En aquella época no había alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. Mi padre desenganchó uno que estaba a mano con cierto esfuerzo, y aunque no sabía usarlo, con él malamente oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo), se aproximó lentamente a Mateu, que ya había achicharrado una esquina del marco y pasaba ahora la llama muy cerca del lienzo, arriba y abajo y de punta a punta, como si quisiera iluminarlo todo, la sirvienta y la vieja y Artemisa y la copa, también una mesa camilla sobre la que hay unos pliegos escritos (la reclamación formal de Escipión acaso) y sobre la que Sofonisba apoya su mano izquierda más bien rolliza.

'¿Qué hay, Mateu?', le dijo mi padre con calma. '¿Viendo mejor el cuadro?' Mateu no se volvió, conocía a la perfección la voz de Ranz y sabía que todos los días, a la salida, se daba una vuelta al azar por algunas salas para comprobar que seguían intactas.

'No', respondió en tono muy natural y desapasionado. 'Estoy pensando en quemarlo.

Mi padre, contaba, podría haberle dado un golpe en el brazo y haber hecho caer el mechero al suelo, ya inofensivo, y luego haberlo alejado de una hábil patada. Pero tenía las manos ocupadas por el extintor a la espalda, y además la sola posibilidad de fallar y aumentar el enfado del guardián Mateu le hizo desistir de probar la suerte.

Pensó que quizá era mejor entretenerlo sin que aplicara la llama (ardiendo sustancias bituminosas) hasta que al mechero no recargable se le acaba la carga, pero eso podía durar demasiado si por desgracia el encendedor estaba recién comprado. También pensó en pedir auxilio a voces, alguien aparecería, sería reducido Mateu y el fuego no se propagaría a otros cuadros, pero en ese caso adiós al único Rembrandt seguro de mano de Rembrandt del prado, adiós a Sofonisba y adiós a Artemisa, e incluso a Mausolo y a Masinisa y a Saskia y a Sifax. Volvió a preguntarle. 'Pero hombre, Mateu, ¿tan poco le gusta?' 'Estoy harto de esa gorda', contestó Mateu. Mateu no aguantaba a Sofonisba. 'No me gusta esa gorda con perlas' insistió (y es verdad que Artemisa está gorda y lleva perlas al cuello y sobre la frente en el Rembrandt). 'Parece más guapa la criadita que le sirve la copa, pero no hay manera de verle bien la cara.' Mi padre no pudo evitar dar una respuesta burlona, es decir, sorprendida y lógica:

'Ya', dijo, 'fue pintado así, claro, la gorda de frente y la sirvienta de espaldas.' El pirómano Mateu apagaba de vez en cuando el mechero durante unos segundos, pero no lo apartaba del lienzo, y al cabo de esos segundos volvía a encenderlo y a calentar el Rembrandt. A Ranz no lo miraba.

'Eso es lo malo', dijo, 'que fue pintado así para siempre y ahora nos quedamos sin saber lo que pasa, ve usted, señor Ranz, no hay forma de verle la cara a la chica ni de saber que pinta la vieja del fondo, lo único que se ve es a la gorda con sus dos collares que no acaba nunca de coger la copa. A ver si se la bebe de una puta vez y puedo ver a la chica si se da la vuelta.'

Mateu, un hombre acostumbrado a lo que es la pintura, un hombre de sesenta años que llevaba veinticinco en el Prado, de pronto quería que siguiera la escena de un Rembrandt que no entendía (nadie lo entiende, entre Artemisa y Sofonisba hay un mundo de distancia, la distancia entre beberse a un muerto y beber la muerte, entre aumentar la vida y morirse, entre dilatarla y matarse). Era absurdo, pero Ranz todavía no renunció a razonarle:

'Pero comprenda que eso no es posible, Mateu', le dijo, 'las tres están pintadas, ¿no lo ve usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda que no hay manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro.

'Por eso me lo cargo', dijo Mateu, de nuevo con el mechero encendido acariciando la tela.

'Además', añadió mi padre intentando distraerlo y por un prurito de exactitud (es pedante mi padre), 'lo de la frente no es un collar, sino una diadema, aunque sea también de perlas.'

Pero a esto Mateu no hizo caso. Se sopló mecánicamente unas motas del uniforme.

El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus brazos como a un bebé, su color carmín bien visible. El vigilante Mateu reparó en el aparato. "Oiga oiga, pero qué hace con eso", le reprochó a mi padre. '¿No sabe que está prohibido desmontarlos?'

Mateu se había vuelto por fin al oír el estruendo provocado por el torpe manejo del extintor, que en su trayecto de la espalda a los brazos dio contra el suelo haciendo saltar astillas, pero mi padre no se atrevió a valerse de aquel momento de alarma. Le dio que pensar, sin embargo.

'No se preocupe, Mateu', le dijo, 'me lo llevo porque hay que arreglarlo, este no marcha.' Y aprovechó para dejarlo en el suelo con gran alivio. Sacó el pañuelo de seda color cereza que llevaba como ornamento en el bolsillo de la chaqueta y se secó la frente, un pañuelo de tacto y color agradables, era de adorno más que de uso, hacía juego con el extintor.

'Le digo que me lo cargo', repitió Mateu, y le tiró un amago con el encendedor a Saskia.

'El cuadro tiene mucho valor, Mateu. Millones vale', le dijo Ranz probando a ver si la mención del dinero le hacía recobrar el juicio.

Pero el guardián seguía jugando con el mechero, encendiéndolo y apagándolo y encendiéndolo, se decidió a chamuscar más el marco, un marco muy bueno, antiguo.

'Encima eso', contestó despectivo. 'Encima esa mierda de gorda vale millones, hay que joderse.'

El buen marco ennegrecido. Mi padre pensó en mencionarle ahora la cárcel, pero lo descartó al instante. Pensó un momento, pensó otro momento y por fin cambió de táctica. De pronto recogió el extintor del suelo y le dijo: Tiene usted razón, Mateu, le doy la razón. Pero no lo queme porque se podrían incendiar otros cuadros. Déjeme hacer a mí. Me lo voy a cargar con el extintor este, que pesa lo suyo. A la gorda le va a caer un buen peso encima y se va a ir a la mierda'.

Y Ranz alzó el extintor y lo sostuvo en alto con las dos manos como un levantador de pesas, dispuesto a arrojarlo con gran violencia contra Sofonisba y contra Artemisa.

Fue entonces cuando Mateu se puso serio.

'Oiga oiga', le dijo Mateu serio, 'pero qué va a hacer usted, que así va a dañar el cuadro.'

'Lo machaco', dijo Ranz.

Hubo un momento de vacilación, mi padre con los brazos en vilo soportando el extintor tan rojo, Mateu con el mechero en la mano aún encendido, en vilo la llama que vacilaba. Miró a mi padre, miró al cuadro. Ranz no podía aguantar más el peso. Entonces Mateu apagó el mechero, se lo echó al bolsillo, abrió los brazos como un luchador y le dijo conminatorio: 'Quieto ahí, quieto, ¿eh? No me obligue'.

Mateu no fue despedido porque mi padre no informo de aquel episodio, tampoco lo denunció a él el guardián por haber querido pulverizar el Rembrandt con un extintor averiado.

Nadie más notó la quemazón del marco (si acaso algún visitante indiscreto al que se recomendó no hacer preguntas y el sustituto sobornado), y al poco fue cambiado por uno muy parecido, aunque no era antiguo. Según Ranz, si Mateu había sido un vigilante celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo siendo tras un ataque pasajero de saña. Es más, achacaba su acción y atentado a la falta de acción y atentados, y veía una prueba de su fiabilidad en el hecho de que al ver el cuadro de su ojeriza amenazado por otro individuo que además era un superior, había prevalecido su sentido de la responsabilidad custodia sobre su sincero deseo de abrasar a Artemisa. Fue inmediatamente trasladado a otra sala, de primitivos, cuyas figuras son menos rotundas y es más difícil que irriten (y algunos son palinsquemáticos, es decir, cuentan en la misma superficie o espacio sus historias completas). Por lo demás, mi padre se limitó a interesarse aún más por su vida, a darle ánimos ante la vejez que encaraba y a no quitarle ojo durante las fiestas que dos veces al año, en día de cierre, se organizaban para todo el personal del museo, preferentemente en la sala grande de los Velázquez. Todos los empleados con sus respectivas familias, desde el director (que sólo hacía acto de presencia un minuto y daba una mano floja) hasta las mujeres de la limpieza (que eran las que más alborotaban y más disfrutaban porque debían quedarse luego a barrer los estragos), se reunían para beber y comer y departir y bailotear (departir es un decir) en una suerte de verbena bianual concebida por mi propio padre según el modelo o razonamiento carnavalesco para mantener contentos a los vigilantes y permitir que se desahogaran y perdieran la compostura allí donde los demás días debían guardarla. Él mismo cuidaba de que la comida y bebida que se les servía fueran tales que sus manchas no pudieran arruinar ni dañar las pinturas, y de ese modo se consentían muchos atropellos y excesos: yo he visto de niño gaseosa sobre Las Meninas y merengues sobre La rendición de Breda.