—No sé —dije yo con prisa.

Volvió a jugar con la llama, había apagado su cigarrillo, mal, olía.

—Me parece que he metido la pata. Ranz se va a cabrear. No sabía que no sabías

cómo murió la hermana de tu madre.

—De enfermedad, me han dicho siempre. Nunca he preguntado mucho. A ver, qué es lo que sabes.

—A lo mejor no es verdad. Hace la tira de años que me lo contó mi padre.

—¿Qué te contó?

Custardoy sorbió dos veces por la nariz. Durante aquel rato no se había ido al cuarto de baño a meterse una raya, pero sorbió como si de allí volviera. Encendió y apagó la llama.

—No le digas a Ranz que te lo he dicho, ¿de acuerdo? No quisiera que por esto me pusiera la proa. A lo mejor yo recuerdo mal, o entendí mal. No respondí, sabía que me lo contaría aunque no le hiciera esa promesa.

—¿Qué es lo que recuerdas? ¿Qué entendiste? Custardoy encendió un cigarrillo nuevo. Sus remilgos eran falsos: tuvo humor para darle dos caladas y arrojar un nubarrón de humo sin tragar en dirección a las treintañeras (ese humo, mucho más abundante y lento en su viaje que sí se ha tragado). La que nos daba la espalda se volvió un instante, muy mecánicamente, y sopló de lado para apartarlo. También ella enseñaba los muslos, no habían visitado aún piscina. Su ojo había caído ya sobre Custardoy, aunque sólo fuera unos segundos, los que su compañera tardó en decirle con seguridad y desdén por la persona de quien hablaba: "Lo tengo loquito pero no me gusta su cara, y está forrado, ¿tú qué harías?"

—Que tu tía se pegó un tiro al poco de regresar de su viaje de novios con Ranz. Eso sí lo sabías, que se casó con él. —Sí, lo sé.

—Entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y con invitados. Eso es lo que recuerdo que me contó mi padre.

— ¿En casa de mis abuelos? —Eso tengo entendido.

—¿Mi padre estaba allí?

—No en el momento, llegó poco después, creo.

—¿Por qué se mató?

Custardoy sorbió por la nariz, quizá un leve resfriado de primavera, aunque siguiera las modas no era hombre para padecer la fiebre del heno, esa cursilería. Negó con la cabeza,

—Eso ni idea, y tampoco creo que lo supiera mi padre, o no me lo dijo. Si alguien lo sabe es el tuyo, pero a lo mejor ni siquiera, no es fácil saber por qué se mata la gente, ni los más próximos, todo el mundo está trastornado, todo el mundo las pasa putas, a veces sin causa y casi siempre en secreto, la gente vuelve la cara contra la almohada y espera al día siguiente. De pronto no esperan. Nunca he hablado con Ranz de este asunto, ¿cómo se le pregunta a un amigo por su mujer que se pegó un tiro tras casarse con él? Aunque haga siglos. No sé, podría preguntarte a ti si te pasara lo mismo, y no quiero ser cenizo, toco madera. Pero no a un amigo que me lleva tantos años y al que respeto tanto. El respeto inhibe algunas conversaciones, que no se tienen nunca.

—Sí, el respeto inhibe.

Había vuelto a decir 'cenizo', pensé automáticamente en traducirlo al inglés, francés o italiano, mis lenguas, no sabía el término en ninguna de ellas, 'mal de ojo' sí, 'evil eye', 'jettatura', pero no es lo mismo. Cada vez que anunciaba que tocaba madera no la tocaba, sino el cristal de su jarra. Yo, en cambio, tocaba mi silla. —Lo siento, creí que lo sabrías.

—A los niños se les dan versiones edulcoradas de cuanto ocurre o ha ocurrido, supongo que luego es muy difícil desengañarlos. No se debe de encontrar el momento, cuándo se deja de ser niño, es difícil trazar una línea, cuándo es lo bastante tarde para reconocer una mentira antigua o revelar una verdad oculta. Se deja correr el tiempo, supongo, y quien la dijo se llega a creer la mentira o la olvida, hasta que alguien como tú mete la paca y se carga el estudiado silencio de una vida entera.

'Mal de ojo' en francés tampoco lo sabía. Lo había sabido pero no me acordaba, 'guignon', me acordé de pronto. 'A ver si con esas cosas me vas a traer mala suerte', oí que decía la mujer rubia de la piel tostada, era expresiva, su voz era ronca, una de esas mujeres españolas que no mielen el tono de su voz ni el alcance de sus palabras ni la aspereza de sus gestos ni la longitud de sus faldas, con demasiada frecuencia las españolas exhalan desprecio por la boca y por la mirada y por los despóticos gestos y por los muslos cruzados, herencia española en Cuba el brazo de Miriam y también sus gritos y sus altos tacones y sus piernas como navajas ('Eres mío', 'Yo te mato'). Luisa no es así, las nuevas generaciones también menosprecian pero más contenidamente, Luisa es más suave, aunque con un sentido de la rectitud que a veces la hace ponerse muy seria, a veces se sabe que no bromea, ella me cree con mi padre ahora mismo, pero mi padre salió inesperadamente y por eso estoy oyendo revelaciones de Custardoy, si son ciertas, deben de serlo, pues nunca ha tenido capacidad inventiva, en sus historias se ha ceñido siempre a lo que había o le había ocurrido, quizá por eso tiene que vivir las cosas y experimentar sus duplicidades, porque sólo así puede contarlas, sólo así concibe lo inconcebible, hay quien no conoce más fantasías que las cumplidas, quien no es capaz de imaginarse nada y es poco previsor por eso, imaginar evita muchas desgracias, quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza, eso sólo agrava pero no cambia nada, la realidad no se añade, son sólo como el gesto del asimiento de Miriam y sus palabras ('Eres mío', 'Estás en deuda', 'Voy por ti', 'Conmigo al infierno'), que no impidieron los posteriores besos y el canturreo en el cuarto de al lado junto al hombre del brazo zurdo, Guillermo su nombre, a quien se le había dicho: 'O ella o yo, tendrás una muerta'.

—Habré metido la pata —dijo Custardoy hijo—, pero yo creo que más vale saber las cosas, mejor enterarse de todo tarde que nunca. Eso fue hace mucho tiempo, en realidad qué más da cómo palmara tu tía.

Mi padre había tenido una muerta, una verdadera muerta, de las que en efecto no pueden estar en el orden, como había dicho Custardoy antes. Muere más quien muere por su propia mano, acaso más todavía quien muere a mis manos.

Había dicho también: 'Pero tres veces es mucho azar', luego había rectificado. Dudé si volver a aquello, si insistía acabaría contándome lo que hubiera o supiera, estaba seguro, algo parcial o erróneo, algo, pero lo que sí es posible es no querer saber nada cuando aún no se sabe, después ya no, él tenía razón, más vale saber las cosas, pero sólo cuando ya se saben (yo aún no sabía). Fue entonces cuando me vino un recuerdo perdido desde la niñez, desde entonces —la niñez—, algo mínimo y tenue que debe perderse, esas escenas insignificantes que regresan fugazmente como si fueran canturreos o figuraciones o la momentánea percepción presente de lo que es pasado, el propio recuerdo llega puesto en entredicho mientras se recuerda. Yo jugaba solo con mis soldaditos en casa de mi abuela habanera y ella se abanicaba, como tantas tardes de sábado en que mi madre me dejaba con ella. Pero esa vez mi madre estaba enferma y fue Ranz quien vino a recogerme poco antes de la cena. Rara vez los vi juntos solos, a mi padre y mi abuela, siempre estaba mi madre mediando o en medio no aquella vez. Sonó el timbre al anochecer y oí los pasos de Ranz que avanzaban por el infinito pasillo siguiendo a los de la doncella hasta la habitación en que me encontraba yo con mi abuela, apurando el último juego, ella musitando y tarareando y riendo ocasionalmente ante mis comentarios, como ríen por cualquier cosa las abuelas ante los nietos. Ranz era aún joven entonces aunque a mí no me lo pareciera, era un padre. Entró en la habitación con la gabardina echada sobre los hombros, en las manos los guantes recién quitados, hacía fresco, era primavera, mi abuela empezaba a abanicarse siempre antes de tiempo, quizá su manera de llamar al verano, o bien se abanicaba en todas las estaciones. Antes de que Ranz dijera nada ella le preguntó en seguida: '¿Cómo está Juana?'. 'Mejor, parece', dijo mi padre, 'pero no vengo de casa ahora'. '¿Ha ido ya el médico?' 'Cuando yo salí todavía no, avisó que no podría pasar hasta última hora, quizá esté allí ahora. Vamos a llamar, si quieres.' Algo más dijeron sin duda, o tal vez llamaron, pero mi recuerdo (sentado a una mesa frente a Custardoy) se fijó en lo que poco después le dijo mi abuela a mi padre: 'No sé cómo eres capaz de irte por ahí a tus cosas con Juana enferma. No sé cómo no te pones a rezar y cruzas los dedos cada vez que tu mujer se resfría. Ya llevas dos perdidas, hijo'.