Apagué el sonido de nuevo, como me había pedido Luisa. No tenía sueño, pero cuando dos duermen juntos tiene que haber un mínimo acuerdo respecto a los horarios de acostarse y levantarse, de comer y cenar, el desayuno es otra cosa, pensé que no había comprado leche, Luisa se irritaría por la mañana, yo había quedado en ocuparme. Aunque tiene buen carácter. —Se me ha olvidado comprar la leche —le dije. —Bueno, ya bajaré yo un momento —contestó ella. Apagué la televisión y la habitación quedó a oscuras, mi luz no había sido encendida porque no llegué a leer. Durante unos segundos no vi nada, luego mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, no mucho nunca, a Luisa le gusta dormir con la persiana bajada, a mí no. Me di la vuelta y le di la espalda, no nos habíamos dado las buenas noches, pero quizá no haría falta que nos las diéramos siempre, cada noche a lo largo de futuros años. Pero aquella noche tal vez sí, todavía. —Buenas noches —le dije. —Buenas noches —respondió ella.

Al dárnoslas no nos habíamos llamado nada, ninguno de los apelativos habituales, las parejas no son capaces de no tenerlos, varios, o al menos uno para creer que son otros o no siempre los mismos y evitar llamarse por sus verdaderos nombres, que guardan para cuando se insultan o están enfadados o bien tienen que darse una mala noticia, por ejemplo que alguien va a ser dejado. Mi padre habría recibido apelativos de tres mujeres al menos, todo le habría sonado igual, parecido, una repetición, se habría confundido, o tal vez no, con cada mujer habría sido distinto, cuando les hubiera dado una mala noticia las habría llamado Juana, y Teresa, y otro nombre que yo desconozco pero él no habrá olvidado. Con mi madre había dispuesto de largos años, con mi tía Teresa casi no había tenido tiempo, quizá tan poco como el que Luisa y yo llevábamos casados, para ellos no había habido futuros años, ni siquiera meses, se había matado según Custardoy. Y la tercera que fue la primera, cuánto habría durado, qué se habrían llamado al despedirse y darse la espalda o sólo ella a él o sólo él a ella y abrazarse cada uno por separado a la compartida almohada (y esto es un decir, porque siempre hay dos almohadas).

—Yo no querré saberlo si piensas matarme un día —le dije a oscuras a Luisa. Quizá sonó en serio, porque entonces ella se volvió y noté de inmediato su roce que había perdido desde hacía rato, su pecho conocido contra mi espalda, y al instante me sentí respaldado. Me di la vuelta, y entonces noté sus manos sobre mis sienes, que me acariciaban o me reñían, y noté sus besos en nariz, ojos y boca, en mentón, frente y mejillas (es todo el rostro). Mi rostro se dejó besar cuanto en el rostro es besarle, porque en ese momento, tras aquella frase —tras darle la cara—, ya era yo quien la protegía a ella, y la respaldaba.

No mucho después, como he dicho, pasado el viaje de novios y también el verano, hube de empezar a ausentarme por mi trabajo de traductor e intérprete (ahora más bien intérprete) en los organismos internacionales. El acuerdo con Luisa era que ella trabajara menos durante un tiempo y se dedicara a montar nuestra casa común y nueva (artificiosamente), hasta que pudiéramos hacer coincidir al máximo nuestras presencias y ausencias o bien, incluso, cambiáramos de empleo. En otoño, a mediados de septiembre, da comienzo en Nueva York el periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se prolonga durante tres meses, y allí hube de irme, como otros años en los que aún no conocía a Luisa, en mi calidad de temporero (se necesitan unos cuantos durante la Asamblea), ocho semanas interpretando para luego volver a Madrid y no moverme ni interpretar al menos durante otras ocho.

Uno no se divierte en esas ciudades, ni siquiera en Nueva York, porque uno está allí trabajando de mala manera durante cinco días a la semana, y los dos restantes resultan tan falsos (como un inciso) y uno está tan exhausto que sólo puede dedicarse a recobrar fuerzas para la siguiente semana, pasear un poco, mirar de lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros, ir de tiendas (por suerte está abierto casi todo en domingo), leer el New York Times gigantesco durante todo el día, beber zumos energéticos o de tuttifrutti y ver la televisión de noventa canales (es fácil que en alguno de ellos aparezca Jerry Lewis). Uno quiere descansar el oído y la lengua, pero es imposible, acaba siempre escuchando y hablando, aunque esté solo. No es mi caso. La mayoría de los llamados temporeros alquila un escuálido apartamento durante su estancia, siempre más barato que un hotel, un apartamento amueblado de cocina empotrada, y todos dudan si cocinar allí y soportar el olor de lo que van a comer o han comido o bien almorzar y cenar siempre fuera, lo cual resulta fatigoso y muy caro en una ciudad en la que nada cuesta lo que se dice que cuesta, sino un quince por ciento más en concepto de obligada propina en los restaurantes y luego un ocho por ciento suplementario para todas las cosas en concepto de impuesto local neoyorquino (un abuso, en Boston es sólo el cinco). Yo tengo la suerte de tener en esa ciudad una amiga española que con gran amabilidad me aloja durante mis ocho semanas asamblearias. Vive allí permanentemente, es una colega que trabaja como intérprete fija para las Naciones Unidas, lleva en Nueva York doce años, tiene una casa agradable y no escuálida, en la que puede cocinarse de vez en cuando sin que el olor a comida invada el salón y los dormitorios (en los apartamentos raquíticos, como es sabido, todo es uno). La conozco desde hace aún más años de los que lleva fuera de España, la conozco de la Universidad, ambos éramos estudiantes aunque ella cuatro años mayor que yo, lo cual significa que ahora tiene treinta y nueve y que tenía uno menos cuando yo estuve allí después de mi matrimonio, en esa ocasión de la que estoy hablando o de la que me dispongo a hablar. Entonces, cuando éramos estudiantes, esto es, en Madrid y hace ya quince años, nos acostamos dos veces aisladas, o quizá fueron tres o puede que cuatro (no más), seguramente ninguno de los dos nos acordamos bien de esas veces, pero sin embargo sabemos de ellas, y el conocimiento de ese dato, mucho más el conocimiento que el hecho mismo, nos hace tratarnos con delicadeza en nuestro caso y a la vez con gran confianza, quiero decir que nos lo contamos todo y nos decimos palabras de consuelo o distracción o ánimo cuando advertimos que esas palabras nos son necesarias al uno o al otro. También nos echamos de menos (vagamente de menos) cuando no estamos juntos, una de esas personas (en la vida de cada cual hay cuatro o cinco, y de ellas se sufre en verdad la pérdida) a las que uno está acostumbrado a informar de lo que le ocurre, es decir, en las que uno piensa cuando le sucede algo, divertido o dramático, y para las que uno acumula hechos y anécdotas. De buena gana se aceptan reveses porque van a relatarse a esas cinco personas. 'Esto tengo que contárselo a Berta', piensa uno (pienso yo muchas veces).

Berta tuvo un accidente de carretera hace seis años. Una pierna le quedó destrozada, con múltiples fracturas abiertas, padeció una osteomielitis, se pensó en amputarla, se la salvo por fin pero perdió parte del fémur, que hubo que acortarle, por lo que desde entonces cojea un poco. No tanto como para no llevar zapatos de tacón (y los lleva con garbo), pero el tacón de uno ha de ser siempre un poco más largo y grueso que el del otro zapato, se los hacen especiales. En esos desiguales tacones no se fija uno si no está advertido, pero si se fija en que cojea un poco, sobre todo cuando está agotada o encasa, donde no hace esfuerzos para ennoblecer los andares: se abandona al cerrar tras de sí la puerta y guardar en el bolso la llave, ya no disimula, se le duplica la cojera. También le quedó una cicatriz en la cara, es algo leve, tan leve que no ha querido corregírsela mediante cirugía, es como una media luna en la mejilla derecha que a veces, cuando ha dormido mal o ha tenido un disgusto o está muy cansada, se le oscurece y se le hace más visible. Entonces, durante unos instantes, creo que tiene una mancha, que se ha tiznado, y se lo digo. Es la cicatriz', me recuerda, que se ha puesto azul o morada. Estuvo casada cuando era más joven, en parte fue por eso por lo que se marchó a América y buscó allí empleo. Se divorció a los tres años, se volvió a casar dos después y uno más tarde se divorció de nuevo. Desde entonces nada le ha durado mucho. Desde hace seis, tras el accidente, se ha sentido vieja injustificadamente y descree de sus posibilidades para conquistar a nadie (duraderamente, se entiende). Es una mujer guapa, con unos rasgos que no fueron nunca muy juveniles y que por tanto no la han hecho cambiar apenas desde los tiempos de la Universidad. Tendrá en la vejez un aspecto agradable, sin esas transformaciones que hacen irreconocibles algunos rostros de nuestro pasado, o nuestro rostro, que nunca miramos adecuadamente. Pero por injustificado que a mi parecer sea su sentimiento, lo cierto es que lo tiene y aunque aún no ha claudicado ni se ha dado de baja, su relación con los hombres ha estado viciada en los últimos tiempos por ese sentimiento obsesionante e involuntario, una relación angustiada, todavía no indiferente, como probablemente lo será dentro de ya no mucho. En estos años, cada vez que he pasado mi temporada de temporero en la ciudad en que vive, han entrado y salido del piso numerosos individuos (la mayoría norteamericanos, algunos españoles, hasta algún argentino; la mayoría llegaban acompañándola, otros llamaban y la citaban fuera, pocos venían a recogerla, alguno hasta tenía llave) que no han mostrado el menor interés en conocerme y que por tanto no debían de tener el menor interés en ella (interés a largo plazo, quiero decir, uno desea conocer e incluso ser grato a los amigos de quien puede estar con nosotros durante algún tiempo). Cada uno de esos individuos la ha decepcionado o la ha abandonado, en muchas ocasiones tras una sola noche compartida. En cada uno de esos individuos ella ha puesto ilusión, en nadie ha dejado de ver un proyecto, incluso la primera noche que tantas veces prometía ser la última, y lo cumplía. Cada vez le es más difícil retener a nadie y cada vez lo intenta con mayor ahínco (aún no le ha llegado, digo, la hora de la indiferencia, tampoco la del cinismo).