Eso fue hace mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido ni tenía la menor posibilidad de nacer, es más, sólo a partir de entonces tuve posibilidad de nacer. Ahora mismo yo estoy casado y no hace ni un año que regresé de mi viaje de bodas con Luisa, mi mujer, a la que conozco desde hace sólo veintidós meses, un matrimonio rápido, bastante rápido para lo mucho que siempre se dice que hay que pensárselo, incluso en estos tiempos precitados que no tienen nada que ver con aquellos aunque no estén muy lejanos (los separa, por ejemplo, una sola vida incompleta o quizá ya mediada, mi propia vida, o la de Luís en que todo era reflexivo y pausado y todo tenía peso, hasta las tonterías, no digamos las muertes, y las muertes por la propia mano, como esa muerte de quien debió ser mi tía Teresa y a la vez no podría haberlo sido nunca y fue sólo Teresa Aguilera, sobre la que he ido sabiendo poco a poco, nunca a través de su hermana menor, mi madre, que casi siempre callaba durante mi infancia y mi adolescencia y luego murió también y calló para siempre, sino a través de personas más distantes o accidentales, y por fin a través de Ranz, el marido de ambas y también de otra mujer extranjera con la que yo no guardo parentesco.
La verdad es que si en tiempos recientes he querido saber lo que sucedió hace mucho ha sido justamente a causa de mi matrimonio (pero más bien no he querido, y lo he sabido). Desde que lo contraje (y es un verbo en desuso, pero muy gráfico y útil) empecé a tener toda suerte de presentimientos de desastre, de forma parecida a como cuando se contrae una enfermedad, de las que jamás se sabe con certidumbre cuándo uno podrá curarse. La frase hecha cambiar de estado, que normalmente se emplea a la ligera y por ello quiere decir muy poco, es la que me parece más adecuada y precisa en mi caso, y le confiero gravedad, en contra de la costumbre. Del mismo modo que una enfermedad cambia tanto nuestro estado como para obligarnos a veces a interrumpirlo todo y guardar cama durante días incalculables y a ver el mundo ya sólo desde nuestra almohada, mi matrimonio vino a suspender mis hábitos y aun mis convicciones, y, lo que es más decisivo, también mi apreciación del mundo. Quizá porque fue un matrimonio algo tardío, mi edad era de treinta y cuatro años cuando lo contraje. El problema mayor y más común al comienzo de un matrimonio razonablemente convencional es que, pese a lo frágiles que resultan en nuestro tiempo y a las facilidades que tienen los contrayentes para desvincularse, por tradición es inevitable experimentar una desagradable sensación de llegada, por consiguiente de punto final, o, mejor dicho (puesto que los días se siguen sucediendo impasibles y no hay final), de que ha venido el momento de dedicarse a otra cosa. Sé bien que esta sensación es perniciosa y errónea, y que sucumbir a ella o darla por cierta es la causa de que tantos matrimonios prometedores fracasen nada más empezar a existir como tales. Sé bien que lo que debe hacerse es sortear esa sensación inmediata y, lejos de dedicarse a otra cosa, dedicarse a ello precisamente, al matrimonio, como si fuera la construcción y tarea más importantes que ante sí se tienen, aun cuando uno crea que la tarea ya está cumplida y la construcción erigida. Se bien todo eso y sin embargo, cuando me casé, durante el mismo viaje de bodas (fuimos a Miami, a Nueva Orleáns y a México, luego a La Habana), tuve dos sensaciones desagradables, y aún me pregunto si la segunda fue y es sólo una fantasía, inventada o hallada para paliar la primera, o para combatirla. Ese primer malestar es el que ya he mencionado, el que, por lo que uno oye, y por el tipo de bromas que se gastan a los que van a casarse, y por los muchos refranes negativistas que al respecto hay en mi lengua, debe de ser común a todos los desposados (sobre todo a los hombres) en ese inicio de algo que incomprensiblemente se ve y se vive como el fin de ese algo. Ese malestar se resume en una frase muy aterradora, e ignoro qué harán los demás para sobreponerse a ella: "¿Y ahora qué?"
Ese cambio de estado, como la enfermedad, es incalculable y lo interrumpe todo, o al menos no permite que nada siga como hasta entonces: no permite, por ejemplo, que después de ir a cenar o al cine cada uno se vaya a su propia casa y nos separemos, y yo deje con el coche o un taxi en su portal a Luisa y luego, una vez dejada, yo haga un recorrido a solas por las calles semivacías y siempre regadas, pensando en ella seguramente, y en el futuro, a solas hacia mi casa. Una vez casados, a la salida del cine los pasos se encaminan juntos hacia el mismo lugar (resonando a destiempo porque ya son cuatro los pies que caminan), pero no porque yo haya decidido acompañarla o ni siquiera porque tenga la costumbre de hacerlo y me parezca justo y educado hacerlo, sino porque ahora los pies no vacilan sobre el pavimento mojado, ni deliberan, ni cambian de idea, ni pueden arrepentirse ni elegir tampoco: ahora no hay duda de que vamos al mismo sitio, querámoslo o no esta noche, o quizá fue anoche cuando yo no lo quise. Ya en el viaje de bodas, cuando este cambio de estado empezó a operarse (y no es muy exacto decir que empezó, es un cambio violento y que no deja respiro), me di cuenta de que me era muy difícil pensar en ella, y totalmente imposible pensar en el futuro, que es uno de los mayores placeres concebibles para cualquier persona, si no la diaria salvación de todos? pensar vagamente, errar con el pensamiento puesto en lo que ha de venir o puede venir, preguntarse sin demasiada concreción ni interés por lo que será de nosotros mañana mismo o dentro de cinco años, por lo que no prevemos. Ya en el viaje de bodas era como si se hubiera perdido y no hubiera futuro abstracto, que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo. Ese cambio, así pues, oblígala que nada siga como hasta entonces, y más aún si, como suele ocurrir, el cambio se ha visto precedido y anunciado por un esfuerzo común, cuya principal manifestación visible es la artificiosa preparación de una casa común, una casa que no existía para uno ni para otro, sino que debe ser inaugurada por los dos, artificiosamente. En esa misma costumbre o práctica, muy extendida por lo que yo sé, está la prueba de que en realidad, al contraerse, los dos contrayentes están exigiéndose una mutua abolición o aniquilamiento, la abolición de aquel que cada uno era y del que cada uno se enamoró o quizá vio las ventajas, ya que no siempre hay un enamoramiento previo, a veces lo hay posterior y a veces no se da ni después ni antes. No puede darse. El aniquilamiento de cada uno, de aquel que se conoció y al que se trató y se quiso, lleva aparejada la desaparición de sus respectivas casas, o en ella queda simbolizado. De tal manera que dos personas que tenían la costumbre de ser cada una por su cuenta y estar en un lugar cada una, y despertarse a solas y a menudo también acostarse a solas, se encuentran de pronto artificialmente unidas en su sueño y en su despertar, y en sus pasos por las calles semivacías en dirección única o subiendo juntos en el ascensor, no ya uno de visita y el otro como anfitrión, no ya uno para ir a recoger al otro o éste bajando para ir al encuentro de aquél, que la espera en el coche o a bordo de un taxi, sino ambos sin elección, con unas habitaciones y un ascensor y un portal que no pertenecían a ninguno y ahora son de los dos, con una almohada común por la que se verán obligados a pelear en sueños y desde la cual, al igual que el enfermo, acabarán viendo también el mundo.
Como he dicho, este primer malestar me vino ya en la primera etapa del viaje de bodas, en Miami, ciudad asquerosa pero con muy buenas playas para recién casados, y se acentuó en Nueva Orleáns y en México y aún más en La Habana, y desde hace casi un año, desde que regresamos de ese viaje e inauguramos nuestra casa tan artificiosamente, ha seguido aumentando o se ha instalado en mí, tal vez en nosotros. Pero el segundo malestar apareció con fuerza hacia el final del viaje, esto es, sólo en La Habana, de donde yo procedo en cierto sentido, o más precisamente en una cuarta parte, pues allí nació y de allí vino a Madrid mi abuela materna cuando era niña, la madre de Teresa y Juana Aguilera. Fue en el hotel en el que durante tres noches nos alojamos (tampoco teníamos tanto dinero, las estancias en cada ciudad fueron cortas), una tarde en la que Luisa se sintió mal mientras paseábamos, tan mal de pronto que interrumpimos nuestra caminata y volvimos a la habitación en seguida, para que ella se echara. Tenía escalofríos y un poco de náusea. No podía mantenerse en pie, literalmente. Sin duda le sentó mal algo que había comido, pero entonces no lo sabíamos con la suficiente certeza, y al instante pensé si no habría contraído en México alguna de esas enfermedades que allí atacan tan fácilmente a los europeos, algo grave como la ameba. Los presentimientos de desastre que tácitamente me acompañaron desde la ceremonia de bodas iban adquiriendo diferentes formas, y una de ellas fue esta (la menos muda, o no fue tácita), la amenaza de la enfermedad o la repentina muerte de quien iba a compartir conmigo la vida y el futuro concreto y el futuro abstracto, aunque yo tuviera la impresión de que este último se había acabado y mi vida estuviera ya mediada; quizá la de los dos, unidos. No quisimos llamar en seguida a un médico, por ver si se le pasaba, y la metí en la cama (nuestra cama de hotel y de matrimonio), y dejé que se durmiera, como si eso pudiera curarla.