Recordé o creí recordar que acto seguido mi abuela se llevó la mano a la boca, mi abuela se tapó la boca un instante como para impedir que salieran de ella las palabras que ya habían salido y yo había oído y a las que no hice entonces el menor caso, o quizá se lo hice tan sólo —como se demuestra ahora— porque se tapó la boca para suprimirlas. Mi padre no contestó, y es hora cuando ese gesto de hace veinticinco o más años cobra sentido, o mejor dicho, fue hace cerca de un año cuando lo cobró mientras yo estaba sentado frente a Custardoy y pensaba en que había dicho: 'Tres veces es mucho azar', y había rectificado, y luego recordé que mi abuela había dicho a su vez: 'Ya llevas dos perdidas, hijo', y se había arrepentido. Había llamado 'hijo' a Ranz, su yerno dos veces o su doble yerno. No le insistí a Custardoy, no quise saber más en aquel momento, y además él ya había pasado a otra cosa.

—¿Te apetecen esas dos? —me dijo de pronto. Se había girado casi completamente y miraba sin trabas ni disimulo a las treintañeras, quienes a su vez acusaban la mirada directa y sin pestañas y separada y de repente hablaban más bajo, o momentáneamente no hablaron, al sentirse observadas y consideradas, o quizá admiradas sexualmente. Su última frase antes de la interrupción o el amortiguamiento, pronunciada por la que estaba de espaldas, había llegado casi al tiempo que la pregunta de Custardoy, quizá la habían oído pese a la yuxtaposición, Custardoy me había preguntado seguramente para que ellas le oyeran, para que supieran, para que estuvieran al tanto de su inminencia. 'Estoy ya más aburrida de los tíos', había dicho la de los muslos blancos. '¿Te apetecen esas dos?', había dicho Custardoy (lograr ser percibido es fácil, basta sólo levantar la voz). Entonces habían contenido la respiración y nos habían mirado, la pausa necesaria para enterarse de quién nos está deseando. Acuérdate de que me he casado. Para ti las dos. Custardoy bebió un trago más de cerveza y se levantó con el tabaco y el mechero en la mano (ya nada de espuma).

Sus pocos pasos hacia la barra sonaron metálicos, como si llevara en las suelas unas placas o láminas de bailarín de claqué, o acaso eran alzas, de pronto me pareció más alto, al alejarse.

Las dos mujeres ya reían con él cuando yo saqué mi dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé en la mesa y salí para volver a casa con Luisa. Salí sin despedirme de Custardoy (o lo hice con un gesto de la mano a distancia) ni de las treintañeras que se convertirían en sus desconocidas y espantadas íntimas al cabo de un rato de cerveza y chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y risas, y rayas, y la lengua al oído, y también de palabras que yo no escucharía, el incomprensible susurro que nos persuade. La boca está siempre llena y es la abundancia.

Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados, con la televisión delante y en las manos un libro que no leía, le conté a Luisa lo que Custardoy el joven me había contado y lo que yo no había querido que me contara. La verdadera unidad de los matrimonios y aun de las parejas la traen las palabras, más que las palabras dichas —dichas voluntariamente—, las palabras que no se callan —que no se callan sin que nuestra voluntad intervenga—. No es tanto que entre dos personas que comparten la almohada no haya secretos porque así lo deciden —qué es lo bastante grave para constituir un secreto y qué no, si se lo silencia— cuanto que no es posible dejar de contar, y de relatar, y de comentar y enunciar, como si esa fuera la actividad primordial de los emparejados, al menos de los que son recientes y aún no sienten la pereza del habla. No es sólo que con la cabeza sobre una almohada se recuerde el pasado e incluso la infancia y vengan a la memoria y también a la lengua las cosas remotas y las más insignificantes y todas cobren valor y parezcan dignas de rememorarse en voz alta, ni que estemos dispuestos a contar nuestra vida entera a quien también apoya su cabeza sobre nuestra almohada como si necesitáramos que esa persona pudiera vernos desde el principio -sobre todo desde el principio, es decir, de niños- y pudiera asistir a través de la narración a todos los años en que no nos conocíamos y en que creemos ahora que nos esperábamos. No es sólo, tampoco, un afán comparativo o de paralelismo o de búsqueda de coincidencias, el de saber cada uno dónde estaba el otro en las diferentes épocas de sus existencias y fantasear con la posibilidad improbable de haberse conocido antes, a los amantes su encuentro les parece siempre demasiado tarde, como si el tiempo de su pasión nunca fuera el más adecuado o nunca lo bastante largo retrospectivamente (el presente es desconfiado), o quizá es que no se soporta que no haya habido pasión entre ellos, ni siquiera intuida, mientras los dos estaban ya en el mundo, incorporados a su paso más raudo y sin embargo con la espalda vuelta hacia el uno el otro, sin conocerse ni tal vez quererlo. No es tampoco que se establezca un sistema de interrogatorio diario al que por cansancio o rutina ningún cónyuge escapa y acaban todos contestando. Es más bien que estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa. O acaso es que hay tanto tiempo pasado en compañía mutua (por poco que sea en los matrimonios modernos, siempre tanto tiempo) que los dos cónyuges (pero sobre todo el varón, que se siente culpable cuando permanece en silencio) han de echar mano de cuanto piensan y se les ocurre y les acontece para distraer al otro, y así acaba por no quedar apenas resquicio de los hechos y los pensamientos de un individuo que no sea transmitido, o bien traducido matrimonialmente. También son transmitidos los hechos y los pensamientos de los demás, que nos los han confiado privadamente, y de ahí la frase tan corriente que dice: 'En la cama se cuenta todo', no hay secretos entre quienes la comparten, la cama es un confesionario. Por amor o por lo que es su esencia —contar, informar, anunciar, comentar, opinar, distraer, escuchar y reír, y proyectar en vano— se traiciona a los demás, a los amigos, a los padres, a los hermanos, a los consanguíneos y a los no consanguíneos, a los antiguos amores y a las convicciones, a las antiguas amantes, al propio pasado y a la propia infancia, a la propia lengua que deja de hablarse y sin duda a la propia patria, a lo que en toda persona hay de secreto, o quizá es de pasado.

Para halagar a quien se ama se denigra el resto de lo existente, se niega y execra todo para contentar y reasegurar a uno solo que puede marcharse, la fuerza del territorio que delimita la almohada es tanta que excluye de su seno cuanto no está en ella, y es un territorio que por su propia naturaleza no permite que nada esté en ella excepto los cónyuges, o los amantes, que en cierto sentido se quedan solos y por eso se hablan y nada callan, involuntariamente. La almohada es redondeada y blanda y a menudo blanca, y al cabo del tiempo lo redondeado y blanco acaba sustituyendo al mundo, y a su débil rueda.

A Luisa le hablé en la cama de mi conversación y de mis sospechas, de la revelada muerte violenta (según Custardoy) de mi tía Teresa y de la posibilidad de que mi padre hubiera estado casado otra vez, una tercera vez que habría sido la primera de todas, antes de su unión con las niñas y de la que yo no sabría nada, de haberse dado. Luisa no comprendió que no hubiera querido seguir preguntando, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla, su mente es indagatoria y chismosa aunque también inconstante, no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra, necesitan probar, no prevén, quizá ellas sí están dispuestas a saber casi siempre, en principio no temen ni desconfían de lo que pueda contárseles, no se acuerdan de que después de saber todo cambia a veces, incluso la carne o la piel que se abre, o algo se rasga. — ¿Por qué no le preguntaste más? —me preguntó.