Y yo no traduje, quiero decir que lo que en inglés puse en su boca no fue su cortés pregunta (de manual y un tanto tardía, todo hay que reconocerlo), sino esta otra:

—Dígame, ¿a usted la quieren en su país?

Noté el estupor de Luisa a mis espaldas, es más, la vi descruzar de inmediato las sobresaltadas piernas (las piernas de gran altura siempre a mi vista, como los zapatos nuevos y caros de Prada, sabía gastarse el dinero o se los habría regalado alguien), y durante unos segundos que no fueron breves (sentí mi nuca atravesada por el susto) esperé su intervención y su denuncia, su rectificación y su reprimenda, o bien que se hiciera cargo de la interpretación al instante, 'la red', para eso estaba. Pero esos segundos pasaron (uno, dos, tres y cuatro) y no dijo nada, tal vez (pensé entonces) porque la adalid de Inglaterra no pareció ofendida y contestó sin demora, es más, con una especie de contenida vehemencia: —Muchas veces me lo pregunto —dijo, y por primera vez cruzó sus piernas desentendiéndose de su precavida falda y dejando ver unas rodillas blancuzcas y muy cuadradas—. A uno lo votan, verdad, y más de una vez. Sale elegido, y más de una vez. Y sin embargo, es curioso, uno no tiene la sensación de que lo quieran por eso.

Traduje con exactitud, si acaso de modo que en la versión inglesa desapareciera el 'lo' de la primera frase y todo quedara para nuestro superior como una reflexión espontánea británica que, dicho sea de paso, pareció complacerle como tema de conversación, ya que miró a la señora con sorpresa mínima y mayor simpatía y le respondió mientras hacía entrechocar sus numerosas llaves alegremente: —Es verdad. Los votos no dan ninguna seguridad a ese respecto, por mucho que los aprovechemos. Fíjese en lo que le digo, yo creo que los dictadores, los gobernantes nunca votados ni elegidos democráticamente, son más queridos en sus países. También más odiados, desde luego, pero más intensamente queridos por los que los quieren, que además van siempre en aumento. Consideré que el último comentario, 'que además van siempre en aumento', era un poco exagerado si no falso, por lo que traduje todo correctamente menos eso (lo omití y censuré, en suma), y esperé de nuevo la reacción de Luisa, Volvió a cruzar las piernas con rapidez (sus rodillas doradas, redondeadas), pero esa fue su única señal de haber advertido mi licencia. Quizá, pensé, no la desaprobaba, aunque creía seguir notando clavada en mi nuca su mirada estupefacta o tal vez indignada. No podía volverme a verla, era una desgracia. La adalid pareció animarse:

—Oh, ya lo creo —dijo—. La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer. Esto sucede también en las relaciones personales, ¿no es cierto? ¿Cuántas parejas no son parejas porque uno de los dos, sólo uno, se empeñó en que lo fueran y obligó al otro a que lo quisiera?

—¿Obligó o convenció? —preguntó nuestro alto cargo, y vi que estaba satisfecho de su matización, por lo que me limité a traducirla tal como la había expresado. Agitaba las incontables llaves haciéndolas sonar con demasiado estrépito, un hombre nervioso, no me dejaba oír bien, un intérprete necesita silencio para cumplir su cometido.

La adalid se miró las uñas cuidadas y largas, ahora con coquetería inconsciente más que con desazón o desconfianza, como había hecho antes fingiendo extrañeza. Se tiró de la falda en vano, pues tenía aún cruzadas las piernas.

—Es lo mismo, ¿no cree usted? Sólo hay una diferencia de orden cronológico, qué es primero, qué viene antes, porque lo uno se convierte en lo otro y lo otro en lo uno, indefectiblemente. Todo esto tiene que ver con los faits accomplis como dicen los franceses. Si a un país se le ordena querer a sus gobernantes, acabará convencido de que los quiere, al menos más fácilmente que si no se le ordena. Nosotros no podemos mandárselo, ese es el problema.

Dudé también con ella si el último comentario no era excesivo para los oídos democráticos de nuestro alto cargo, y tras un segundo de vacilación y vistazo a las otras y mejores piernas que me vigilaban, opté por suprimir 'ese es el problema'. Las piernas no se movieron, y en seguida comprobé que mis escrúpulos democráticos habían sido injustificados, porque el español respondió con un golpe de llaves muy asertorio sobre la mesita baja:

—Ese es el problema, ese es nuestro problema, que nunca podremos mandárselo. Vea usted, yo no puedo hacer lo que hacía nuestro dictador, Franco, convocar a la gente a un acto de adhesión en la Plaza de Oriente —aquí me vi obligado a traducir en una gran plaza', pues consideré que introducir la palabra 'Oriente' podría desconcertar a la señora inglesa— para que nos aclame, al gabinete, quiero decir, nosotros sólo somos parte de un gabinete, es así, ¿verdad? Él lo hacía impunemente, con cualquier pretexto, y se ha dicho que la gente iba a vitorearlo obligada. Es cierto, pero también lo es que llenaban la plaza, hay fotos y documentales que no engañan, y no todos podían acudir forzados, sobre todo en los últimos años, cuando las represalias no eran tan duras o sólo podían serlo para los funcionarios de la administración, una sanción, un despido. Mucha gente estaba ya convencida de que lo quería, ¿y por qué?, porque antes había sido obligada a ello, durante décadas. Querer es una costumbre. —Oh, querido amigo —exclamó la alto cargo—, no sabe cómo le comprendo, no sabe lo que yo daría por un acto de adhesión de ese tipo. Ese espectáculo de toda una nación unida como en una fiesta sólo se da en mi país, por desgracia, cuando protestan. Es muy desalentador oír cómo nos insultan sin escucharnos ni leer nuestras leyes, al gabinete en pleno, como usted bien dice, con sus pancartas ofensivas, muy deprimente.

—Y con pareados. Hacen pareados —intercaló nuestro superior. Pero eso no lo traduje porque no me pareció que tuviera importancia ni me dio tiempo; la señora inglesa prosiguió su lamento sin hacerle caso:

—¿Es que no pueden nunca aclamarnos? Me pregunto: ¿nunca hacemos nada correctamente? A mí sólo me aclaman los de mi partido, y claro, no puedo creer en su sinceridad del todo. Sólo en la guerra somos apoyados, no sé si lo sabe, solamente cuando ponemos al país en guerra, entonces...

La adalid británica se quedó pensativa, con la palabra suspendida en los labios, como si estuviera recordando los vítores del pasado que ya no regresarían. Descruzó las piernas con pudor y cuidado y una vez más se tiró de la falda con energía, milagrosamente consiguió hacerla bajar aún dos dedos. Empezaba a no gustarme nada el giro que había tomado la conversación por mi culpa. Santo cielo, pensé (pero habría querido comentárselo a Luisa), estos políticos democráticos tienen nostalgias dictatoriales, para ellos cualquier logro y cualquier consenso serán siempre sólo la pálida realización de un deseo íntimamente totalitario, el deseo de unanimidad y de que todo el mundo esté de acuerdo, y cuanto más se acerque esa realización parcial a la totalidad imposible, mayor será su euforia, aunque nunca bastante; ensalzan la discrepancia, pero en realidad les resulta a todos una maldición y una lata. Traduje debidamente cuanto había dicho la señora excepto su mención final de la guerra (no quería que se le ocurrieran ideas a nuestro alto cargo), y en su lugar puse en sus labios el siguiente ruego:

—Perdone, ¿le importaría guardar esas llaves? Todos los ruidos me afectan mucho últimamente, se lo agradezco.

Las piernas de Luisa mantuvieron su postura, por lo que una vez que nuestro adalid se hubo disculpado ruborizando, se un poco y hubo devuelto al instante el voluminoso llavero al bolsillo de la chaqueta (debía de estársele agujereando con tanto peso), me atreví a traicionarle de nuevo, pues él dijo:

—Ah, desde luego, si hacemos algo bien nadie convoca una manifestación para que nos enteremos de que les ha gustado.

Y yo, por el contrario, decidí llevarlo a un terreno más personal, que me parecía menos peligroso y también más interesante, y le hice decir en inglés meridiano: —Si puedo preguntárselo y no es demasiado atrevimiento, usted, en su vida amorosa, ¿ha obligado a alguien a quererla?