Pero yo no supe hasta hace unos meses que mi imposible tía Teresa se había matado al poco de regresar de su viaje de novios con mi propio padre, y fue Custardoy el joven quien me lo dijo. Es tres años mayor que yo y lo conozco desde la infancia, cuando tres son muchos años, aunque entonces rehuía su trato lo más posible y lo he tolerado tan sólo de adulto. La amistad o negocio de nuestros padres nos unía a veces, aunque él siempre estuvo más cerca de los mayores, más interesado en su mundo, como con impaciencia por formar parte de él y actuar libremente, yo lo recuerdo como un chico avejentado o un adulto frustrado, como un hombre condenado a permanecer demasiado tiempo en un incongruente cuerpo de niño, obligado a una inútil espera que lo desquiciaba. No es que participara en las conversaciones de los mayores, pues carecía de pedantería —sólo escuchaba—, era más bien una tensión sombría que lo dominaba, impropia de un chico, que le hacía estar siempre alerta y mirando por las ventanas, como quien mira el mundo que transcurre rápido ante sus ojos y al que aún no le está permitido subirse, como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente y que con el mundo que corre se está yendo también su tiempo; y esto también lo saben los que se mueren. Daba siempre la sensación de estarse perdiendo algo y ser dolorosamente consciente de ello, uno de esos individuos que quisieran vivir a la vez varias vidas, multiplicarse y no circunscribirse a ser sólo ellos mismos: a los que la unidad espanta. Cuando venía a casa y debía esperar en mi compañía a que se cumpliera la visita de su padre al mío, se acercaba al balcón y me daba la espalda durante quince y veinte minutos y media hora, haciendo caso omiso de los juegos variados que ingenuamente yo le proponía. Pero a pesar de su inmovilidad no había contemplación ni sosiego en su figura erguida, ni en sus man0, huesudas que tras apartar los visillos se aferraban a ellos como el cautivo aún reciente se acostumbra al tacto de los barrotes porque no les da crédito todavía. Yo jugaba a sus espaldas procurando no llamar su atención demasiado, intimidado en mi propio cuarto, sin apenas mirar su nuca rapada, menos aún sus ojos de hombre que codiciaban el exterior y ansiaban ver y actuar libremente. Algo lograba Custardoy de esto último, al menos en la medida en que su padre le fue enseñando el oficio desde muy temprano, de copista y puede que de falsificador de cuadros, y le remuneraba algunos trabajos que iba encomendándole en su taller pictórico. Por eso Custardoy el joven tenía más dinero que los chicos de su edad, disponía de una autonomía infrecuente, se iba ganando poco a poco su vida; se interesaba por la calle y no por el colegio, a los trece años ya iba de putas y yo siempre le tuve un poco de miedo, tanto por los tres años que me llevaba y que le permitían vencerme invariablemente en nuestras riñas ocasionales, cuando su tensión se ensombrecía tanto que acababa estallando, como por su carácter, obsceno y bronco, pero frío hasta en las peleas. Cuando luchaba conmigo, y por mucha resistencia que le opusiera antes de rendirme, yo notaba que en él no había acaloramiento ni enfado, sólo violencia fría y voluntad de sometimiento. Aunque lo visité algunas veces en el taller de su padre que es suyo ahora, nunca lo he visto pintando, ni sus propios cuadros que carecen de éxito ni sus copias perfectas que le dan dinero junto con los retratos de encargo, de excelente técnica pero convencionales: tantas horas quieto, encerrado, sosteniendo pinceles, instalado en la minuciosidad y mirando un lienzo, tal vez sean la explicación de su tensión permanente y su afán de desdoblamiento. Desde chico no se ha recatado en contar sus andanzas, sobre todo sexuales (de él lo aprendí casi todo en mi adolescencia y aun antes), y a veces me pregunto si la afición que le ha tomado mi padre en los últimos años, desde la muerte de Custardoy el viejo, no tendrá que ver con esos relatos. Los hombres inquietos, cuanto más viejos más quieren seguir viviendo, y si sus facultades no se lo permiten con plenitud, entonces buscan la compañía de quienes son capaces de narrarles la existencia que ya no está a su alcance y les prolongan la vida vicariamente. Mi padre querrá escucharle. Sé de prostitutas que han salido espantadas tras pasar una noche con Custardoy hijo y ni siquiera han querido contar lo que había ocurrido, incluso sí eran dos las que se había llevado a la cama y por tanto habían podido darse ánimos y consolarse, pues ya desde muy joven el deseo de Custardoy de ser múltiple le hacía insuficiente una sola persona y una de sus predilecciones han sido los pares desde muy antiguo. Con los años Custardoy se ha hecho más discreto y, que yo sepa, tampoco él cuenta por qué provoca el espanto, pero quizá sí en privado a mi padre, para él una especie de padrino. Mi padre querrá escucharle. Lo cierto es que hace ya años que se ven con frecuencia, una vez a la semana Custardoy visita a Ranz o se van a cenar juntos y acaso luego a un local anticuado, o se acompañan a hacer recados y a visitar a terceros, a mí por ejemplo o incluso a Luisa en mi ausencia, alguna vez a la nuera nueva. Custardoy debe divertir a mi padre. En la actualidad, cerca ya de los cuarenta, luce en su nuca que fue rapada una breve coleta de piratería o taurina, y sus patillas resultan un poco largas para estos tiempos, llamativas en todo caso porque son rizadas y mucho más oscuras que su pelo rubiáceo y liso, quizá las luce, coleta y patillas, para no desentonar en su medio arcaicamente bohemio de pintores noctámbulos, aunque al mismo tiempo se viste de forma clásica y excesivamente correcta —corbata siempre—, aspira a ser elegante en su indumentaria. Lleva bigote durante algunos meses y luego se lo afeita otra temporada, una irresoluble duda o quizá su manera de parecer más de uno. Con la edad su rostro ha adquirido plenamente lo que apuntaba desde la niñez y más aún desde la adolescencia: su rostro es como su carácter, obsceno y bronco y frío, de frente amplia o con entradas y nariz levemente ganchuda y dientes largos que le iluminan la cara cuando sonríe de modo afable pero no cálido, con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación hacen insoportable su mirada obscena sobre las mujeres a las que conquista o compra y sobre los hombres con que rivaliza, sobre el mundo que ya transcurre con él bien incorporado, formando parte de su paso más raudo.

Fue él quien hace unos meses o casi un año, al poco de mi regreso de La Habana y México y Nueva Orleáns y Miami tras mi viaje de bodas, me contó lo que había ocurrido en realidad con mi tía Teresa hace casi cuarenta años. Iba yo a ver a mi padre a su casa, a saludarle tras el regreso y comentarle mi viaje, cuando me encontré en el portal con Custardoy el joven, su silueta delgada parada al atardecer.

—No está —me dijo—, ha tenido que salir. —Y elevó los ojos para referirse a Ranz—. Me pidió que te esperara unos minutos para decírtelo. Le llamó por teléfono un americano y salió disparado, no sé quién de algún museo, te llamará él esta noche o mañana. Vámonos tú y yo a tomar algo.

Custardoy el joven me cogió del brazo y echamos a andar. Noté su mano fría y férrea cuyo asimiento conocía bien desde niño, había sido un chico y ahora era un hombre de extremada fuerza, la fuerza del nervio y la concentración. La última vez que lo había visto había sido unas semanas antes, el día de mi boda ya tan lejana a la que había sido invitado por Ranz, no por mí, él invitó a varias personas, no tenía por qué oponerme, ni a eso ni a Custardoy. Entonces no había tenido tiempo de hablar con él, se había limitado a felicitarme al llegar al Casino con su sonrisa amable de ligera sorna, luego lo había visto de lejos durante la fiesta mirando ávidamente a su alrededor, en realidad una presencia familiar. Miraba siempre ávidamente, a las mujeres y a algunos hombres —a los hombres tímidos—, dondequiera que se encontrara, sus ojos asían como sus manos. Aquel día no llevaba bigote y ahora, unas semanas después, lo tenía ya casi crecido, no del todo aún, se lo había dejado durante mi viaje con Luisa. En el Balmoral pidió una cerveza, nunca bebía otra cosa y por eso su delgadez empezaba a abandonarle en la tripa (pero la corbata se la tapaba siempre). Durante un rato me habló de dinero, luego de mi padre, al que veía bien, luego otra vez del dinero que estaba ganando, como si lo último que le interesara fuera mi nuevo estado civil, no me preguntaba, por el viaje tampoco ni por mi trabajo o mis futuros desplazamientos a Ginebra o Londres o incluso Bruselas, él no podía saberlos, tenía que preguntar, no lo hacía. Ya que mi padre había salido, yo quería volver a casa a encontrarme con Luisa y tal vez ir al cine, nunca he tenido mucho que decirme con Custardoy. Mi padre habría salido porque le habría llamado alguien de Malibú o de Boston o Baltimore, ya no le llamaban apenas aunque su ojo y sus conocimientos seguían siendo los mismos de siempre o aun superiores, rara vez se consulta a los viejos o sólo para lo muy importante, alguien estaría de paso en Madrid y no tendría con quién cenar, él habría pensado que lo requerían para un dictamen, algún cuadro desenterrado, algún negocio en Madrid. Hice ademán de que debía marcharme, pero entonces Custardoy me volvió a poner la mano en el brazo —su mano era como un peso— y así me retuvo.