Fue Luisa quien primero me puso la mano en el hombro, pero creo que fui yo quien empezó a obligarla (a obligarla a quererme), aunque esa tarea no es nunca unívoca y es imposible que sea constante, y su eficacia depende en buena medida de que se tome el relevo de la obligación a ratos por parte del obligado. Creo que yo empecé, sin embargo, y que hasta hace un año, hasta nuestro matrimonio al menos y nuestro viaje de novios, fui yo quien propuso todo lo que fue aceptado: acostumbrarnos a vernos, salir a cenar, ir al cine juntos, acompañarla hasta su portal, besarnos, cambiar nuestros turnos para coincidir algunas semanas en el extranjero, quedarme a dormir alguna noche en su casa (esto lo proponía, pero acababa yéndome después de los besos y los abrazos despiertos), buscar una nueva para los dos más tarde, para casarnos. Creo que fui yo también quien propuso casarnos, quizá por mi mayor edad, quizá porque eso no lo había hecho nunca, casarme ni proponerlo, o esto último sólo una vez, con la boca pequeña y ante un ultimátum. Luisa fue aceptando, seguramente sin saber si quería, o tal vez (su suerte) sabiéndolo sin para ello tener que pensárselo, es decir, sólo haciéndolo. Desde que nos casamos nos hemos visto menos, como dicen que suele ocurrir, pero en nuestro caso no se debió a la aminoración general que acompaña a lo que se aparece como consecución o termino, sino a factores externos y provisionales, un desajuste en nuestros períodos de trabajo: Luisa se prestó cada vez menos a viajar y pasar sus ocho semanas en el extranjero y yo, en cambio, tuve que seguirlo haciendo y aun que prolongar las estancias y aumentar los desplazamientos para sufragar los gastos de nuestra nueva casa inaugurada tan artificiosamente. Durante casi un año, por el contrario, el año previo a nuestro matrimonio, habíamos procurado coincidir lo más posible, ella en Madrid cuando yo estaba en Madrid ella en Londres cuando yo en Ginebra, e incluso un par de veces los dos en Bruselas al mismo tiempo. Durante casi un año, en cambio, el que llevamos casados, yo he estado fuera más tiempo del que habría querido, sin poder acostumbrarme nunca del todo a mi vida conyugal ni a la compartida almohada ni a la nueva casa que no era de nadie antes, y ella ha estado casi siempre en Madrid, organizando esa casa y familiarizándose con mi familia, sobre todo con Ranz, mi padre. Cada vez que yo volvía de un viaje durante este período, encontraba nuevos muebles o cortinas y aun algún nuevo cuadro, de modo que me sentía extraño y debía rehacer los itinerarios domésticos que la vez anterior ya me había aprendido (ahora había una otomana donde no había otomana, por ejemplo). También iba notando algunos cambios en Luisa, tenues cambios que afectaban a cosas muy secundarias en las que sin embargo yo me fijo mucho, la longitud del pelo, unos guantes, hombreras en las chaquetas, un diferente matiz de labios, incluso los andares levemente distintos sin que hubiera variado el tipo de calzado. Nada muy llamativo, pero perceptible tras ocho semanas de ausencia y más aún tras otras ocho. En cierto sentido me molestaba encontrarme con esos mínimos cambios ya realizados, no asistir a ellos, como si el hecho de que yo no fuera testigo (no haberla visto tras la peluquería, no haber opinado sobre los guantes) excluyera necesariamente mi posible influencia en ellos y la de nuestro matrimonio, que es, sin duda, el estado que más influye en las personas y más las altera, y el que por tanto requiere mayor vigilancia en sus inicios. A Luisa la estaba cambiando en su debido orden, primero en los detalles como es el caso siempre con las mujeres en cuanto están sometidas a un proceso de transformación profunda, pero empecé a tener dudas de si era yo, o yo en nuestro matrimonio, quien estaba dirigiendo esa transformación, condicionándola al menos. Tampoco me gustó ver que nuestra nueva casa, cuyas posibilidades eran infinitamente variadas, iba reproduciendo aquí y allá un gusto que no era el de Luisa ni tampoco el mío exactamente, aunque yo estuviera acostumbrado a él y lo hubiera heredado en parte. La nueva casa se iba pareciendo un poco, iba recordando un poco a la de mi infancia, es decir, a la de Ranz, mi padre, como si él hubiera hecho indicaciones durante sus visitas o con su mera presencia hubiera creado necesidades que, a falta de la continuidad de las mías y de un resuelto criterio de Luisa, se hubieran ido cumpliendo sobre la marcha. Mi mesa de trabajo, para la que yo había dado sólo instrucciones vagas, fue casi una réplica de la que veinticinco años antes mi padre había encargado con instrucciones muy precisas a un carpintero de Segovia, el famoso Fonfrías, al que conocía de paso de algún verano: una mesa enorme, demasiado grande para mis escasas tareas, en forma de U rectangular y atestada de cajones que no sabría ni sé llenar. Las estanterías, que yo habría querido pintadas de blanco (aunque se me olvidó advertirlo), aparecieron de color caoba a la vuelta de uno de mis viajes (pero no de caoba, cierto), y no sólo eso: mi padre, Ranz, se había tomado la molestia de desembalar las cajas que me aguardaban y colocar mis libros como él había tenido siempre los suyos, divididos por lenguas y no por materias y, dentro de aquéllas, en orden cronológico de autores según el año de su nacimiento. Como regalo de boda nos dio algún dinero (bastante, fue generoso), pero poco después, estando yo ausente, nos obsequió con dos valiosos cuadros que habían estado siempre en su casa (un pequeño Martín Rico y un Boudin aún más pequeño) y así pasaron a estar en la mía, Venecia y Trouville, los dos preciosos, y sin embargo yo habría preferido seguirlos viendo donde habían colgado durante lustros y no en el salón de mi casa, que con Venecia y Trouville allí., aunque fuera en pequeño (el varadero de San Trovaso y la playa), se asemejaba indefectiblemente a mi juvenil recuerdo del salón de la suya. También llegó una mecedora sin mi conocimiento previo, mueble muy cultivado por mi abuela cubana, su suegra, cuando venía a visitarnos durante mi infancia y que, una vez muerta ella, mi padre se había apropiado, no tanto para mecerse a solas cuanto para adoptar en ella posturas originales durante las reuniones de matrimonios y amigos que celebraba con frecuencia.

No tanto para mecerse. No tanto para mecerse a solas, si es que alguien sabe lo que a nadie le pasa a solas. Pero mi padre jamás se habría mecido, antes al contrario, habría visto ese gesto como una especie de claudicación privada, como la confirmación de Lo que ha intentado o más bien logrado evitar siempre, ser viejo. Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él, y aunque poco puede hacerse contra la evolución del aspecto y de la mirada (quizá algo más contra lo primero), es alguien en cuya actitud o espíritu nunca vi el paso de los años, nunca el menor cambio, nunca asomó en él la gravedad y fatiga que iban apareciendo en mi madre a medida que yo crecía, ni se le apagó el brillo de los ojos que las ocasionales gafas de una vista cansada borraron de golpe de la mirada de ella, ni pareció vulnerable a los reveses y afrentas que jalonan la existencia de todos los individuos, ni descuidó su atuendo un solo día de su vida entera, siempre arreglado desde por la mañana como para asistir a una ceremonia, aunque no fuera a salir ni fuera a visitarlo nadie. Siembre ha olido a colonia y a tabaco y a menta, a veces un poco a licor y a cuero, como si fuera alguien venido de las colonias.

Hace casi un año, cuando Luisa y yo nos casamos, ofrecía la imagen de un hombre mayor presumido y risueño, complacidamente juvenilizado, burlona y falsamente atolondrado. Desde que tengo memoria de él ha llevado siempre el abrigo echado sobre los hombros, sin meterse nunca las mangas, en una mezcla de reto al frío y creencia firme en un compendio de detalles externos que darían como resultado un hombre elegante o por lo menos desenvuelto. Hace un año conservaba casi todo su pelo, blanco y compacto y extremadamente bien peinado con la raya a la derecha (una raya muy marcada, de niño), sin permitir que le amarilleara, una cabeza algodonosa o polar que surgía muy erguida de camisas planchadísimas y corbatas de muy vivos colores agradablemente combinados. Todo en él ha sido siempre agradable, desde su carácter superficialmente apasionado hasta sus maneras sobriamente desenfadadas, desde su mirada vivaz (como si todo le divirtiera, o a todo le viera la gracia) hasta sus continuas bromas afables, un hombre con vehemencia y guasa. Tenía unas facciones no del todo correctas, y sin embargo pasó siempre por un individuo guapo, al que gustaba gustar a las mujeres, pero acaso se conformaba con que eso ocurriera solamente a distancia. Hace casi un año quien lo hubiera conocido entonces (y Luisa lo conoció poco antes) lo habría visto seguramente como a un antiguo conquistador marchito y rebelde ante su decaimiento, o quizá al revés, como a un mujeriego teórico y nunca gastado, alguien con las condiciones para haber llevado una vida galante intensa y que sin embargo, por fidelidades buscadas o por falta de ocasión verdadera o incluso de arrojo, no se hubiera quemado poniéndose a prueba; alguien que, lo mismo que la vejez, hubiera ido aplazando siempre la puesta en práctica de sus seducciones, quizá para no herir a nadie. (Pero los hijos lo ignoramos todo sobre los padres, o tardamos en interesarnos.) Lo más llamativo de su rostro eran sus ojos increíblemente despiertos, deslumbradores a veces por la devoción y fijeza con que podían mirar, como sí lo que estuvieran viendo en cada momento fuera de una importancia extrema, digno no sólo de verse sino de estudiarse detenidamente, de observarse de manera excluyente, de aprehenderse para guardar en la propia memoria cada imagen captada, como una cámara que no pudiera confiar en su mero proceso mecánico para el registro de lo percibido y hubiera de esforzarse mucho, poner de su parte. Esos ojos halagaban lo que contemplaban. Esos ojos eran de color muy claro pero sin gota de azul en ellos, de un castaño tan pálido que a fuerza de palidez cobraba nitidez y brillo, casi de color vino blanco cuando el vino no es joven y la luz los iluminaba, en la sombra o la noche casi de color vinagre, ojos de líquido, de rapaz mucho más que de gato, que son los animales que más admiten esa gama de colores. Pero en cambio sus ojos no tenían el estatismo o perplejidad de esas miradas, sino que eran móviles y centelleantes, adornados por largas pestañas oscuras que amortiguaban la rapidez y tensión de sus desplazamientos continuos, miraban con homenaje y fijeza y a la vez no perdían de vista nada de lo que ocurría en la habitación o en la calle, como los ojos del espectador de cuadros experimentado que no necesita una segunda ojeada para saber lo que está pintado en el fondo del cuadro, sino que con sus ojos globalizadores sabría reproducir la composición al instante, nada más verla, si supieran dibujar también ellos. El otro rasgo llamativo de la cara de Ranz y el único que yo he heredado era su boca, carnosa y demasiado delineada, como si hubiera sido añadida en el último instante y perteneciera a otra persona, levemente incongruente con las demás facciones, separada de ellas, una boca de mujer en un rostro de hombre como tantas veces me han dicho a mí de la mía, una boca femenina y roja que vendría de quién sabe qué bisabuela o antepasada, alguna mujer presumida que no quiso que desapareciera de la tierra con ella y nos la fue transmitiendo, despreocupada de nuestro sexo. Y aún había un tercer rasgo, las cejas pobladas y siempre enarcadas, una u otra o las dos al mismo tiempo, gestos aprendidos probablemente en su juventud, de los primitivos actores del inicio de los años treinta, y que con posterioridad a esa década quedaban más bien como una extraña originalidad involuntaria, un detalle olvidado en la sistemática anulación a que nos somete el tiempo, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo. Mi padre levantaba las pobladas cejas, primero pajizas y luego blancas, por cualquier motivo o incluso sin motivo, como si arquearlas complementara histriónicamente su manera de mirar tan precisa. De ese modo me ha mirado siempre, desde que yo era niño y tenía que alzar mi vista hasta su gran altura a menos que él se agachara o estuviera sentado o tumbado. Ahora nuestra estatura es pareja, pero sus ojos siguen mirándome con la ligera ironía de sus cejas como sombrillas abiertas y la fulgurante fijeza de sus pupilas, manchas negras de sus iris solares, como dos centros de una sola diana. O así miraba hasta hace poco. Así me miró el día de mi boda con Luisa, la joven esposa del que ya no era niño pero como niño él había conocido y tratado durante demasiado tiempo para considerarlo otra cosa, mientras que a ella, la novia, la conocía ya como adulta, o es más, como novia. Recuerdo que en un momento de la celebración me retuvo aparte, fuera del salón que habíamos alquilado en el bonito y antiguo Casino de Alcalá 15, en una pequeña habitación contigua tras la firma de los testigos (testigos falsos, amigos testimoniales, testigos de adorno). Me retuvo con una mano en el hombro (una mano en el hombro) mientras iban saliendo y regresando al salón, hasta quedarnos solos. Entonces cerró la puerta y se sentó en un butacón y yo me apoyé en la mesa con mis brazos cruzados, estábamos ambos muy vestidos de boda, él más, yo menos, aunque había sido civil, una boda civil tan sólo. Ranz encendió un cigarrillo delgado, de los que solía fumar cuando estaba en público sin tragarse el humo. Levantó las cejas enormemente, se le hicieron picudas, sonrió divertido y centró la mirada del fervor en mi rostro, en aquel instante más elevado que el suyo. Y me dijo: