Recuerdo que mi abuela reía tras contar esta macabra historia a la que quizá yo he añadido ahora algún detalle más macabro debido a mi edad adulta (no creo que ella mencionara en modo alguno la sangre ni la longitud de la noche); reía un poco con risa infantil y se abanicaba (quizá la risa de sus diez o menos años, la risa aún cubana), quitándole importancia a la historia y logrando que yo no se la diera tampoco con mis propios diez o menos años, o tal vez era que el miedo que podía infundir aquel cuento era un miedo femenino tan sólo, un miedo de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas, un miedo perteneciente a la misma esfera que el instintivo canto de las mujeres a lo largo del día y al final de la noche, en Madrid o en La Habana o en cualquier parte, ese canto del que participan también los niños y que luego olvidan cuando dejan de serlo. Yo lo había olvidado, pero no enteramente, pues sólo se olvida de veras cuando uno sigue no recordando después de que se lo ha obligado a recordar a uno. Yo había olvidado aquel canturreo durante muchos años, pero la voz distraída o vencida de Miriam no hubo de insistir ni esforzarse para que mi memoria lo recuperara durante mi viaje de novios con mi mujer Luisa, que yacía en la cama enferma y aquella noche de pulposa luna veía el mundo desde su almohada, o acaso no estaba dispuesta a verlo.

Volví a su lado y le acaricié el pelo y la nuca, otra vez sudados, tenía la cara vuelta hacia los armarios, quizá cruzada de nuevo por falsas arrugas capilares y premonitorias, me senté a su derecha y encendí un cigarrillo, la brasa brilló en el espejo, no quise mirarme. Su respiración no era la de alguien dormido, y le susurré al oído:

—Mañana estarás bien, mi amor. Duerme ahora.

Fumé un rato sentado sobre la sábana, sin oír ya nada procedente de la habitación contigua: el canturreo de Miriam había sido el preludio del sueño y la expresión del cansancio. Hacía demasiado calor, no había cenado, no tenía sueño, yo no estaba cansado, no canturreé, no apagué aún la lámpara. Luisa estaba despierta pero no me hablaba, ni siquiera contestó a mí frase de buenos deseos, como sí se hubiera enfadado conmigo a través de Guillermo, pensé, o a través de Miriam, y no quisiera manifestarlo, mejor esperar a que se diluyera en el sueño que no nos venía. Me pareció oír que Guillermo cerraba su balcón ahora, pero yo ya no estaba asomado al mío ni me llegué hasta él para comprobarlo. Sacudí la ceniza del cigarrillo con mala puntería y demasiada fuerza y sobre la sábana se me cayó la brasa, y antes de recogerla con mis propios dedos para echarla al cenicero, donde se consumiría sola y no quemaría, vi cómo empezaba a hacer un agujero orlado de lumbre sobre la sábana. Creo que lo dejé crecer más de lo prudente, porque lo estuve mirando durante unos segundos, como creía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana.

A Luisa la había conocido casi un año antes en el ejercicio de mi trabajo, de una manera un poco bufa y también un poco solemne. Como ya he dicho, ambos nos dedicamos sobre todo a ser traductores o intérpretes (para ganar dinero), más yo que ella o con más constancia, lo cual no quiere decir en modo alguno que yo sea más competente, antes al contrario, lo es más ella, o al menos así fue juzgado en la ocasión de nuestro conocimiento, o fue juzgado que ella era más fiable en conjunto.

Por fortuna no nos limitamos a prestar nuestros servicios en las sesiones y despachos de los organismos internacionales. Aunque eso ofrece la comodidad incomparable de que en realidad se trabaja sólo la mitad del año (dos meses en Londres o Ginebra o Roma o Nueva York o Viena o incluso Bruselas y luego dos meses de asueto en casa, para volver otros dos o menos a los mismos sitios o incluso a Bruselas), la tarea de traductor o intérprete de discursos e informes resulta de lo más aburrida, tanto por la jerga idéntica y en el fondo incomprensible que sin excepción emplean todos los parlamentarios, delegados, ministros, gobernantes, diputados, embajadores, expertos y representantes en general de todas las naciones del mundo, cuanto por la índole invariablemente letárgica de todos sus discursos, llamamientos, protestas, soflamas e informes. Alguien que no haya practicado este oficio puede pensar que ha de ser divertido o al menos interesante y variado, y aún es más, puede llegar a pensar que en cierto sentido se está en medio de las decisiones del mundo y se recibe de primera mano una información completísima y privilegiada, información sobre todos los aspectos de la vida de los diferentes pueblos, información política y urbanística, agrícola y armamentística, ganadera y eclesiástica, física y lingüística, militar y olímpica, policial y turística, química y propagandística, sexual y televisiva y vírica, deportiva y bancaria y automovilística, hidráulica y polemologística y ecologística y costumbrista. Es cierto que a lo largo de mi vida yo he traducido discursos o textos de toda suerte de personajes sobre los asuntos más inesperados (al comienzo de mi carrera llegaron a estar en mi boca las palabras póstumas del arzobispo Makarios, por mencionar a alguien infrecuente), y he sido capaz de volver a decir en mi lengua, o en otra de las que entiendo y hablo, largas parrafadas sobre temas tan absorbentes como las formas de regadío en Sumatra o las poblaciones marginales de Swazilandia y Burkina (antes Burkina-Faso, capital Ouagadougou), que lo pasan muy mal como en todas partes; he reproducido complicados razonamientos acerca de la conveniencia o humillación de instruir sexualmente a los niños en dialecto véneto; sobre la rentabilidad de seguir financiando las muy mortíferas y costosas armas de la fábrica sudafricana Armscor, ya que en teoría no podían exportarse; sobre las posibilidades de edificar una réplica más del Kremlin en Burundi o Malawi, creo (capitales Bujumbura y Zomba); sobre la necesidad de desgajar de nuestra península el reino entero de Levante (incluyendo Murcia) para convertirlo en isla y evitar así las lluvias torrenciales e inundaciones de todos los años, que gravan nuestro presupuesto; sobre el mal del mármol en Parma, sobre la expansión del sida en las islas de Tristan da Cunha, sobre las estructuras futbolísticas de los Emiratos Árabes, sobre la baja moral de las fuerzas navales búlgaras y sobre una extraña prohibición de enterrar a los muertos, que se amontonaban malolientes en un descampado, sobrevenida hace unos años en Londonderry por arbitrio de un alcalde que acabó siendo depuesto. Todo eso y más yo lo he traducido y lo he transmitido y lo he repetido religiosamente según lo iban diciendo otros, expertos y científicos y lumbreras y sabios de todas las disciplinas y los más lejanos países, gente insólita, gente exótica, gente erudita y gente eminente, premios Nóbel y catedráticos de Oxford y Harvard que enviaban informes sobre las cuestiones más imprevistas porque se los habían encargado sus gobernantes o los representantes de los gobernantes o los delegados de los representantes o bien sus vicarios.

Lo cierto es que en esos organismos lo único que en verdad funciona son las traducciones, es más, hay en ellos una verdadera fiebre translaticia, algo enfermizo, algo malsano, pues cualquier palabra que se pronuncia en ellos (en sesión o asamblea) y cualquier papelajo que les es remitido, trate de lo que trate y esté en principio destinado a quien lo esté o con el objetivo que sea (incluso si es secreto), es inmediatamente traducido a varias lenguas por si acaso. Los traductores e intérpretes traducimos e interpretamos continuamente, sin discriminación ni apenas descanso durante nuestros periodos laborales, las más de las veces sin que nadie sepa muy bien para qué se traduce ni para quién se interpreta, las más de las veces para los archivos cuando es un texto y para cuatro gatos que además no entienden tampoco la segunda lengua, a la que interpretamos, cuando es un discurso. Cualquier idiotez que cualquier idiota envía espontáneamente a uno de esos organismos es traducida al instante a las seis lenguas oficiales, inglés, francés, español, ruso, chino y árabe. Todo está en francés y todo está en árabe, todo está en chino y todo está en ruso, cualquier disparate de cualquier espontáneo, cualquier ocurrencia de cualquier idiota. Quizá no se haga nada con ellas, pero en todo caso se traducen. En más de una ocasión me han pasado facturas para que las tradujera, cuando lo único que había que hacer con ellas era pagarlas. Esas facturas estoy convencido, se guardan hasta el fin de los tiempos en un archivo, en francés y chino, en español y árabe, en inglés y ruso, por lo menos. Una vez me llamaron urgentemente a mi cabina para que tradujera el discurso (no escrito) que iba a pronunciar un individuo gobernante que, según yo mismo había leído a cuatro columnas en la prensa de dos días antes había sido muerto en su país de origen en el transcurso de un golpe de estado que había logrado plenamente su propósito de derrocarlo.