Estas escrupulosidades no tienen demasiado sentido, ya que en realidad cuantos más altos sean los cargos que se reúnen a hablar, menos importancia adquiere lo que entre sí se dicen y menos gravedad tendría un error o transgresión por nuestra parte. Supongo que se observan estas precauciones para salvar la cara y para que en las fotos de prensa y en las tomas televisivas se vea siempre a esos individuos estirados, sentados incómodamente en una silla entre los dos adalides, quienes suelen ocupar, en cambio, mullidos sillones o sofás de cinemascope; y si son dos los individuos sentados en durísimas sillas con sendos blocs de notas en las manos, mayor aspecto de helada cumbre ofrecerá el encuentro ante los espectadores de las tomas y los lectores de las fotos. Pues lo cierto es que en estas visitas los muy altos cargos viajan acompañados de toda una comitiva de técnicos, expertos científicos y especialistas (sin duda los mismos que escriben los discursos que pronuncian ellos y traducimos nosotros casi invisibles para la prensa y que a su vez, sin embarco reúnen entre bastidores con sus colegas expertos y especialistas del país visitado. Son ellos quienes discuten y deciden saben, redactan los acuerdos bilaterales, establecen los términos de cooperación, se amenazan velada o abiertamente ventilan los litigios, se hacen chantajes mutuos y tratan de sacar el mayor provecho para sus respectivos estados (suelen hablar idiomas y ser muy ruines, a veces ni siquiera les hacemos falta). Los más altos cargos, en cambio, no tienen la menor noción de lo que se trama, o se enteran cuando todo ha acabado. Simplemente prestan su cara para las fotos y tomas, celebran alguna cena multitudinaria o baile de gala y estampan la firma en los documentos que les pasan sus técnicos al final del viaje. Lo que entre sí se digan, por tanto, casi nunca tiene la menor importancia, y lo que es más embarazoso, a menudo no tienen absolutamente nada que decirse. Esto lo sabemos todos los traductores e intérpretes, quienes no obstante debemos estar siempre presentes en estos encuentros privados por tres razones principales: los más altos cargos desconocen por lo general las lenguas, si nos ausentáramos ellos sentirían que no se estaba dando a su cháchara el adecuado realce, y si hay algún altercado se nos podrá echar la culpa.

En aquella ocasión el alto cargo español era masculino y el alto cargo británico femenino, por lo que debió de parecer apropiado que el primer intérprete fuera a su vez masculino y el segundo o 'red' femenino, para crear una atmósfera cómplice y sexualmente equilibrada. Yo quedé en mi torturadora silla en medio de los dos adalides, y Luisa en su mortificante silla un poco a mi izquierda, es decir, entre la adalid femenina y yo, pero algo postergada, como una figura supervisor» y amenazante que me espiaba la nuca y a la que yo sólo podía ver (mal) con el rabillo de mi ojo izquierdo (sí veía perfectamente sus piernas cruzadas de gran altura y sus zapatos nuevos de Prada, la marca era lo que me quedaba más próximo).

No negaré que me había fijado mucho en ella (esto es, involuntariamente) al entrar en la salita íntima (pésimo gusto), cuando me fue presentada y antes de tomar asiento, mientras los fotógrafos hacían sus fotos y los dos altos cargos fingían hablar ya entre sí ante las cámaras de televisión: fingían, pues ni nuestro alto cargo sabía una palabra de inglés (bueno, al despedirse se atrevió con 'Good luck') ni la alto cargo británica una de castellano (aunque me dijo 'Buen día' al estrecharme férreamente la mano). De modo que mientras el uno murmuraba en español cosas inaudibles para los cámaras y fotógrafos y totalmente inconexas, sin dejar de mirar a su invitada con gran sonrisa, como si le estuviera regalando el oído (pero para mí eran audibles: creo recordar que repetía 'Uno, dos, tres y cuatro, pues qué bien vamos a pasar el rato'), la otra mascullaba sinsentidos en su lengua superándole en la sonrisa ('Cheese, cheese', decía, como se aconseja decir en el mundo anglosajón a cualquier persona fotografiada, y luego cosas onomatopéyicas e intraducibles como 'Tweedle tweedle, biddle, diádle, twit and fiddle, tweedle twang').

Yo, por mi parte, reconozco que también sonreí mucho a Luisa involuntariamente durante aquellos prolegómenos en que nuestra intervención no era aún necesaria (me devolvió sólo medias sonrisas, al fin y al cabo estaba allí para inspeccionarme), y cuando ya lo fue y estuvimos sentados, entonces no hubo manera de que pudiera seguir fijándome en ella ni sonriéndole, por la disposición de nuestras criminales sillas ya descrita. A decir verdad, nuestra intervención tardó todavía un rato en hacerse precisa, ya que en cuanto los periodistas fueron conminados a retirarse ('Ya basta', les dijo nuestro alto cargo levantando una mano, la del anillo), y un chambelán o factótum cerró desde fuera la puerta y nos quedamos los cuatro a solas listos para la eminente charla, yo con mi bloc de notas y Luisa con el suyo sobre el regazo, se produjo un abrupto silencio de lo más imprevisto y de lo más incómodo. Mi misión era delicada y mis oídos estaban particularmente alerta a la espera de las primeras palabras sensatas que me darían el tono y que debería traducir al instante. Miré a nuestro adalid y miré a la adalid de ellos y volví a mirar al nuestro. Ella se estaba observando las uñas con expresión perpleja y los cremosos dedos a cierta distancia. Él se palpaba los bolsillos de la chaqueta y el pantalón, no como quien no logra hallar lo que en verdad está buscando, sino como quien finge no encontrarlo para ganar tiempo (por ejemplo el billete que pide un revisor en el tren a quien no lo lleva). Tenía la sensación de estar en la salita de espera del dentista, y por un momento temí que nuestro representante fuera a sacar y repararnos unos semanarios. Me atreví a volver la cabeza hacia Luisa con cejas interrogantes, y ella me hizo con la mano un gesto (no severo) recomendándome paciencia. Por fin el alto cargo español extrajo de un bolsillo ya diez veces palpado una pitillera metálica (algo cursi) y le preguntó a su colega:

—Oiga, ¿le molesta que fume? Y yo me apresuré a traducirlo. —Do you mind if I smoke, Madam? —dije. —No, si echa usted el humo hacia arriba, señor — contestó la adalid británica dejando de mirarse las uñas y estirándose la falda, y yo me apresuré a traducir como acabo de hacerlo.

El alto cargo encendió un purito (tenía tamaño y forma de cigarrillo, pero era castaño oscuro, yo diría un purito), lo aspiró un par de veces y cuidó de expulsar el humo hacia el techo, que, según vi, tenía manchas. Volvió a reinar el silencio, y al poco él se levantó de su sillón holgado, se acercó a una mesita en la que acaso había demasiadas botellas, se preparó un whisky con hielo (me extrañó que no se lo hubiera servido antes ningún camarero o maestresala) y preguntó: —Usted no bebe, ¿verdad?

Y yo traduje, como también la respuesta, aunque agregando de nuevo "señora" al final de la pregunta.

-No a esta hora del día, sí no le importa que no lo acompañe, señor. —Y la señora inglesa se bajó un poco la falda ya bien bajada. Empezaban a aburrirme las largas pausas y aquella pequeña charla o más bien intercambio insulso de frases aisladas. En la otra ocasión en que había servido de intérprete entre personajes rectores, había tenido al menos la sensación de ser casi insustituible con mis conocimientos cabales de las lenguas que hablo. No es que se dijeran grandes cosas (un español y un italiano), pero había que reproducir una sintaxis y un léxico más complicados que no podría haber traducido bien cualquier mediano conocedor de idiomas, a diferencia de lo que ocurría ahora: todo lo dicho estaba al alcance de un niño.

Nuestro superior volvió a sentarse con el whisky en la mano y el purito en la otra, bebió un sorbo, suspiró con fatiga, dejó el vaso, miró el reloj, se alisó los faldones de la chaqueta que se había pillado con su propio cuerpo, se rebuscó otra vez en los bolsillos, aspiró y espiró más humo, sonrió ya sin ganas (la adalid británica sonrió asimismo con aún menos ganas y se rascó la frente con las uñas largas que se había mirado con asombro al principio, el aire se impregnó un instante de polvos de maquillaje), y entonces comprendí que podían pasarse los treinta o cuarenta y cinco minutos previstos como en la antesala del asesor fiscal o el notario, limitándose a esperar a que transcurriera el tiempo y el ordenanza o fámulo volviera a abrirles la puerta, como el bedel universitario que anuncia con apatía: 'La hora' o la enfermera que vocea desagradablemente: 'El siguiente'. Me volví de nuevo hacia Luisa, esta vez para comentarle algo con disimulo (creo que iba a decirle 'Vaya papelón' entre dientes), pero me encontré con que, sonriendo, se llevaba el índice con firmeza a los labios y se daba unos golpéenos, indicándome que guardara silencio. Sé que no olvidaré jamás esos labios sonrientes atravesados por un dedo índice que no lograba anular la sonrisa. Creo que fue entonces (o más entonces) cuando pensé que me sería beneficioso tratar a aquella muchacha más joven que yo y tan bien calzada. Creo que fue también la conjunción de los labios y el índice (los labios abiertos y el índice que los sellaba, los labios curvados y el índice recto que los partía) lo que me dio valor para no ser nada exacto en la siguiente pregunta que por fin, tras sacar de un bolsillo un llavero sobrecargado de llaves con el que se puso a juguetear de manera inconveniente, hizo nuestro muy alto cargo: — ¿Quiere que le pida un té? —dijo.