Comprendí en el acto que la pregunta era demasiado atrevimiento, sobre todo para hacérsela a una inglesa, y estuve convencido de que esta vez Luisa no iba a pasarlo por alto, es más, iba a hacer funcionar su red, a denunciarme y a expulsarme de la habitación, a poner el grito en el cielo, cómo es posible, hasta aquí hemos llegado, falseamiento y farsa, esto no es un juego. Mi carrera se vería arruinada. Observé con atención y temor las piernas brillantes y no pendientes de su falda, y además en esta oportunidad tuvieron tiempo para la reflexión y la reacción, ya que la señora británica se lo tomó a su vez para reflexionar durante bastantes segundos antes de reaccionar. Miraba a nuestro alto cargo con la boca entreabierta y expresión apreciativa (demasiado lápiz de labios que le invadía los intersticios de los dientes), y él, ante este nuevo silencio que no había promovido y seguramente no se explicaba, sacó otro purito y lo encendió con la colilla del anterior, causando (yo creo) muy mal efecto. Pero las benditas piernas de Luisa no se movieron, siguieron cruzadas aunque quizá se balancearon: sólo noté que se erguía un poco más todavía en su silla homicida, como si contuviera el aliento, acaso más asustada por la posible respuesta que por la indiscreción ya irremediable; o quizá, pensé, también a ella le interesaba saber, una vez que la pregunta estaba hecha. No me delató, no me desmintió, no intervino, permaneció callada, y pensé que si me permitía aquello podría permitírmelo todo a lo largo de mi vida entera, o de mí media vida aún no vivida.

—Hmm. Hmm. Más de una vez, más de una vez, créame —dijo por fin la adalid inglesa, y había un titubeo de remota emoción en su voz aguda, tan remota que posiblemente ya no era recuperable más que bajo esa forma, en la voz imperiosa que de pronto titubeaba—. En realidad me pregunto si alguien me ha querido alguna vez sin que yo lo obligara antes, incluso los hijos, bueno, los hijos son los más obligados de todos. Así me ha sucedido siempre, pero también me pregunto si hay alguien en el mundo a quien no le haya ocurrido lo mismo. Verá, yo no creo en esas historias que cuenta la televisión, personas que se encuentran y se quieren sin ninguna dificultad, los dos están libres y disponibles, ninguno tiene dudas ni arrepentimientos anticipados. Yo no creo que eso se dé nunca, jamás, ni entre los más jóvenes. Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones. Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aun lo que quiere, no hay forma de saber esto último. Si nadie fuera nunca obligado a nada el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían, imaginar lo que viene después de los actos aún no cometidos es siempre horrible, por eso los gobernantes somos tan imprescindibles, estamos aquí para tomar las decisiones que los demás nunca tomarían, inmovilizados por sus dudas y por la falta de voluntad. Nosotros escuchamos su miedo. 'Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas', dijo nuestro Shakespeare, y yo a veces pienso que las personas todas son sólo eso, como pinturas, dormidos presentes y futuros muertos. Para eso nos votan y nos pagan, para que lo despertemos, para que les recordemos que aún no ha llegad su hora que llegará, y sin embargo nos hagamos cargo de sus voluntades en el entretanto. Pero claro, hay que hacerlo de manera que ellos crean todavía que eligen, como las parejas se unen creyendo ambos que han elegido despiertos. No es ya que uno de los dos haya sido obligado por el otro, o convencido si se prefiere; es que sin duda los dos lo han sido, en uno u otro momento del largo proceso que los llevó a unirse, ¿no le parece?, y luego a mantenerse juntos durante algún tiempo o hasta la muerte. A veces los ha obligado algo externo o quien ya ha dejado de estar en sus vidas, los obliga el pasado su descontento, su propia historia, su desdichada biografía. O incluso cosas que ignoran y no están a su alcance, la parte de nuestra herencia que llevamos todos y desconocemos, quién sabe cuándo se inició ese proceso...

Mientras iba traduciendo la larga reflexión de la alto cargo (me abstuve de verter 'Hmm. Hmm' y empecé por '... me pregunto si alguien...', hacía el diálogo entre ellos más coherente), la mujer hablaba y se detenía mirando al suelo con una sonrisa modesta y ausente, quizá un poco avergonzada, las manos apoyadas sobre los muslos, extendidas, como las dejan a menudo las mujeres desocupadas de cierta edad cuando miran pasar la tarde, aunque ella no estuviera desocupada y aún fuera por la mañana. Y mientras iba traduciendo aquel discurso casi simultáneamente y me preguntaba de dónde vendría la cita de Shakespeare ('The sleeping and te edad, are bit as picures', había dicho, y yo había dudado si decir 'durmientes' y si decir 'retratos' en el momento de oírla salir de sus pintados labios), y me preguntaba también si no sería todo aquello un razonamiento demasiado prolijo para que nuestro adalid lo entendiera cabalmente y no se perdiera y hallara respuesta honrosa, sentí que la cabeza de Luisa se había acercado a la mía, a mi nuca, como si la hubiera adelantado o inclinado un poco para oír mejor ambas versiones, sin rearar en las distancias, esto es, en la distancia corta que la separaba de mí y que ahora, con su movimiento adelante (adelantado el rostro: nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas), se había hecho más corta, hasta el punto de notar yo su respiración levemente junto a mi oreja izquierda, su aliento levemente alterado o acelerado pasaba ahora rozando mi oreja, el lóbulo como si fuera un susurro tan quedo que careciera de mensaje o significado, como si sólo la respiración y el acto de susurrar fueran lo transmisible, y quizá la ligera agitación del pecho, que no me rozaba pero notaba más próximo, casi encima y desconocido. Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, te back, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta. Así duermen o creen que duermen la mayoría de los matrimonios y de las parejas, los dos se vuelven hacia el mismo lado cuando se despiden, de manera que uno le da al otro la espalda a lo largo de la noche entera y se sabe respaldado por él o ella, por ese otro, y en medio de la noche, al despertar sobresaltado por una pesadilla o ser incapaz de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creerse solo y abandonado a oscuras, no tiene más que darse vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que le protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besarle (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, le pondrá una mano en el hombro para apaciguarle, o para sujetarle, o para agarrarse acaso.

Ahora sé que la cita de Shakespeare procedía de Macbeth y que ese símil está en boca de su mujer, al poco de que Macbeth haya vuelto de asesinar al rey Duncan mientras dormía. Forma parte de los argumentos dispersos, o más bien frases sueltas, que Lady Macbeth va intercalando para quitarle hierro a lo que su marido ha hecho o acaba de hacer y es ya irreversible, y entre otras cosas le dice que no debe pensar 'so brainsickly of things', de difícil traducción, pues la palabra 'brain' significa 'cerebro' y la palabra 'sickly' quiere decir 'enfermizo' o 'enfermo', aunque aquí es un adverbio; así que literalmente le dice que no debe pensar en las cosas con tan enfermo cerebro o tan enfermizamente con el cerebro, no sé bien cómo repetirlo en mi lengua, por suerte no fueron esas palabras las que en aquella ocasión citó la mujer inglesa. Ahora que sé que esa cita venía de Macbeth no puedo evitar darme cuenta (o quizá es recordar) de que también está a nuestra espalda quien nos instiga, también ese nos susurra al oído sin que lo veamos acaso, la lengua es su arma y es su instrumento, la lengua como gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero y tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella ni como gota de sangre que en seguida es cortada con lo que haya a mano, un paño una venda o una toalla o a veces agua, o a mano sólo la propia mano del que pierde la sangre si está aún consciente y no se ha herido a sí mismo, la mano que va a su estómago o a su pecho a tapar el agujero. La lengua en la oreja es también el beso que más convence a quien se muestra reacio a ser besado, a veces no son los ojos ni los dedos ni labios los que vencen la resistencia, sino sólo la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga. Escuchar es lo más peligroso, es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. No es sólo que Lady Macbeth induzca a Macbeth, es que sobre todo está al tanto de que se ha asesinado desde el momento siguiente a que se ha asesinado, ha oído de los propios labios de su marido 'I have done te deed' cuando ha vuelto, He hecho el hecho', o 'He cometido el acto', aunque la palabra 'deed' se entiende hoy en día más como 'hazaña*. Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, ni siquiera haber preparado el escenario antes ni haber colaborado luego, haber visitado el cadáver reciente y el lugar del crimen para señalar a los siervos como culpables, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Por eso quiere restarle importancia, quizá no tanto para apaciguar al aterrado Macbeth con las manos manchadas de sangre cuanto para minimizar y ahuyentar su propio conocimiento, el de ella misma: 'Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas'; 'Aflojas tu noble fuerza, al pensar en las cosas con tan enfermizo cerebro'; 'No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos'; 'No te pierdas tan abatido en tus pensamientos'. Esto último se lo dice tras haber salido con decisión y haber regresado de untar los rostros de los sirvientes con la sangre del muerto ('Si sangra...) para acusarlos: 'Mis manos son de tu color', le anuncia a Macbeth; 'pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco', como si intentara contagiarle su despreocupación a cambio de contagiarse ella de la sangre vertida de Duncan, a no ser que 'blanco' quiera decir aquí 'pálido y temeroso', o 'acobardado'. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje suyo con el que mata, porque no se puede matar dos veces, y ya está hecho el hecho: 'I have done te deed', y nunca hay duda de quién es 'yo': aunque Lady Macbeth hubiera vuelto a clavar los puñales en el pecho de Duncan asesinado, no por eso lo habría matado ni habría contribuido a ello, ya estaba hecho. 'Un poco de agua nos limpia' (o quizá 'nos limpie') 'de este acto', le dice a Macbeth sabiendo que para ella es cierto, literalmente cierto. Se asimila a él y así intenta que él se asimile a ella, a su corazón tan blanco: no es tanto que ella comparta su culpa en ese momento cuanto que procura que él comparta su irremediable inocencia, o su cobardía. Una instigación no es nada más que palabras, traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo, las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Los mismos actos que nadie sabe nunca si quiere ver cometidos, los actos todos involuntarios, los actos que no dependen ya de ellas en cuanto se llevan a efecto, sino que las borran y quedan aislados del después y el antes, son ellos los únicos e irreversibles, mientras que hay reiteración y retractación, repetición y rectificación para las palabras, pueden ser desmentidas y nos desdecimos, puede haber deformación y olvido. Sólo se es culpable de oírlas, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a la espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade.