse e intentar borrar de su rostro las expresiones acumuladas de ira y fatiga y decepción y alivio, preguntándose qué otra sería la más adecuada y beneficiosa para encararse por fin con el hombre zurdo de los brazos velludos que había hallado diversión o entretenimiento en que ella aguardara gratuitamente y me confundiera con él. Quizá le hizo esperar ella un poco, la puerta cerrada del cuarto de baño, o acaso no era su intención, sino llorar a escondidas y amortiguadamente sobre la tapa del retrete o sobre el borde del baño con las lentillas quitadas si las llevaba, secándose y ocultándose a sus propios ojos con una toalla hasta lograr calmarse, lavarse la cara, pintarse y estar en condiciones de salir de nuevo disimulando. Yo tenía prisa por poder oír, y para ello necesitaba que Luisa volviera a dormirse, que dejara de ser corpórea y continua para relegarse y hacerse remota, y necesitaba estar quieto para escuchar a través de la pared del espejo o por el balcón abierto, o estereofónicamente a través de ambos. Yo hablo y entiendo y leo cuatro lenguas incluyendo la mía, y por eso, supongo, me he dedicado parcialmente a ser traductor e intérprete en congresos, reuniones y encuentros, sobre todo políticos y a veces del nivel más alto (en dos ocasiones he hecho de intérprete entre jefes de estado; bueno, alguno era sólo presidente de gobierno). Supongo que por eso tengo (como la tiene Luisa, que se dedica a lo mismo, sólo que no compartimos exactamente las mismas lenguas y ella está menos profesionalizada o se dedica menos, y por tanto no la tiene tan acentuada) la tendencia a querer comprenderlo todo, cuanto se dice y llega a mis oídos, tanto en el trabajo como fuera de él, aunque sea a distancia, aunque sea en uno de los innumerables idiomas que desconozco, aunque sea en murmullos indistinguibles o en susurros imperceptibles, aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte. Puedo desconectar, pero sólo en ciertos estados de ánimo irresponsable o bien mediante un gran esfuerzo, y por eso a veces me alegro de que los murmullos sean de veras indistinguibles y los susurros imperceptibles, y de que existan tantas lenguas que me son extrañas y no son deducibles, porque así descanso. Cuando sé y compruebo que no hay manera, que no puedo entender por mucho que lo desee e intente, entonces me siento tranquilo y desentendido y descanso. Nada puedo hacer, nada está en mi mano, soy un inválido, y mis oídos descansan, mi cabeza descansa, mi memoria descansa y también mi lengua, porque en cambio, cuando comprendo, no puedo evitar traducir automática y mentalmente a mi propia lengua, e incluso muchas veces (por suerte no siempre, acaso sin darme cuenta), si lo que me alcanza es en español también lo traduzco con el pensamiento a cualquiera de los otros tres idiomas que hablo y entiendo. A menudo traduzco hasta los gestos, las miradas y los movimientos, es un sucedáneo y una costumbre, y aun los objetos me parece que dicen algo cuando entran en contacto con esos movimientos, miradas y gestos. Cuando nada puedo hacer, escucho sonidos que sé que son articulados y tienen sentido y sin embargo me resultan indescifrables: no logran individualizarse ni formar unidades. Esa es la maldición mayor de un intérprete en su trabajo, cuando por algún motivo (una dicción imposible, un acento extranjero pésimo, una grave distracción propia) no separa ni selecciona y pierde comba, y todo lo que oye le parece idéntico, un amasijo o un flujo que tanto da que se emita como que no se emita, pues lo fundamental es individualizar los vocablos, como a las personas si uno quiere tratarlas. Pero también es su mayor consuelo cuando eso sucede y no está en el trabajo: sólo entonces puede relajarse del todo y no prestar atención ni permanecer alerta, y hallar placer en escuchar voces (el insignificante rumor del habla) que no sólo sabe que no le atañen, sino que además no está capacitado para interpretar, ni para transmitir, ni para memorizar, ni para transcribir, ni para comprender. Ni siquiera para repetirse.