Berta se tapó la cara con el libro abierto sin darse cuenta: al contacto de las páginas sobre su rostro lo dejó caer y entonces se cubrió con las manos, como había sido su intención. No lloraba, sólo se ocultaba un poco, un instante. Yo dejé de mirar Family Feud y me levanté y me acerque a ella. Recogí el libro del suelo y le puse la mano en el hombro. Ella me la cogió y me la acarició (pero fue un segundo), para apartármela luego muy lentamente, o rechazármela con suavidad. No hubo cara en el vídeo de 'Nick' o 'Jack' que a la tercera oportunidad quiso llamarse 'Bill', 'puede que sea mi nombre definitivo, puede que no', decía aún en inglés en la tarjeta que acompañaba la grabación, y la i era idéntica a la i de 'Nick'.

Quizá había llegado el día que no podía llegar a casa y no llegó, pero Berta lo recogió dos después, cuando fue a mirar en el apartado de correos de la oficina más cercana, allí donde recibía su correspondencia más personal, o quizá impersonal. Tenía todavía la gabardina puesta cuando yo entré aquella tarde en el piso, se me había adelantado en pocos minutos, seguramente yo habría llegado antes si ella no hubiera pasado por correos ni se hubiera entretenido o puesto nerviosa con la llave que abría el buzón plateado. Tenía el paquete en la mano (el paquete con forma de cinta de vídeo), lo alzó y lo agitó con una sonrisa, para enseñármelo, para comunicármelo. Estaba inmóvil, luego no cojeaba.

— ¿Lo vemos juntos esta noche después de cenar? —me preguntó confiada. —Esta noche ceno fuera. No sé a qué hora regresaré.

—Bueno, si puedo aguantar espero hasta que vuelvas. Si no, te lo dejo encima de la televisión y lo ves tú luego antes de acostarte, para comentar mañana.

—¿Por qué no lo vemos ahora?

—No, no estoy aún preparada. Quiero dejas pasar unas horas, saber que lo tengo y no mirarlo todavía. Intentaré esperarte lo más que pueda. Estuve a punto de cancelar mi cita. Berta prefería ver el vídeo conmigo, para estar protegida mientras lo viera o para darle la importancia visual que verbalmente le venía dando desde hacía días. Aquello era un acontecimiento, quizá solemne, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos. Pero mi cita era un compromiso de semitrabajo, un alto funcionario español amigo de mi padre y de visita en la ciudad, con un inglés aceptable pero inseguro, me había pedido si podía acompañarles a su mujer y a él (ella más joven) a una cena con otro matrimonio, un senador norteamericano y su esposa norteamericana (ella más joven), para entretener a las señoras mientras los hombres hablaban de negocios sucios y echarle a él una mano con el inglés, si, como era probable, le hacía falta.

Las señoras resultaron ser no sólo más jóvenes, sino unas frívolas alocadas que después de la cena se empeñaron en ir a bailar y lo consiguieron: bailaron conmigo y con otros sujetos durante horas (nunca con sus maridos, enfrascados en lo sucio) y se apretaban mucho, sobre todo la española, cuyos pechos contra mi pecho me parecieron siliconados, como madera tal vez mojada, no osé hacer pruebas digitales. Tenían dinero y mundo aquellas dos parejas, hacían negocios, se inyectaban plásticos, hablaban de Cuba con conocimiento de causa, iban a sitios donde se baila agarrado.

Llegué a casa pasadas las dos, por suerte era sábado al día siguiente (bueno, porque era viernes había accedido a aquella velada). Estaba encendida la lámpara a cuya luz había leído y leía Berta, la que solía dejar cuando se acostaba y yo no había llegado, o dejaba yo cuando era a la inversa. No tenía sueño, aún llevaba en mis oídos la música a cuyo son había bailado con las dos frívolas y el sonido de las voces viriles que preparaban planes para la nueva Cuba (yo había traducido numerosas veces, las dificultades del funcionario). Miré el reloj sabiendo la hora y me acordé entonces del anuncio de Berta, 'Intentaré esperarte lo más que pueda'. No había podido esperarme hasta el fin del baile. Encima de la televisión, como había dicho, estaba una cinta de vídeo con una tarjeta, la tarjeta de 'Bill' ('puede que sea mi nombre definitivo') de la que ya he hablado. La cinta era breve como suelen serlo las personales, estaba en su final, no había sido rebobinada. La introduje para hacerla volver atrás, aún tenía yo mi gabardina puesta. Me senté sobre ella, arrugándola, los faldones, no debe hacerse eso nunca, luego va uno durante semanas con aspecto de indocumentado. Le di al vídeo y empecé a mirar, sentado sobre mi gabardina. Durante los tres o cuatro minutos grabados el plano no cambió, fue siempre el mismo, la cámara quieta, y lo que en él se veía era un torso sin rostro, el encuadre cortaba la cabeza del hombre por la parte de arriba (llegaba a vérsele el cuello, la nuez picuda)y por abajo no alcanzaba más que hasta la cintura, la figura erguida.

El hombre estaba en albornoz, un albornoz azul pálido recién estrenado o lavado, quizá uno de esos que prestan a sus clientes los hoteles caros. O quizá no, ya que a la altura del pecho, a la izquierda, se leían dos discretas iniciales, "PH", a lo mejor se llamaba Pedro Hernández. También se le veían los antebrazos, los tenía cruzados ocultando las manos, las mangas del albornoz no eran muy largas, un modelo kimono que dejaba al descubierto los brazos velludos y fuertes y quizá largos, cruzados e inmóviles, secos, no mojados, no estaba recién salido de la ducha o el baño, el albornoz era tal vez sólo una forma de no llevar ropas reconocibles ni significativas de nada, un anonimato indumentario: lo único que se le veía propio era un reloj negro y de gran tamaño en la muñeca derecha (las manos metidas bajo los brazos), acaso un zurdo o meramente un caprichoso.

Hablaba en inglés, otra vez, pero su acento lo delataba como español mucho más todavía que su escritura. Aquel hombre no podía creer que podía pasar por americano ante una española residente en Nueva York y que trabajaba de intérprete (pero esto él no lo sabía) hablando de aquella manera; y sin embargo lo hacía, la lengua como disfraz, como pista falsa, las voces cambian ligeramente cuando hablan una lengua que no es la propia, lo sé muy bien, aunque la hablen imperfectamente y sin esforzarse (el hombre no hablaba mal, solo tenía acento).

El cuello del albornoz dejaba ver un triángulo de su pecho, también muy velludo y con algunas canas, pocas, el vello era oscuro predominantemente. Con aquel albornoz y con tanto pelo me recordó a Sean Connery, el gran actor, un héroe de mi niñez: cuando hacía de agente con licencia para matar, frecuentemente estaba en toalla o en batín o en kimono, si no recuerdo mal.

Al instante le puse al hombre sin rostro la cara de Connery, es difícil oír hablar a alguien en televisión sin imaginar sus rasgos. En un momento de la grabación entró en cuadro su barbilla porque la bajó, muy pocos segundos, parecía partida sin llegar a estarlo, una sombra de hoyuelo, una muesca, la hendidura en el hueso pero no en la piel, que sin embargo la transparentaba (no recuerdo si el actor Sean Connery tiene el mentón partido). Durante más de un minuto se vio la imagen casi inmóvil del torso con los brazos cruzados (pero respiraba) y no se oyó nada, como si el hombre hubiera puesto en marcha la cámara antes de estar preparado para decir sus palabras, o quizá estuviera meditándolas, o memorizándolas. En realidad se oía muy al fondo una música, como si a lo lejos hubiera una radio o televisión encendidas. Estaba ya a punto de hacer avanzar la cinta aceleradamente para ver si aquello cambiaba y había o no algún mensaje cuando por fin 'Bill' arrancó a hablar. Su voz era vibrada. Tendía al susurro pero era un poco aguda, casi chillona, no parecía muy adecuada para un hombre velludo ni desde luego para Sean Connery. Su nuez se movía. Hacía pausas extrañas al habla, como si antes de enfrentarse al vídeo hubiera redactado su texto con frases sencillas y cortas y lo estuviera recitando. A veces las repetía, era difícil saber si como recurso estilístico o involuntariamente, para corregir su pronunciación. El efecto era sombrío. Las frases no sólo eran cortas, sino que sonaban cortantes. Su voz era como una sierra. Su voz era como la de La Habana a través del balcón y el muro, como la de Guillermo, cuya traducción es William, cuyo diminutivo es Bill y no Nick o Jack. 'He recibido tu vídeo, gracias', decía esa voz en su inglés inteligible pero españolizado al que él habría traducido y del que traduzco yo ahora, pasado el tiempo. 'La verdad es que promete mucho. Eres muy atractiva. Pero eso es lo malo. Que sólo promete. No es bastante. No es bastante. Por eso yo te mando también algo parcial. Incompleto. Para ti ver mi cara sería como para mí ver tu cuerpo. Tu cuerpo. A las mujeres os importa la cara. Los ojos. Eso decís. A los hombres la cara con cuerpo. O el cuerpo con cara. Eso es así. Ya te dije que trabajo en una arena muy visible.' ('A very visible arena', decía otra vez, y la última palabra la pronunciaba a la española, no podía evitarlo por el español origen de la palabra. Me eché hacia atrás. Se me arrugó más la gabardina.) 'Muy visible. No puedo darme a conocer a nadie desconocido así como así. Si no estoy convencido de que vale la pena. Para saberlo tengo que verte entera. Entera. Tengo que verte desnuda. Con el mayor detalle posible. Dices que sufriste un accidente. Dices que cojeas un poco. Un poco. Pero no me dejas ver cuán poco es ese poco. Quisiera ver esa pierna herida. Cómo ha quedado. Ver tus tetas. Tu coño. Si es posible bien abierto. Ver tus tetas. Tu coño. Deben de ser preciosos. Sólo después de verlos podríamos hacer una cita. Eso es así. Si tus tetas y tu coño y tu pierna me convencen de que vale la pena correr el riesgo. Si aún te sigue interesando. Quizá ya no quieras seguir con esto. Pensarás que soy muy directo. Brutal. Cruel. No soy cruel. No puedo perder mucho tiempo. No puedo perder mucho tiempo. No puedo correr riesgos inútiles. Me gustas. Eres muy guapa. Te lo digo de verdad. Eres muy guapa. Me gustas mucho. Pero con lo que me has mandado sé tan poco de ti como tú ahora de mí. He visto muy poco de ti. No soy cruel. Quiero ver más. Mándame eso. Mándamelo. Entonces me dejaré ver. Si vale la pena. Creo que la valdrá. Sigo queriendo follarte. Ahora más. Ahora más. Eso es así'. La grabación continuaba durante unos segundos, ya sin voz, el mismo plano de siempre, el triángulo velludo y los brazos cruzados, el reloj negro en la muñeca derecha, la nuez quieta que se había movido al hablar, las manos ocultas, no pude ver si llevaba alianza en el anular, como llevaba Guillermo, se la había visto desde mi balcón. Luego el torso se levantó y salió de campo por su izquierda (siempre el largo albornoz), y durante unos segundos más pude ver lo que hasta entonces había tapado, una almohada, una cama grande o de matrimonio deshecha, a cuyos pies él se había sentado para la filmación. Inmediatamente después la pantalla quedó rayada y el indicador cronométrico se paró, era una cinta virgen, una de esas de quince o veinte minutos que van sustituyendo a las cartas o quizá a las fotos, puesto que las cartas ya fueron sustituidas con anterioridad. Al apagar la pantalla y perder su luz, mucho más fuerte que la de la lámpara de leer, vi a Berta a mis espaldas, reflejada en el cristal ahora oscuro, y me volví. Estaba de pie en bata, con cara de sueño o más bien de insomnio, cuántas veces habría visto y oído el vídeo antes de mi llegada, y ahora había salido de su dormitorio para verlo de nuevo, en mi compañía o mientras yo lo veía por primera vez. Tenía las manos en los bolsillos de la bata, estaba descalza, con el pelo alborotado por las vueltas que habría dado sobre la almohada, estaba guapa, sin maquillar. Cojearía si andaba, estaba descalza. No se movió. Se me había ido de la cabeza la música de mis bailes, pero no la Cuba de la conversación. Sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos como había hecho 'Bill' para dirigirse a ella y no dejarse ver; apoyó la espalda contra la pared y me dijo: —Así que ya ves.