—Da lo mismo, aunque se muriera él no haría nada, no se traería a esa mujer de La Habana.

—¿Por qué? Tú no la viste, yo sí. Era guapa.

—Seguro que lo es, pero también es una mujer que le da la lata, y eso él lo sabe o lo siente. Se la daría siempre, aquí y allí, como amante y como esposa, esa mujer no tiene más intereses que los que le vienen de fuera, está pendiente sólo del otro, todavía hay muchas así, no les han enseñado más que a ocuparse de sí mismas en su relación con otro. —Luisa se detuvo, pero continuó en seguida, como si se hubiera arrepentido de la palabra "enseñar"—. Puede que ni se lo enseñen, simplemente lo heredan, nacen aburridas consigo mismas, he conocido a muchas. Se pasan media vida esperando, luego no llega nada, o lo que llega lo viven como si no fuera nada, después se pasan otra media vida recordando y alimentando lo que les pareció tan poco o que no era nada. Así eran nuestras abuelas, nuestras madres aún son así. Con esa Miriam no hay ganancia futura, sólo la que ya hay, que en todo caso irá a menos, para qué cambiarlo: menos guapa, menos deseo más reiteración. Esa mujer ha jugado todas sus cartas, desde el principio ya no le quedaba ninguna buena, en ella no hay sorpresa, no puede dar más de lo que ya da. Sólo se casa uno si espera alguna sorpresa, o ganancia, alguna mejora. Bueno no siempre es así. —Se quedó callada un segundo y luego añadió—: Me da mucha lástima esa mujer.

—Quizá no pueda dar más, pero en cambio puede dejar de ser una carga, esa es la ganancia futura que hay con ella. Podría dejar de ser una carga si Guillermo se casara con ella un día. También hay hombres así.

—¿Hombres cómo?

—Hombres que se aburren consigo mismos y sólo se ocupan de su relación con otro, o con otra. A esos hombres leí conviene que les den la lata, la lata los ayuda a pasar de un día a otro, los entretiene, los justifica, igual que a las mujeres a las que se la dan.

—Ese Guillermo no es así —sentenció Luisa (los dos somos sentenciosos). Ahora sí me miró, aunque de reojo, una mirada desconfiada—heredada la desconfianza—, o eso me pareció. Había una pregunta posible y aun probable y aun obligada, pero podía hacerla ella o podía hacerla yo: '¿Por qué te has casado tú conmigo?'. O bien: '¿Por qué crees que me he casado yo contigo?'. —Custardoy me preguntó esta tarde por qué me había casado contigo. —Esa fue mi manera de hacer y no hacer la pregunta.

Luisa se dio cuenta de que lo esperable era que ella dijera: '¿Y qué le contestaste?'. También podía callar, tiene tanta conciencia de las palabras como yo, somos de la misma profesión, aunque ella trabaje menos ahora. Calló de momento, con el mando a distancia dio otro repaso rápido a los canales, fue cuestión de segundos, volvió a quedarse o restituyó a Jerry Lewis, que bailaba ahora con un hombre muy bien trajeado en un enorme salón vacío. Ese hombre, lo reconocí y lo recordé al instante, era el actor George Raft, especializado durante muchos años en papeles de gángster y consumado bailarín de boleros y

rumbas, actuaba en la famosa Scarface. Jerry Lewis había puesto en duda que él fuera él ('Oh, vamos, usted no es George Raft, se le parece, pero no es él, qué más quisiera que ser George Raft') y lo obligaba a bailar un bolero para demostrar que bailaba el bolero como George Raft y era por tanto Raft. Los dos hombres bailaban agarrados en medio del salón vacío y a oscuras, sus dos figuras iluminadas por un foco. Era una escena cómica y era una escena rara. Bailar como alguien con un incrédulo para demostrarle a ese incrédulo que se es ese alguien. Aquella escena era en color y las otras habían sido en blanco y negro, quizá aquello no era ninguna película sino una antología del cómico. Al parar de bailar y separarse con timidez, recuerdo que Lewis le decía a Raft como si le hiciera un favor: 'Está bien, creo que es usted el auténtico Raft (pero seguíamos sin sonido y yo no lo oía ahora, las palabras eran un recuerdo de mi infancia inexacto en ingles quizá habría dicho 'te real Raft' o 'Raft himself). Luisa no dijo '¿Y que le contestaste?', sino: — ¿Y le contestaste? —No. Él sólo quiere saber de la cama, lo que en realidad me preguntaba era eso. —Y no le contestaste. —No.

Luisa se echó a reír, de pronto había recobrado su buen humor. —Pero esa es una conversación de niños —dijo riendo. Creo que me sonrojé un poco, en verdad me sonrojaba por Custardoy, no por mí, ellos entonces no se conocían apenas y por eso, ante ella, me sentía responsable de Custardoy, que venía de mí, un antiguo amigo, no exactamente, uno se siente responsable de cuanto puede avergonzarle y todo puede avergonzar ante quien se ama (al principio de amarlo), es también por eso por lo que se traiciona a cualquiera, pero sobre todo se traiciona al propio pasado, del que se abomina y renuncia (en él no estaba ella, que es quien nos salva y nos hace mejores, quien nos enaltece, o eso creemos mientras la queremos). —Por eso no quise entrar —dije. —Qué lástima —dijo ella—. Ahora podrías contarme lo que le dijiste.

Ahora era yo quien no tema ganas de reír, tantas veces se va a destiempo por cuestión de segundos. Pero la risa suele esperar.

Estaba incómodo. Me había avergonzado. Guardé silencio. Por qué contar. Luego dije:

—Así que tú no crees que Guillermo vaya a matar nunca a su mujer enferma. — Volví a La Habana y a lo que la había hecho ponerse seria. Quería que volviera a estar seria.

—Que va a matar, qué va a matar —contestó muy segura—. Nadie mata a nadie porque se lo pida otro que puede marcharse. O lo habría hecho ya, las cosas difíciles parecen posibles en cuanto se las piensa un poco, pero se hacen imposibles si se las piensa de más. ¿Sabes lo que pasará? El hombre dejará de ir a Cuba algún día, se olvidarán, él seguirá casado la vida entera con su mujer, enferma o no, y sí lo está hará lo posible por que se cure. Es su garantía. Seguirá teniendo amantes, procurará que sean de las que no dan la

lata. Por ejemplo, también casadas.

— ¿Eso es lo que te gustaría?

— No, eso es lo que pasará. ,

— ¿Y ella?

—Ella es menos previsible. Puede encontrar a otro hombre pronto y lo que viva con él le parecerá poco o nada. También puede matarse como anunció, cuando vea que es verdad que él ya no viene. También puede esperar y después recordar. En todo caso está vendida. Las cosas nunca saldrán como ella quiere. —Se dice que la gente que lo anuncia no se mata. —Qué tontería. Hay de todo.

Le quité de las manos el mando a distancia. Dejé en la mesilla de noche el libro que había tenido todo el rato entre las mías, sin leer una línea. Era Pnin, de Nabokov, No lo he acabado y me estaba gustando mucho.

— ¿Y qué hay de mi padre, y de mi tía? Ahora resulta que se mató, según Custardoy.

—Si quieres saber si se lo anunció tendrás que preguntarle. No quieres que yo le

pregunte, ¿verdad?

Tardé un poco en contestar:

—No. —Me quedé pensando y luego dije—: Creo que no. Tengo que pensármelo más.

Puse el sonido a la antología cinematográfica de Jerry Lewis. Luisa apagó la luz de su lado y se dio la vuelta como si fuera a dormir. —En seguida apago —le dije yo.

—No me molesta la luz. Si puedes quitarle el sonido a la televisión, por favor. Jerry Lewis estaba ahora en el anfiteatro de un cine con una bolsa de palomitas en la mano, antes de empezar la función. Al aplaudir se le caían todas sobre la cabeza de una digna señora de pelo blanco, sentada delante. 'Oh, señora', decía, 'le han caído palomitas en el cabello, déjeme que se las quite', y en quince segundos le destrozaba completamente a la señora el recogido peinado. 'Oh, estése quieta un momento', le decía mientras le revolvía y manoseaba el pelo, convertido en el de una ménade. 'Vaya pelo', le reprochaba. Solté una carcajada, esa escena tan breve no la había visto de niño, estaba seguro, era la primera vez que la veía y oía.