—¿Tienes repuestos para esta pluma? Eso fue lo que le pregunté, sacando de mi bolsillo una pluma alemana que había comprado en Bruselas y que me gusta mucho porque la plumilla es negra y mate.

—A ver —dijo ella, y abrió la pluma y miró el cartucho casi vacío—. Me parece que no, pero espera, voy a mirar en las cajas de arriba.

Yo sabía que esos cartuchos no los tendría, y pensé que ella debería haber sabido que no los tenía. Sin embargo arrastró la vieja escalera y la colocó en su lado del mostrador a mi izquierda, y pesadamente, como si tuviera veinte años más de los que tenía (pero llevaba ese tiempo arriba y abajo), fue subiendo peldaños hasta quedarse en el quinto y rebuscar desde él en varias cajas de cartón que no nos servirían. La vi de espaldas, con sus zapatos bajos y su falda a cuadros de colegiala anticuada, sus caderas ensanchadas y la tira de su sostén algo floja transparentándosele bajo la blusa; y con su bonita nuca, lo único inalterado. Miraba en las cajas y sostenía en la mano mi pluma abierta para ver el cartucho y poder compararlo, la sostenía con mucho cuidado. De haber estado a su altura en aquel momento le habría puesto una mano en el hombro o acariciado esa nuca, afectuosamente.

Es difícil imaginar que yo pasara allí mis días, yo siempre he tenido dinero y curiosidad, curiosidad y dinero, incluso cuando no dispongo de grandes cantidades y trabajo para ganármelo, como ahora y desde que salí de la casa de Ranz hace ya tanto tiempo, aunque ahora trabaje sólo seis meses al año. Quien sabe que lo va a tener ya lo tiene en buena medida, la gente se lo adelanta, sé que dispondré de mucho cuando mi padre muera y que entonces podré no trabajar apenas si no quiero, lo tuve de niño para comprar muchos lápices y heredé ya una parte a la muerte de mi madre, y una parte menor ya antes, a la de mi abuela, si bien no eran ellas quienes lo habían ganado, las muertes hacen ricos a los que no lo eran ni podrían serlo jamás por sí solos, a las viudas e hijas, o quizá queda a veces sólo una papelería que encadena a la hija y no soluciona nada. Ranz vivió siempre bien y por tanto también su hijo, sin grandes excesos o con sólo aquellos que su profesión le brindaba y aun aconsejaba. El exceso o fortuna de mi padre consiste en cuadros y alguna escultura, sobre todo en cuadros y numerosos dibujos.

Ahora está retirado, pero durante muchos años (años de Franco y también luego) fue uno de los expertos de plantilla del Museo del Prado, nunca director ni subdirector, nunca alguien visible, aparentemente un funcionario que pasaba todas las mañanas en una oficina, sin que por ejemplo su hijo tuviera nunca una idea clara de cómo las ocupaba, al menos de niño. Después fui sabiendo, mi padre se pasaba los días encerrado efectivamente en un despacho al lado de las obras maestras y no tan maestras de la pintura que tanto le apasionaban. Mañanas enteras en la vecindad de cuadros extraordinarios, a ciegas, sin poder asomarse a verlos o a ver cómo los miraban los visitantes. Examinaba, catalogaba, describía, descatalogaba, investigaba, dictaminaba, inventariaba, telefoneaba, vendía y compraba. Pero no siempre estaba allí, también él ha viajado mucho a cargo de instituciones y de individuos que poco a poco se fueron enterando de sus virtudes y lo contrataban para emitir opiniones y hacer peritajes, fea palabra pero es la que emplean los que los hacen. Al cabo del tiempo era consejero de varios museos norteamericanos, entre ellos el Getty de Malibú, el Walters de Baltimore y el Gardner de Boston, también consejero de algunas fundaciones o delictivos bancos sudamericanos y de coleccionistas particulares, gente demasiado rica para venir por Madrid y por casa, era él quien se desplazaba a Londres o Zürich, Chicago o Montevideo o La Haya, daba su opinión, favorecía o desaconsejaba la venta o la compra, se llevaba un porcentaje o un aguinaldo, regresaba. A lo largo de los años fue haciendo cada vez más dinero, no sólo por los porcentajes y por su sueldo de experto en el Prado (no gran cosa), sino por su corrupción paulatina y ligera: la verdad es que ante mí no ha tenido nunca empacho en reconocer sus prácticas semifraudulentas, es más, se ha jactado de ellas en la medida en que todo sutil engaño a los precavidos y poderosos es en parte digno de aplauso si además queda impune y no es descubierto, es decir, si se ignora no ya el autor, sino el engaño mismo. La corrupción no es tampoco muy grave en este campo, consiste simplemente en pasar a representar los intereses del vendedor, sin que se note ni sepa, en lugar de los del comprador, que es normalmente quien contrata al experto (y además puede ser vendedor un día). El Getty Museum o la Walters Art Gallery que pagaban a mi padre eran informados sobre la autoría y estado y conservación de un cuadro cuya adquisición estudiaban. Mi padre informaba con veracidad en principio, pero ocultaba algún dato que, de haberse tenido en cuenta, habría disminuido notablemente su valor y su precio, por ejemplo que al lienzo en cuestión le faltaban varios centímetros que alguien cortó a lo largo de los siglos para que cupiera en el gabinete de uno de sus dueños, o bien que un par de figuras muy secundarias del fondo estaban retocadas sobre el original, por no decir rehechas. Llegar a un acuerdo con el vendedor para silenciar estos detalles puede suponer un porcentaje doble sobre un precio más alto, bastante dinero para el silenciador y aún más para el vendedor, y el experto, si más adelante ve descubierto su fallo, siempre puede decir que se trató de eso, un fallo, ningún experto es del todo infalible, antes al contrario, es inevitable que alguna vez se equivoquen en algún aspecto, basta con que acierten en muchos otros para conservar su prestigio, y así los errores pueden administrarse. Mi padre, no me cabe duda, tiene buen ojo y aún mejor mano (hay que tocar la pintura para saber, es imprescindible, a veces incluso lamerla un poco sin causarle perjuicio), y en países como España eso ha sido impagable durante muchísimos años, cuando se desconocían o no podían costearse los análisis químicos (tampoco infalibles, dicho sea de paso) y el crédito de los expertos dependía sólo del énfasis y convencimiento con que emitieran sus veredictos. Las colecciones privadas españolas (también las públicas, pero menos) están llenas de falsos, y sus propietarios se llevan grandes disgustos cuando hoy en día deciden venderlas y las encomiendan por fin a una casa de subastas seria. Ha habido señoras que se han desmayado in situ al enterarse de que su pequeño divino Greco de toda la vida era un pequeño Greco divino falso. Ha habido caballeros ancianos que han hecho amago de abrirse las venas al recibir la noticia, sin vuelta de hoja, de que querida tabla flamenca de toda la vida era una tabla flamenca querida y falsa.

Por las oficinas de las casas de subastas han rodado perlas auténticas y se han roto bastones de madera nobles, los objetos cortantes están en vitrinas desde que se rajó a un empleado y no se extraña nadie ante las camisas de fuerza y las ambulancias.

Los loqueros son bien recibidos.

Durante decenios los peritajes en España los ha hecho cualquiera con suficiente vanidad, desfachatez o arrojo: un anticuario, un librero, un crítico de exposiciones, una guía del Prado de las que van con letrero, un bedel, el expendedor de postales o la asistenta, todo el mundo opinaba y emitía su dictamen y todos los dictámenes iban a misa, no más unos que otros. Alguien que en verdad supiera era impagable, como lo es aún hoy en todas partes del mundo, pero más aquí y entonces. Y mi padre sabía, aún sabe más que la mayoría. Con todo, yo he tenido la duda de si entre sus corrupciones ligeras no ha habido alguna más grave y de la que no se ha jactado nunca. El experto, aparte de las ya mencionadas, tiene otras dos o tres maneras de enriquecerse. La primera es legal, y consiste en comprar para sí mismo a quien no sabe o está en apuros (por ejemplo durante y después de una guerra, en esos periodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por un tocino). Durante años y años Ranz ha ido comprando también para su casa, no sólo para quien lo contrataba: a anticuarios, a libreros, a críticos de exposiciones, a guías del Prado de las que van con letrero, a bedeles, a expendedores de postales e incluso a asistentas, a todo tipo de gente, les ha comprado maravillas por cuatro cuartos: con el dinero que le pagaban en Malibú, Boston y Baltimore invertía en arte para sí mismo, o mejor dicho, no invertía o sí acaso lo hacía para sus descendientes, ya que jamás ha querido vender nada de su propiedad y seré yo quien venda.