De nuevo estaba en la cama, como había estado aquella tarde en La Habana, unos días atrás tan sólo, pero ahora era o iba a ser lo normal, como todas las noches, de noche, yo también estaba bajo las sábanas aún muy nuevas (parte del ajuar, supuse palabra extraña y antigua, no sé cómo se traduce), ya no estaba enferma ni le hada daño un sostén tirante, sino que llevaba un camisón que yo le había visto ponerse minutos antes, en el propio cuarto, en el momento de meterse en él me había dado la espalda, aún la falta de costumbre de tener a alguien delante, dentro de unos años, acaso de meses, no se dará cuenta de que yo estoy delante, o bien no seré alguien. —No sé si quiero saber más —contesté. — ¿Cómo puede ser? Yo misma tengo ya mucha curiosidad con lo que me has dicho. — ¿Por qué? La televisión estaba encendida pero sin sonido. Vi aparecer en ella a Jerry Lewis, el cómico, una película antigua, tal vez de mi infancia, no se oía nada más que nuestras voces.

—Cómo que por qué. Si hay algo que saber sobre alguien que yo conozco, quiero saberlo. Además es tu padre. Y ahora es mi suegro, ¿cómo no va a interesarme saber lo que le pasó? Más aún si lo ha ocultado. ¿Vas a preguntarle a él? Dudé un segundo. Pensé que querría saber, no tanto lo que hubiera ocurrido cuanto si había verdad o figuración o rumor en las palabras de Custardoy. Pero de haber verdad tendría que seguir preguntando.

—No lo creo. Si él nunca ha querido hablarme de nada de eso no voy a obligarlo a estas alturas. Una vez, hace no muchos años, le pregunté por mi tía y me dijo que no quería retroceder cuarenta años. Casi me echó del restaurante en que estábamos.

Luisa se rió. Casi todo le hacía gracia, normalmente veía sólo el lado gracioso que tienen todas las cosas, hasta las más patéticas o terribles. Vivir con ella es vivir instalado en la comedia, esto es, en la juventud perpetua, como lo es vivir junto a Ranz, quizá por eso quisieron vivir con él dos mujeres, o tres. Aunque ella es realmente joven y puede cambiar con el tiempo. A ella también le gustaba mi padre, la divertía. Luisa querría escucharle.

—Le preguntaré yo —dijo. —Ni se te ocurra.

—A mí me lo contaría. Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros. Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente.

Jerry Lewis manejaba una aspiradora en la televisión. La aspiradora era como un perrillo y se le rebelaba.

—¿Y si es algo que no es contable?

—¿Qué quieres decir? Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra.

—Algo que ya no debe contarse. Algo cuyo tiempo ha pasado, cada tiempo tiene sus propios relatos, y si se deja pasar la ocasión, entonces es mejor callar para siempre, a veces: Las cosas prescriben y se hacen inoportunas. —Yo no creo que a nada se le pase el tiempo, todo está ahí, esperando a que se lo haga volver. Además, a todo el mundo le gusta contar su historia, incluso a los que no tienen ninguna. Si los relatos son distintos, el significado es el mismo. Me giré un poco para mirarla más de frente. Iba a estar allí siempre, a mi lado, esa es la idea al menos, formando parte de mi historia, en mi cama que no es propiamente mi cama sino la nuestra, o tal vez la suya, dispuesto a esperar la hora de su regreso pacientemente, si una vez se iba. Rocé su pecho con mi brazo al moverme, desnudo su pecho bajo la tela ligera, visible un poco bajo esa tela. Mi brazo quedó de manera que perdurara el roce, para que se interrumpiera tendría que moverse ahora ella.

—Mira —le dije—, las personas que guardan secretos durante mucho tiempo no siempre lo hacen por vergüenza o para protegerse a sí mismas, a veces es para proteger a otros o para conservar amistades, o amores, o matrimonios, para hacer la vida más tolerable a sus hijos o para restarles un miedo, ya se suelen tener bastantes. Puede que simplemente no quieran incorporar al mundo la relación de un hecho que ojalá no hubiera ocurrido. No contarlo es borrarlo un poco, negarlo un poco, negarlo, no contar su historia puede ser un pequeño favor que hacen al mundo. Hay que respetar eso.

Tal vez tú no querrías saberlo todo de mí, tal vez no querrás con el paso del tiempo, más adelante, ni que yo lo sepa todo de ti. No querrías que lo supiera todo sobre nosotros un hijo nuestro. Sobre nosotros por separado, por ejemplo, antes de conocernos. Ni siquiera nosotros lo sabemos todo sobre nosotros, ni por separado antes ni juntos ahora.

Luisa se apartó un poco en un gesto natural, es decir apartó su pecho de donde estaba mi brazo, ya no hubo roce. Cogió un cigarrillo de su mesilla de noche, lo encendió, fumó dos veces rápidas, intentó soltar ceniza que todavía no se había formado, de pronto estaba un poco nerviosa, un poco seria en contra de su costumbre. Era la primera vez que se mencionaba al hijo, ninguno de los dos había hablado nunca de ese proyecto hasta entonces, era demasiado pronto,

tampoco ahora, la primera mención no había sido un proyecto, sino hipotética y para ilustrar otro asunto. Sin mirarme dijo:

—Desde luego que querré saber si un día piensas matarme, como aquel hombre del hotel de La Habana, aquel Guillermo. —Lo dijo sin mirarme y lo dijo rápido.

— ¿Lo oíste?

—Claro que lo oí, estaba allí lo mismo que tú, cómo no iba a oírlo. —No sabía, estabas adormilada con la fiebre, por eso no te comenté nada. —Tampoco me lo contaste al día siguiente, si creíste que no me había enterado. Podías habérmelo contado como me lo cuentas todo.

O quizá es que en efecto no me lo cuentas todo.

Luisa estaba de pronto enfadada, pero no podía saber si no haberle contado lo que reconocía haber oído o si el enfado iba contra Guillermo, o quizá contra Miriam, o incluso contra los hombres, las mujeres tienen más sentido de grupo y a menudo se enfadan con todos los hombres al mismo tiempo. También podía estar enfadada porque la primera mención del hijo hubiera sido hipotética y de pasada y no una proposición ni un deseo.

Cogió el mando a distancia de la televisión y dio un veloz repaso a los otros canales para dejarla de nuevo donde estaba. Jerry Lewis intentaba comer spaghetti: había empezado a girar y girar el tenedor y ahora tenía el brazo entero envuelto en la pasta. Se lo miraba con estupor y le lanzaba bocados. Me reí como un niño, esa película la había visto en mi infancia.

- ¿Qué te pareció el tal Guillermo? —le pregunté—. ¿Tú qué crees que hará?

Ahora podía tener la conversación que en su momento no habíamos querido tener, ni Luisa ni yo, la fiebre. Puede que todo espere a su restitución, pero nada vuelve del mismo modo en que se habría dado y no se dio. Ahora ya no importaba, ella lo había expresado brutalmente y con ligereza, me había dicho: 'Querré saber si un día piensas matarme'. Yo no había contestado aún a eso, resulta tan fácil no responder a lo que no se quiere entre quienes lo comentan todo y hablan sin pausa, las palabras se superponen y las ideas no duran y desaparecen, aunque a veces vuelven, si se insiste.

—Lo peor de todo es que no hará nada —dijo Luisa—. Todo seguirá como hasta ahora, la tal Miriam esperando y la mujer agonizando, si es que está enferma o existe, como hizo bien en dudar la otra.

—No sé si estará enferma, pero seguro que existe —dije yo—Ese hombre está casado —sentencié.

Luisa no me miraba, aún, hablaba hacia Jerry Lewis y seguía malhumorada. Es más joven que yo, quizá no había visto la película en su infancia.

Tuve ganas de ponerle el sonido pero no lo hice, eso habría acabado con la conversación. Además, ella tenía el mando a distancia en la mano, en la otra su cigarrillo ya mediado. Hacía algo de calor, no tanto: vi su escote humedecido de pronto, brillaba un poco.