Mi padre posee joyas que no le costaron nada y de algunas de las cuales nada se sabe. En la Kunsthalle de Bremen, en Alemania, desaparecieron una pintura y dieciséis dibujos de Durero en 1945, cuenta la historia que se esfumaron durante los bombardeos o que se los llevaron los rusos, más bien esto último. Entre esos dibujos había uno titulado Cabeza de mujer con los ojos cerrados, otro llamado Retrato de Caterina Cornaro y un tercero conocido como Tres tilos. Yo no afirmo ni niego nada, pero en la colección de dibujos de Ranz hay tres que juraría que son de Durero (pero yo no soy nadie para decirlo, y él siempre se ríe cuando le pregunto, no me contesta), y en uno de ellos se ve una cabeza de mujer con los ojos cerrados, en otro me da el corazón que está el vivo retrato de Caterina Cornaro y lo que veo en el último son tres tilos, aunque no entiendo mucho de árboles. Esto es sólo un ejemplo. Habida cuenta de los tan variables precios del mercado del arte, no sé lo que valdrá el conjunto de su colección (mi padre también se ríe cuando le pregunto, y me contesta: 'Ya lo sabrás el día que no tengas más remedio que averiguarlo. Esto cada día cambia, como el precio del oro'), pero es posible que no necesite desprenderme más que de una o dos piezas, cuando él muera y vender o no sea asunto mío, para dejar de traducir y viajar si ya no quiero seguir haciéndolo.

De los mejores cuadros que Ranz ha tenido siempre a la vista en casa (a la vista no tantos), a las amistades y visitas les ha dicho invariablemente que se trataba de copias (con alguna excepción razonable: Boudin, Martín Rico y otros semejantes), excelentes copias de Custardoy padre y alguna más reciente de Custardoy hijo. La segunda manera que de hacerse rico tiene un experto es poner sus conocimientos no al servicio de la interpretación, sino de la acción, esto es: asesorar y guiar a un falsario para que sus obras sean lo más perfectas posible. Es de suponer que el experto que aconseje a un falsificador se abstendrá de informar a nadie sobre esas falsificaciones, las realizadas bajo su supervisión y criterio.

Pero en cambio es probable que el falsificador le dé un porcentaje de lo obtenido por la venta de uno de esos cuadros asesorados a algún particular o museo o banco tras el visto bueno de otro experto, como también es probable que el primer experto sí se preste a informar sobre las falsificaciones instruidas por ese otro.

Uno de los mejores amigos de Ranz fue Custardoy padre y ahora lo es Custardoy hijo, ambos copistas magníficos de casi cualquier cuadro de cualquier época, aunque sus mejores imitaciones, aquellas en que original y copia podían ser confundidos, eran de los pintores franceses del XVIII, no muy apreciados durante mucho tiempo (y que por tanto nadie se molestaba en falsificar) y hoy en día sobremanera, en parte por la revalorización decidida por los propios expertos en recientes décadas.

En la casa de Ranz hay dos copias extraordinarias de un pequeño Watteau y un Chardin mínimo la primera de Custardoy padre y la segunda de Custardoy hijo, a quien se la encargó hace sólo tres años, o eso dijo.

Custardoy padre tuvo algunos problemas y sustos poco antes de su muerte, hace ya más de diez años: llegó a ser detenido y soltado al poco tiempo sin que se lo procesara: sin duda mi padre hizo llamadas desde su despacho del Prado a personas que tras la muerte de Franco no habían perdido enteramente su influencia.

Pero por buenas cantidades que Ranz fuera ganando e incrementando a través de Malibú, Boston y Baltimore, de Zürich, Montevideo y La Haya, a través de sus favores particulares y sus aún más privados servicios a los vendedores, a través incluso de sus posibles consejos a Custardoy el viejo y quizá ahora ocasionalmente al joven, su fortuna y su exceso consisten, como ya he dicho, en su colección personal de dibujos y cuadros y alguna escultura, aunque no sé todavía ni sabré de momento a cuánto ascienden tal fortuna y tal exceso (espero que a su muerte deje un informe de experto exacto). Él nunca ha querido deshacerse de nada, de ninguna de sus supuestas copias ni de sus seguros auténticos, y en eso hay que reconocer, más allá de sus corrupciones ligeras, la sinceridad de su vocación y su pasión genuina por la pintura. Si bien se mira, regalarnos el Boudin y el Martín Rico enanos por nuestra boda debió de costarle sangre, aunque en casa los siga viendo.

Cuando trabajaba en el Prado recuerdo su pánico a cualquier accidente o pérdida, a cualquier deterioro y al más mínimo desperfecto, así como a los guardianes y vigilantes del museo, a los que, según decía, habría que pagar maravillosamente y procurar tener muy contentos, ya que de ellos dependía no sólo la seguridad y el cuidado, sino la propia existencia de las pinturas. Las Meninas, decía, existen gracias a la benevolencia o perdón cotidiano de los guardianes, que podrían destruirlas en cualquier momento si lo quisieran, por eso hay que mantenerlos orgullosos y alegres y en estado psíquico satisfactorio. Él, con diversos pretextos (no era su tarea, no lo era de nadie), se encargaba de saber cómo les iba la vida a esos vigilantes, si estaban tranquilos o por el contrario alterados, si los agobiaban las deudas o se defendían, si sus mujeres o sus maridos (el personal es mixto) los trataban bien o los brutalizaban, si sus hijos eran motivo de dicha o pequeños psicópatas que los sacaban de quicio, siempre interesándose y velando por ellos para salvaguardar las obras de los maestros, protegerlas de sus posibles iras o arrebatos de resentimiento. Mi padre era bien consciente de que un hombre o una mujer que pasa sus días encerrado en un sala viendo siempre las mismas pinturas, horas y horas cada mañana y algunas tardes sentado en una sillita sin hacer otra cosa que vigilar a los visitantes y mirar las telas (prohibido hasta hacer crucigramas), podía enloquecer y propiciar amenazas o desarrollar un odio mortal hacia esos cuadros. Por esa razón se ocupaba personalmente, durante sus años metido en el Prado, de cambiar cada mes el emplazamiento de los guardianes, para que al menos fueran viendo los mismos lienzos sólo durante treinta días y su odio se amortiguara, o bien cambiara de destinatarios antes de que fuera demasiado tarde. La otra cosa de la que era bien consciente era esta: aunque ese guardián sufriera castigo y fuera a parar a la cárcel, si el guardián decidía una mañana destruir Las Meninas, Las Meninas quedarían tan destruidas como los Durero de Bremen si los destruyeron los bombardeos, ya que no habría vigilante para impedir el destrozo si fuera el propio vigilante el que destrozara, con todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su fechoría y nadie que lo parara salvo sí mismo. Sería irreversible, no habría manera de recuperarlas. En una ocasión salió de su despacho casi a la hora de cerrar, cuando la mayoría de los visitantes habían salido, y encontró a un viejo guardián llamado Mateu (llevaba allí veinticinco años) jugando con un mechero no recargable y el borde de un Rembrandt, concretamente el borde inferior izquierdo del titulado Artemisa, de 1634, el único Rembrandt seguro del Museo del Prado, en el que la susodicha Artemisa, con rasgos muy parecidos a los de Saskia, mujer y frecuente modelo del pintor genio, mira de soslayo una enrevesada copa que le ofrece una sirvienta joven arrodillada y casi de espaldas. La escena se ha interpretado de dos formas, como Artemisa, reina de Halicarnaso, en el momento de ir a beber la copa con las cenizas de Mausolo, su marido muerto para quien hizo erigir un sepulcro que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo (de ahí mausoleo), o como Sofonisba, hija del cartaginés Asdrúbal, que para no caer viva en manos de Escipión y los suyos, que la reclamaban formalmente, pidió a su nuevo esposo Masinisa una copa con veneno como regalo de boda, copa que según la historia le fue procurada por mor de la fidelidad en peligro, y eso que Sofonisba no había sido sólo suya y había estado casada ya antes con otro, el jefe Sifax de los masesilianos, a quien de hecho acababa de robársela el segundo y saqueador marido (susodicho Masinisa) durante la confusa toma de Cirta, hoy Constantina en Argelia. Así, es difícil saber ante el cuadro si en honor de Mausolo va a beber Artemisa maritales cenizas o marital veneno Sofonisba por culpa de Masinisa; aunque por la expresión soslayada de ambas más parece que una u otra fueran a ingerir, no sin vacilaciones, alguna pócima adulterina. Sea como sea, al fondo hay una cabeza de vieja que observa la copa más que a la sirvienta o a la propia Artemisa (de ser Sofonisba, es posible que la vieja le haya puesto el veneno), no se la ve bien del todo, el fondo es una penumbra demasiado misteriosa o está demasiado sucio, y la figura de Sofonisba es tan luminosa y abulta tanto que hace a la vieja aún más dudosa.