—¿Secretos? ¿De qué me estás hablando? —le dije.

Ranz se sonrojó un poco o eso me pareció, como culminación y término de su momentáneo desvalimiento; pero en seguida borró el rubor de las mejillas que las personas mayores rara vez consienten, y también con ello su expresión sonriente y un poco boba de pena o miedo o de ambos. Se levantó, los dos somos ahora de estatura pareja, y volvió a ponerme la gran mano en el hombro, pero me la puso de frente y me miró muy de cerca, con intensidad pero sin trascendencia, su mano sobre mi hombro fue casi el golpe de la espada plana que armaba caballero a quien no lo era: había optado por el término medio o la insinuación, no se había resuelto, o quizá era un aplazamiento. Habló con seriedad y con calma, ya sin sonrisa, su brevísima frase fue dicha sin la sonrisa que casi siempre asomaba a sus labios carnosos como los míos y que una vez dicha la frase le volvió al instante. Luego saco otro cigarrillo delgado de su pitillera anticuada y abrió la puerta. Entró el ruido de la fiesta y a lo lejos vi a Luisa hablando con dos amigas y un antiguo novio al que tengo antipatía, pero miraba hacia nuestra puerta hasta entonces cerrada. Ranz me hizo un gesto con la mano, de despedida o advertencia o aliento (como si dijera "A más ver" o "Ánimo" o "Ten cuidado") y salió de la habitación, él antes que yo. Lo vi atolondrarse inmediatamente, ponerse a hacer bromas y a soltar carcajadas con una señora que no sé quién era, sin duda venía de la mitad de Luisa, la mitad de los invitados a mi propia boda a los que jamás había visto ni volvería a ver, seguramente. O tal vez era una invitada de mi propio padre, ahora que lo pienso: él siempre ha tenido amistades raras, o que yo mal conozco.

Este fue el consejo que Ranz me dio, fue un susurro: —Sólo te digo una cosa — dijo—. Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes. —Y, ya con la sonrisa devuelta al rostro, añadió—: Suerte.

Las firmas de los testigos quedaron en aquel cuarto, y no sé si alguien se hizo cargo de ellas ni dónde están ahora, quizá fueron a la basura con las bandejas vacías y los restos de fiesta. Yo no las recogí, desde luego, de aquella mesa en la que me había apoyado durante un rato, tan vestido de novio, día en que así debía vestirme.

Ayer oí sonar un organillo extrañamente desde la calle, ya no quedan apenas, un vestigio del pasado. Alcé la vista al instante como en la infancia, sonaba demasiado fuerte y me impedía el trabajo, su sonido era demasiado evocador para que pudiera concentrarme en nada. Me levanté y me asomé a la ventana para ver quién lo tocaba, pero ni el músico ni el instrumento entraban en mi campo visual, estaban más allá de la esquina, los ocultaba el edificio de enfrente que no me priva de luz, es un edificio bajo. Los ocultaba sin duda por poco, ya que en cambio sí veía en la esquina misma a una mujer de mediana edad, con trenza gitana pero vestida sin folklorismos (vestida de calle), que me daba el perfil y sostenía en la mano un platillo diminuto de plástico, casi un posavasos, no podría recibir muchas monedas sin tener que vaciarlo, pasar su contenido al bolsillo o a alguna bolsa para dejarlo libre de nuevo, no enteramente vacío sino con algunas monedas, dinero llama a dinero. Escuché un buen rato, primero un chotis, luego algo andaluz irreconocible, después un pasodoble y entonces salí a la terraza para ver si desde las plantas divisaba al organillero, salí a sabiendas de que no sería así, pues si bien la terraza —salida como toda terraza— me acercaba un poco a la calle, quedaba en cambio justo a la derecha de mi ventana, esto es, ofrecía aún menos visión de lo que estaba más allá de la esquina, oculto, yo miraba hacia mi izquierda. No pasaban mucho» transeúntes, de modo que la mujer con trenza agitaba una y otra vez en vano el platillo de plástico haciendo resonar unas pocas monedas, echadas acaso por ella misma, dinero llama a dinero. Volví a mi mesa e intenté abstraerme de la murga, pero no pude, así que me puse una chaqueta y bajé a la calle dispuesto a interrumpir la música. Atravesé la calzada y por fin vi al hombre atezado con un sombrero viejo y un bigotito blanco muy recortado, un hombre de piel curtida y expresión amable, con sus ojos rasgados y sonrientes, un poco ensoñados o absortos mientras le daba al manubrio con la mano derecha y marcaba el ritmo sobre el pavimento con el pie contrario, el izquierdo, ambos pies calzados con zapatos de rejilla de empeine blanco y marrón el resto, invadiéndolos los pantalones algo anchos y largos. Estaba tocando un pasodoble en la esquina de mi casa. Saqué un billete del bolsillo y con él en la mano le dije: —Le doy esto si se va a la esquina de más arriba. Yo vivo ahí y estoy trabajando en casa. Con la música no hay quien pueda. ¿De acuerdo?

El hombre amplió la sonrisa y asintió con la cabeza, con la que a su vez le hizo una seña a la mujer de la trenza, aunque esto no hacía falta: ella se había acercado con el platillo semivacío en cuanto había visto el billete en mi mano. Lo extendió y yo dejé en él el papel verde, que no permaneció allí más que un segundo, el platillo de nuevo casi vacío y el billete en un bolsillo. En Madrid no va nunca el dinero de mano a mano. —Gracias —dije—. Pero váyanse a la otra esquina, ¿eh? El hombre atezado asintió de nuevo y yo crucé otra vez a mi casa. Al llegar a mi habitación en el quinto piso miré por la ventana con un tic de desconfianza, ya que, aunque la música era todavía audible, sonaba ya más débil, lejana, y no me impediría concentrarme. Pero aun así me asomé para comprobar con mis propios ojos que habían despejado mi esquina.

-'Sí, señor, en seguida', había dicho obediente la mujer gitana, y habían cumplido.

Hoy me doy cuenta de dos cosas: la primera y menos importante es que no debí insistirles una vez aceptado el dinero y el trato, no debí repetir 'Pero váyanse a la otra esquina, ¿eh?', poniendo de antemano en duda su cumplimiento de lo acordado (lo peor fue ese '¿eh?' ofensivo). La segunda resulta más grave, y es que, por tener dinero, decidí los movimientos de dos personas ayer por la mañana. Yo no quería que permanecieran en una esquina {mi esquina) y los mandé a otra que ellos no habían elegido; habían elegido la mía, quizá por casualidad pero quizá por algún motivo, tal vez tenían motivo para estar en la mía y no en la otra, y sin embargo a mí eso no me preocupó ni me interesé por averiguarlo, y sin más los hice desplazarse una manzana, allí donde no habían decidido pararse por voluntad propia. No los obligué, bien es cierto, fue una transacción o un pacto, a mí me compensaba gastar un billete para trabajar en paz (ganaría más billetes mientras trabajaba) y para ellos no sería vital estar en mi esquina, sin duda preferían irse a la de más arriba y quedarse con mi billete a seguir en la mía sin el billete, por eso aceptaron y se desplazaron. Se puede incluso pensar que fue un dinero fácil, habrían tardado horas en reunir esa cantidad a base de monedas sueltas de los transeúntes tacaños que apenas pasaban. No es grave, es un incidente mínimo, insignificante, sin perjuicio para nadie, es más, en el que todas las partes salimos ganando. Y sin embargo sí me parece grave que yo pudiera decidir, porque tenía dinero y no me suponía ningún problema gastarlo, dónde debía tocar su organillo el hombre atezado y dónde extender su plato la mujer con trenza. Compré sus pasos, compré su emplazamiento en la mañana de ayer, compré también su voluntad un instante. Podría habérselo pedido por favor, haberle expuesto la situación y haber dejado que él decidiera, también ellos estaban trabajando. Me pareció más seguro ofrecerle dinero y ponerle una condición para llevárselo: 'Le doy esto si se va', le dije, 'si se va a la esquina de más arriba'. Luego le di explicaciones, pero realidad sobraban podía no haberlo hecho tras ofrecerle el dinero, para él era mucho y para mí no era nada, estaba seguro de que lo tomaría, el resultado habría sido el mismo si en vez de mencionar a continuación mi trabajo, como hice, le hubiera dicho: "Porque me da la gana de que se vaya". Así era de hecho aunque no se lo hubiera dicho, lo mande a la otra esquina porque me dio la gana. Era un organillero agradable, de los que ya no quedan, un vestigio del pasado y de mi infancia, debería haberle tenido más respeto. Lo malo es que él probablemente habría preferido también que las cosas fueran como fueron y no como ahora pienso que pudieron ser, es decir, habría preferido mi billete a mi respeto. Podría haberle pedido por favor que se desplazara tras explicarle el caso, y haberle dado el billete luego si se mostraba complaciente y comprensivo, una propina en vez de un soborno, 'por las molestias' en vez de 'lárguese'; pero entre ambas cosas no hay diferencia, en ambas hay un sí de por medio, poco importa que sea explícito o vaya implícito, que venga después o antes. En cierto sentido lo que hice fue lo más claro y lo más limpio, sin hipocresías ni falsos sentimientos, nos compensaba a los dos, eso es todo. Pero aun así lo compré y decidí sus pasos, y en la otra esquina a la que lo mandé tal vez lo arrolló un camión de reparto que perdió la dirección a esa altura e invadió la acera, no lo habría atropellado si el hombre atezado hubiera permanecido en la primera esquina que había elegido. No más chotis; el sombrero caído y el bigotito ensangrentado. También pudo ser al revés, y entonces es de suponer que le salvé la vida al echarlo. Pero esto son conjeturas e hipótesis, mientras que hay veces en que la vida de los otros, de otro (la configuración de una vida, su continuación, no unos meros pasos), depende de nuestras decisiones y vacilaciones, de nuestra cobardía o arrojo, de nuestras palabras y de nuestras manos, también a veces de que tengamos dinero y ellos no lo tengan. Cerca de la casa de Ranz, es decir, cerca de la casa en que yo habité durante mi infancia y adolescencia, hay una papelería. En esa papelería empezó a despachar muy pronto, a los trece o catorce años, una niña casi de mi edad, un poco más joven, la hija del dueño. Es un establecimiento anticuado y modesto, uno de esos lugares que el progreso olvida y deja de lado para realzar sus logros totalitarios, apenas renovado durante tantos años, algo en los últimos, con la muerte del padre han mejorado, se han modernizado un poco y ganarán más dinero. Entonces, a mis quince o catorce años, sin duda ganaban muy poco y por eso trabajaba la niña, por las tardes al menos en aquella época. Esa niña era preciosa, a mí me gustaba mucho, iba a la papelería casi a diario para mirarla, en vez de comprar cuanto necesitaba de golpe, un día compraba un lápiz y otro día un cuaderno, la goma de borrar una tarde para volver a la siguiente por un tintero. Inventaba mis necesidades, se me fueron demasiadas pagas en aquella papelería. También remoloneaba al irme y silboteaba mientras esperaba a ser atendido, como hacen los chicos de mi edad de entonces, procuraba que me atendiera ella (vigilaba cuándo quedaba libre para abrir la boca) y no el padre o la madre, me entretenía más de la cuenta y me duraba el contento la noche entera si recibía una sonrisa o mirada amable o al menos interpretable, pero sobre todo me iba contento pensando en el futuro abstracto, todo estaba aplazado, ella estaba allí una tarde tras otra, siempre localizable, y no había motivo para que el futuro se hiciera concreto y dejara de ser futuro. Mi edad de entonces fue siendo otra, y también la de la chica, que creció y siguió siendo preciosa durante varios años, también ahora por las mañanas, a partir de los dieciséis o así estaba allí todo el día, despachaba continuamente, mientras yo iba a la universidad ella ya no estudiaba. No le hablaba cuando ambos íbamos al colegio y seguí sin hablarle más tarde, primero no me atrevía y luego se había pasado el tiempo, es lo malo del futuro abstracto cuando se queda en eso: aunque la miraba, andaba ocupado en otras cosas y en el variable presente, ya no iba tanto por la papelería. Nunca le dirigí la palabra más que para pedirle papel y lápices, carpetas y gomas y darle las gracias. No sé cómo es, por tanto, cuál es su carácter ni que gustos tiene, si su conversación es grata ni su humor bueno malo, lo que piensa sobre ningún asunto, si se ríe ni como besa. Sólo sé que la amaba a los quince años como se suele amar entonces o aún se ama lo no iniciado, esto es, en la idea de que será para siempre. Pero además de eso me atrevo a decir que su manera de mirar y de sonreír (su manera de entonces) merecían ser amadas para siempre, y eso ya no dependía de mis quince años, sino que lo digo ahora. Se llamaba y Se llama Nieves. Ahora han pasado otros quince o más desde que ya no vivo en la casa de Ranz, pero a veces, cuando voy o he ido a visitarlo, o a recogerlo para salir a comer los dos juntos a La Trainera o a otro restaurante más lejano, antes de subir a su casa he entrado en la papelería por la costumbre no del todo perdida de comprar allí algo, y siempre, a lo largo de estos años, me he ido encontrando a aquella niña que ya no era niña, la he visto a sus veintitrés, y a sus veintiséis, y a sus veintinueve, y a los treinta y tres o cuatro que tendrá ahora. Poco antes de casarme con Luisa la vi un día, es una mujer aún joven, lo es necesariamente porque supe su edad desde siempre, aproximadamente, y era poco inferior a la mía. Lo es necesariamente pero no lo parece, ya no es preciosa y no sé por qué no, ya que está todavía en edad de serlo. Seguramente lleva demasiados años metida mañana y tarde en esa papelería (aunque no la noche ni los domingos ni los sábados desde el mediodía, pero no basta), despachando su material a niños que ya no la ven como a su igual ni como a su amada, sino como a una señora desde hace tiempo. Ninguno de esos niños la admirará ya sin duda, tal vez no la admire nadie, ni siquiera yo que ya no soy niño, o acaso un marido que será del barrio y llevará demasiados años metido en otro establecimiento mañana y tarde, vendiendo medicamentos o cambiando ruedas. Lo ignoro, quizá tampoco haya marido. Lo único que sé es que esa mujer joven que ya no parece joven |lleva demasiado tiempo vistiéndose de parecida forma, con jerseys y blusas de cuello redondo, con faldas plisadas y blanquecinas medias, demasiado tiempo subiéndose a una escalera para buscar una cinta de máquina con sus quebradas uñas manchadas de tinta, su esbelta figura levemente acolchada, sus pechos que yo vi crecer cada vez más abiertos, la mirada tediosa y las ojeras crecientes, los párpados abultados por el poco sueño invadiendo sus ojos que fueron preciosos; o puede que abultados sólo por lo que han tenido delante desde la infancia. Aquella vez que allí estuve y la vi, poco antes de mi proyectada boda, antes de subir a recoger a mi padre para ir los dos a almorzar entre risas, tuve un pensamiento vano del que más bien me avergüenzo y que sin embargo no he podido apartar del todo, o mejor dicho, me vuelve de vez en cuando como algo olvidado mil veces y recordado otras tantas y a lo que no obstante nos da siempre pereza poner remedio, y así preferimos que siga olvidado y recordado a partes iguales o en alternancia para no olvidarlo definitivamente. Pensé que esa niña, Nieves, sería distinta y mejor si yo la hubiera amado no sólo de lejos, si pasada la adolescencia le hubiera hablado y la hubiera tratado y ella hubiera querido besarme, lo cual no podré saber nunca, si habría querido. Ya sé que no sé nada de ella, sin duda le faltan inquietud y ambición y curiosidad, pero estoy seguro al menos de un par de cosas: de que no vestiría como viste ahora y habría salido de la papelería, yo me habría encargado. Puede que fuera aún preciosa y pareciera joven, es mucho decir, pero la mera posibilidad de que así hubiera sido es ya suficiente para indignarme, no conmigo mismo por no haberle hablado más que de lápices, sino con el simple hecho, o posibilidad otra vez, de que la edad visible y el aspecto de una persona puedan depender de quién se le fue acercando, y de tener dinero. El dinero hace que la papelería se venda sin vacilación y haya más dinero, el dinero reduce el miedo y compra vestidos nuevos cada temporada, el dinero permite que una sonrisa y una mirada sean amadas como merecen y se perpetúen durante más tiempo del que les corresponde. Otras personas en la situación de Nieves no seguirían allí, habrían logrado salir del futuro abstracto tan confortable y de lo abierto que va cerrando; pero no hablo de gente hipotética, sino de aquella niña cuya figura nunca concreta protegió las noches de mis quince años. Por eso mi pensamiento vano no fue exactamente una presuntuosa variante patética de los cuentos de príncipes y campesinas, de profesores y floristas, de caballeros y coristas, aunque algo tuviera de presumido, quizá vino provocado por mi boda inminente y porque me sentí traidor y superior y salvado por un instante, superior y traidor a Nieves y salvado de ser como ella. No pensé en mí mismo, sino en su vida configurada, en su continuación, creyéndome capacitado por un segundo para haberla cambiado, incluso aún a tiempo de hacerlo, del mismo o parecido modo que ayer por la mañana cambié el emplazamiento y los pasos del organillero agradable de mi pasado y de la mujer con trenza. Sé que la niña de la papelería habría visto otras cosas y otros países fuera del mes de agosto, sé que habría tenido trato con personas distintas de las que trate y conozca, sé que habría dispuesto de más dinero y no se habría enterrado bajo virutas y briznas de caucho. Y lo que no sé es cómo me atreví a pensar todo esto, cómo me atrevo aún hoy a no haber ahuyentado definitivamente ese pensamiento vano y le permito que vuelva, cómo di por supuesto que una vida conmigo habría sido mejor para ella, mejor en conjunto. Jamás hay conjunto, pienso, y quién sería ella, pensé, sin reconocerme que yo tampoco sería el mismo y que quizá pasara mis días en la papelería con ella.