—Quédate un poco más —me dijo—. Todavía no me has contado nada de tu mujer tan guapa.

—A ti todas te parecen guapas. No tengo mucho que contar.

Custardoy encendía y apagaba un mechero. Sonreía con su dentadura larga y

miraba la llama aparecer y desaparecer.

De momento no me miraba a mí, o sólo de refilón con uno de sus separados ojos que se desviaban para controlar el local.

—Algo tendrá, digo yo, para que te hayas casado al cabo de tantos años, no eres ningún niño. Te tendrá que enloquecer. La gente sólo se casa cuando no tiene más remedio, por pánico o porque anda desesperada o para no perder a alguien a quien no soporta perder. Siempre hay mucha chaladura en lo que parece más convencional. Vamos, cuéntame cuál es la tuya. Cuéntame qué te hace la niña.

Custardoy era vulgar y un poco infantil, como si su interminable espera de la edad viril durante su niñez le hubiera dejado algo de esa niñez asociada para siempre a su edad viril.

Hablaba con demasiada desenvoltura, aunque conmigo se dominaba un poco, quiero decir que rebajaba la frecuencia y el tono de sus descuidados o brutales vocablos, conmigo a solas, quiero decir. A otro amigo le habría pedido sin más que le describiera el chumino de su mujer o incluso el parras y le contara qué tal quilaba, palabras difíciles de traducir que por suerte no se pronuncian nunca en los organismos internacionales; yo merecía algún circunloquio. —Tendrías que pagarme —le dije yo para convertir su comentario en una broma. —Venga, te pago, ¿cuánto quieres? A ver, otro whisky para empezar. —No quiero otro whisky, ni siquiera este. Déjame en paz. Custardoy se había echado la mano al bolsillo, uno de esos hombres que llevan los billetes sueltos en el bolsillo del pantalón, también yo, a decir verdad.

—¿No quieres hablar de eso? Muy respetable, no quieres hablar de eso. A tu salud y a la de tu niña. —Y bebió un trago corto de su cerveza. Oteó alrededor mientras se secaba los labios con los propios labios, había dos mujeres de unos treinta años hablando en la barra, una de ellas, la que estaba de frente (pero quizá las dos), enseñaba los muslos queriendo o sin querer. Eran muslos demasiado bronceados para la primavera, falsamente mulatos, bronceado de piscina y cremas el mejor de los casos. Custardoy fijó ahora en mí sus ojos desprovistos de ornamentación, o de protección. Añadió—: En todo caso espero que te vaya mejor que a tu padre, y no quiero ser cenizo, toco madera. Vaya carrera la suya, ni Barbazul, menos mal que no ha seguido, está ya un poco mayor el hombre.

—Tampoco es para tanto —dije yo. Había pensado de inmediato en mi tía Teresa y en mi madre Juana, ambas muertas, Custardoy estaba refiriéndose a ellas, uniéndolas en su muerte con exageración o con mala fe. 'Ni Barbazul', había dicho. 'Cenizo', había dicho. Ni Barbazul. Nadie se acuerda de Barbazul.

—¿Ah, no? —dijo—. Bueno, la cosa medio se paró con tu madre, si se descuida no existes tú. Pero mira, también a ella la ha sobrevivido, no hay quien pueda con él. Que en paz descanse, ¿eh? —añadió con respeto burlesco. Hablaba de Ranz con estima, tal vez con admiración.

Miré hacia las mujeres, que no nos hacían ningún caso, estaban enfrascadas en su charla (sin duda relación de episodios), de la que de vez en cuando llegaba una frase suelta pronunciada en más alta voz ('Pero eso es superfuerte', oí que decía con sincero asombro la que nos daba la espalda, la otra enseñaba sus muslos con desenfado y desde otro ángulo se le podría ver el pico de las bragas, supuse, sus superfuertes muslos morenos me hicieron pensar en Miriam, la mujer de La Habana de unos días atrás. Es decir, recordar su imagen y pensar que en otro momento debía pensar en ella. Sólo unos días atrás, quizá Guillermo, como nosotros, había regresado ya también).

—Eso es un azar, nadie sabe el orden de la muerte, podía haber sido él, como también nos puede enterrar a nosotros. Mi madre vivió bastantes años. Custardoy hijo encendió por fin un cigarrillo y dejó el mechero sobre la mesa, renunció a la llama y aspiró de la brasa. De vez en cuando se volvía un poco para mirar a las treintañeras sentadas ante la barra y echaba el humo en su dirección, yo esperaba que no se le ocurriera levantarse y dirigirles la palabra, era algo que hacía a menudo y con gran soltura en ocasiones sin que mediara una sola mirada previa, una sola correspondida o cruzada con la mujer a la que de pronto hablaba. Era como si supiera desde el primer momento quien quería ser abordado y con qué propósito, en un local o en una fiesta o incluso en la calle, o quizá era él quien hacía surgir la disposición y el propósito. Me pregunté a quién habría abordado en mi fiesta del Casino, apenas lo vi. Me volvió a mirar a mí de frente con sus ojos desagradables a los que sin embarco estaba tan acostumbrado.

—Como tú quieras, un azar. Pero tres veces es mucho azar.

—¿Tres veces?

Esa fue la primera vez en mi vida que oí aludir a la mujer extranjera con la que yo no guardo parentesco y de la que ahora sé algo pero no lo bastante, nunca sabré demasiado, hay personas que han estado en el mundo durante muchos años y de las que nadie recuerda nada, como si a la postre no hubieran estado, y esa primera vez ni siquiera sabía que se aludía a ella o a quién se aludía, aún no sabía de su existencia ('tres veces es mucho azar'). Al principio quise creer que era un error o un lapsus, y Custardoy, al principio, lo hizo pasar por tal, quizá había previsto hablarme sólo de mi tía Teresa o quizá no había previsto nada, contarme lo que en aquellos días de presentimientos desastrosos y primeros pasos matrimoniales yo habría preferido seguir sin saber, aunque es difícil saber si uno quería saber o seguir ignorando algo una vez que ya lo sabe. —Quiero decir dos —dijo Custardoy con prisa, quizá era todo impremeditado y sin mala intención, si bien era improbable que no hubiera alguna, regular o buena, Custardoy no es hombre meditativo pero sí intencionado. Sonrió asimismo con prisa (sus largos dientes conferían a su rostro agudo cordialidad o casi) al tiempo que lanzaba más humo hacia las mujeres: la que estaba de espaldas, sin darse cuenta de su procedencia, lo apartó de sí con la mano irritada como aun mosquito. Custardoy añadió sin pausa—: Oye, y que quede claro que no tengo nada contra tu padre, todo lo contrario, lo sabes muy bien. Pero que se te mate una de ellas justo después de la boda no parece cosa de azar. Eso no puede estar nunca en el orden de la muerte que tú dices.

—¿Que se te mate?

Custardoy se mordió los labios en un gesto demasiado expresivo para ser espontáneo. A continuación llamó al camarero agitando dos dedos y aprovechó para mirar con salacidad hacia las mujeres, que seguían sin prestarnos ninguna atención (aunque una de ellas se la había prestado ya a nuestro humo como se le presta a un mosquito. La que estaba de frente dijo en voz muy alta y risueña: 'Bueno bueno bueno, es que me asquea'. Lo dijo encantada, estuvo a punto de palmearse los muslos mulatos). Custardoy, en cambio, estaba tan atento a ellas como a su conversación conmigo, siempre desdoblado, siempre deseando ser más de uno y encontrarse allí donde no se hallara. Creí que iba a levantarse y le insistí para impedírselo: '¿Qué dices que se te mate?'. Pero se limitó a pedirle al camarero otra cerveza.

—Otra cerveza. No me digas que no lo sabes. —De qué me hablas.

Custardoy se acarició el bigote aún escaso y se centró la coleta breve con un ademán inevitablemente femenino. No sé por qué llevaba esa coleta ridícula y mal lavada, parecía un artesano o un patán dieciochesco. Sopló la cerveza. A sus casi cuarenta años se plegaba a las modas, tenía ímpetu. O quizá en su caso era influjo de la pintura.

—Demasiada espuma —dijo—. Tiene hostias —añadió— que tú no sepas nada, tiene hostias cómo las familias callan ante los hijos, quién sabe lo que sabrás tú de la mía que yo en cambio no tengo ni puta idea.