Por fortuna un supremo funcionario de Naciones Unidas, que se habría fijado en mí y estaba allí al lado, me identificó en el acto como el intérprete, y así logró que me liberaran los que respaldaban a nuestro altísimo cargo. Él seguía ya pasillo adelante con sus parabienes embusteros y un improcedente ruido de llaves (maniático de su llavero, lo bailaba en el bolsillo). Al verlo alejarse observé que sus pantalones también eran connacionales, participaban del famoso e inconfundible corte. No habría estado bien lo contrario en un representante tan representativo de nuestro país lejano.

Le contaba esta anécdota a Berta esa noche en casa, y ella, en contra de la costumbre cuando yo le contaba anécdotas, no escuchaba divertida ni tampoco asombrada, menos aún con vehemencia, su cabeza concentrada en lo que la habría rondado aquel día, o más días, un proyecto, 'Bill' sin duda.

—¿Tú me ayudarías a rodar el vídeo? —me preguntó sin pausa en cuanto hube acabado de relatar mi episodio.

—¿Ayudarte? ¿Qué vídeo?

—Vamos, no te hagas el idiota. El vídeo. Voy a mandárselo. He decidido mandárselo. Pero en uno así yo no puedo filmarme a mí misma, no saldría bien. Los encuadres y todo eso, la cámara no puede estar fija, tiene que moverse. ¿Me ayudarías? —Había empleado un tono ligero, casi de divertimiento. Debí de mirarla con expresión imbécil, porque añadió (y el tono ya no fue ligero)—: No me mires con esa expresión imbécil y contéstame. ¿Me ayudarás? Está claro que si no se lo mandamos no va a dar más señales de vida. Yo dije (al principio no pensé mis palabras):

—¿Y qué? ¿Tan grave es que no las dé? ¿Quién es? Piénsalo. ¿Quién es? ¿Qué importancia tiene si no se la damos? Aún podemos no dársela, aún no es nadie, ni siquiera le has visto la cara.

Ella había vuelto a utilizar el plural: 'si no se lo mandamos', había dicho, dando ya por hecha mi participación.

Quizá ya no estaba tan injustificado que lo utilizara, desde que yo había ido a

Kenmore Station y a otros sitios hasta la marquesina del Hotel Plaza. También yo lo había empleado, por asimilación, por contagio, 'si no se la damos', 'aún podemos no dársela'. Lo había hecho sin intención.

—Para mí tiene importancia, para mí es muy grave.

Encendí la televisión, era la hora de Family Feud, programa diario, y las imágenes ayudarían a mitigar la contrariedad que se estaba creando, tal vez a acallar las palabras, es imposible no mirar de vez en cuando una pantalla encendida.

—¿Por qué no intentas negociar un encuentro? Escríbele de nuevo, a lo mejor

contesta, aunque no le mandes lo que te pide.

—No quiero perder ya más tiempo. ¿Vas a ayudarme o no?

Su tono no tenía nada de ligero ahora, fue imperativo o casi. Miré a la pantalla.

Dije:

Preferiría no tener que hacerlo.

Ella miró también. Dijo:

No tengo a nadie más a quien pedírselo.

Luego se quedó callada durante toda la noche, pero no en mi compañía, sino entre la cocina y su dormitorio. Cuando pasaba olía a Trussardi.

Pero durante el fin de semana coincidimos más en la casa, como solíamos (era el sexto de mi estancia, se iba acercando el momento de regresar a Madrid, a mi nueva casa con Luisa, hablaba con ella un par de veces a la semana, nunca de nada, como son las conversaciones apresuradas y algo amorosas, y además intercontinentales), y el sábado Berta volvió a insistirme. 'Tengo que hacerme ese vídeo', dijo, "tienes que ayudarme.' En aquellos últimos días había cojeado un poco más de lo habitual, como si inconscientemente me quisiera dar lástima. Era absurdo. Yo no contesté y ella continuó: 'No puedo pedírselo a nadie más'. He estado pensando, la única persona con la que tendría confianza es Julia, pero ella no sabe nada de todo el asunto, sabe lo de la agencia y que escribo a los personas y que de vez en cuando salgo con alguien que nunca resulta, pero ni siquiera sabe que envío y recibo vídeos, ni que me llego a acostar con nadie. No sabe nada de Arena Visible, tú en cambio estás al tanto desde el principio, hasta le has visto la cara, no me obligues ahora a contárselo todo a otra persona, la gente siempre acaba hablando. Me daría vergüenza que lo hicieran los compañeros. Tienes que ayudarme. Hizo una pausa y dudó si decir y por fin dijo (la voluntad siempre más lenta que la lengua): 'Al fin y al cabo, tú ya me has visto desnuda, es otra ventaja'.

Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones', pensé. 'Todo el mundo obliga a todo el mundo', pensé. 'Este individuo Bill ha obligado ya a Berta, y Berta está tratando de obligarme a mí, Bill ha forcejeado, también la ha ofendido y ya la ha humillado antes de conocerse, quizá ella no se da cuenta o en el fondo no le importa, vive instalada en eso, Berta forcejea conmigo para convencerme, como

Miriam con Guillermo para que se case con ella, y quizá Guillermo con su mujer española para que por fin se muera, forcejea para su muerte. Yo he forcejeado y obligado a Luisa, o fue Luisa a mí, no está claro, contra quien forcejearía mi padre, o quién lo ofendería y lo obligaría, o cómo ocurrió que en su vida hay dos muertes, quizá forcejeó para alguna, no quiero saberlo, el mundo es plácido cuando no se sabe, no sería mejor que nos estuviéramos todos quietos. Pero aunque nos estemos quietos hay problemas y forcejeos y humillaciones y ofensas, y también obligaciones, a veces nos obligamos a nosotros mismos, sentido del deber se llama, quizá mi deber es ayudar a Berta en lo que me pida, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos, si me niego a ayudarla la ofenderé, y la humillaré, toda negativa es siempre una ofensa y un forcejeo, y es verdad que la he visto desnuda, pero eso fue hace mucho tiempo, lo sé pero no lo recuerdo, han pasado quince años y ella es mayor y cojea, era joven entonces y no había sufrido accidentes y sus piernas eran iguales, por qué habrá tenido que recurrir a eso, nunca mencionábamos nuestro pasado tan mínimo, mínimo en sí y frente al presente tan largo, yo también era joven, aquello ocurrió y a la vez no ha ocurrido, al igual que todo, por qué hacer ni no hacer, por qué decir sí o no, por qué fatigarse con un quizá o un tal vez, por qué decir, por qué callar, por qué negarse, por qué saber nada si nada de lo que sucede, sucede, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. O acaso es que nunca hay nada.

'Está bien, pero hagámoslo rápido, ahora mismo', le dije a Berta. 'Démonos prisa.'

Y utilicé el plural en mis frases, plenamente justificado,

'¿Me lo harás?', dijo ella con gratitud indisimulada y súbita, y con alivio.

'Dime lo que tengo que hacer y lo haré. Pero rápido, venga, prepárate, cuanto

antes empecemos y terminemos mejor.'

Berta se acercó hasta mí y me dio un beso en la mejilla. Salió del salón y fue a buscar su cámara, pero en seguida volvimos a la habitación de donde la había traído, porque escogió como escenario su dormitorio, la cama deshecha. Estábamos desayunando, aún era por la mañana.

Aquel cuerpo no tenía nada que ver con el que yo recordaba o ya no recordaba, aunque la verdad es que no lo miré más que a través de la cámara, para hacer los encuadres y las aproximaciones que ella me iba sugiriendo, como si verlo indirectamente fuera una manera de no contemplarlo, cada vez que interrumpíamos la grabación unos segundos para pensar una nueva postura o variar la toma (variarla yo, pensarla ella) yo miraba al suelo o bien hacia el fondo, hacia la pared y la almohada, más allá de su figura, con mi mirada opaca. Berta se había sentado primero a los pies de la cama, como había hecho 'Bill' con su albornoz azul claro, y en eso también le había imitado Berta, se había puesto su propio albornoz (que era blanco) tras pedirme que esperara a que se duchase, salió con el pelo húmedo y el albornoz cerrado, se lo abrió un poco luego, dejó que se le fuera abriendo a la altura del tórax, el cinturón todavía anudado, no recordaba yo aquellos pechos crecidos o perfeccionados por el paso del tiempo o quizá por el tacto, no podía creer que fuera un busto inyectado, era como si se hubieran transformado o hecho maternales desde que yo había dejado de verlos, y por eso no sólo me sentí indiscreto, sino también turbado (quizá como un padre que dejó de ver desnuda a su hija cuando la hija dejó de ser niña y la ve de pronto ya adulta, por accidente o por una desgracia). Su cuerpo entero, lo que iba viendo por el objetivo, era mis fuerte que el que había abrazado en Madrid hacía ya quince años, tal vez había practicado natación o gimnasia durante los doce que llevaba en América, un país donde se cuidan y moldean los cuerpos, sólo eso. Pero además de más vigoroso era más viejo, el color oscurecido como se oscurece la piel de la fruta cuando empieza a pudrirse, los pliegues junto a las axilas, en la cintura, la superficie estriada en algunas zonas por ese cuarteamiento en sombra que sólo se percibe desde muy cerca (las estrías casi blancas, como si estuvieran pintadas con el pincel más fino, sobre tabla), los propios pechos tan fuertes separados más de lo conveniente, su canal ensanchado, no soportarían bien ciertos escotes. Berta había dejado la vergüenza a un lado, o eso parecía, y o no lo había hecho en cambio, me esforzaba en pensar que estaba filmando aquello para otros ojos, los ojos de 'Bill' o Guillermo, los ojos punzantes e indescifrables del individuo del Hotel Plaza, PH, su mirada penetrante y a la vez opaca sería la que vería lo que yo estaba viendo, a ella estaba destinado, no a la mía opaca pero no penetrante, yo no lo estaba viendo aunque el ángulo que yo eligiera sería el que le tocara ver, dependía de mí (pero también de Berta) lo que él viera en su pantalla más tarde, no más, no menos, sólo lo que decidiéramos, lo que grabáramos para la posteridad tan breve. Berta había hecho que su albornoz se le deslizara hasta la cintura, el cinturón todavía anudado, las piernas cubiertas por los faldones, sólo el torso descubierto (pero enteramente al descubierto). Yo no le filmaba la cara más que de pasada, en algún movimiento que hacía el vídeo y que la alcanzaba, quizá queriendo deslindar el conocido rostro (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas, es todo el rostro) del cuerpo desconocido, el cuerpo más viejo y más fuerte, o era sólo olvidado. No se parecía al de Luisa, que es el cuerpo al que estaba entonces y estoy ahora acostumbrado, aunque me di cuenta en aquel momento de que el de Luisa no lo había observado nunca con tanto detalle, a través de una cámara, este cuerpo de Berta era como madera mojada sobre la que se clavan navajas, el de Luisa como indiscreto mármol sobre el que suenan los pasos, más joven y menos cansado, menos expresivo y más intacto. No hablábamos mientras yo rodaba, el vídeo registra las voces, tal vez ya no había divertimiento ni alivio para mi amiga Berta, para mí nunca los hubo, las voces rebajan lo que sucede, comentar difumina los hechos, también contarlos, hicimos un alto, dejé de filmar, todo duró muy poco, había que grabar unos minutos tan sólo, pero aún no habíamos acabado. Yo miraba más cada vez con los ojos de 'Bill' que yo había visto pero no Berta, no eran los míos sino los suyos, nadie podría acusarme de haber mirado con esa mirada, de haber mirado mirando, como antes dije, porque no fui yo exactamente sino él a través de mis ojos, los de él y los míos opacos, los míos cada vez más penetrantes. Pero ella desconocía esos ojos, aún no habíamos terminado. 'El cono', le dije a Berta, y no sé cómo se lo dije, cómo me atreví a decírselo, pero lo hice. 'Nos falta el coño', le dije, y utilicé el plural para involucrarme, o quizá para atenuar lo que estaba diciendo, dos palabras tan sólo, luego cuatro, repetidas las dos primeras en la segunda frase (hablaba por boca de 'Bill' acaso). Berta no contestó, no dijo nada, no sé si me miraba, yo no la miraba a ella (en ese instante no estaba rodando), sino hacia el fondo, hacia la pared y la almohada desde la que los enfermos y los recién casados acaban por ver el mundo, también los amantes. Se desanudó el cinturón y se abrió el albornoz a la altura también del abdomen, todavía se tapaba las piernas con los faldones, esto es, dejaba ver el interior de los muslos pero no su frente ni más abajo, el resto, los faldones caían verticales como cascada azul pálida ocultando las extremidades (o era cascada blanca), una más larga y otra más corta, una más corta y otra más larga, y yo rodé, acercándome, unos segundos de vídeo, para la posteridad efímera, Berta sacaría copia, lo había dicho. Se cerró el albornoz en seguida, en cuanto yo hube grabado el final de sus muslos y me retire con la cámara un poco. Pensé que su cicatriz estaría morada, seguí sin mirarla, aún tenía que decirle algo, aún no habíamos terminado, aún nos faltaba algo de lo que 'Bill', 'Jack' o 'Nick' nos había exigido, nos faltaba la pierna. Encendí un cigarrillo y al hacerlo cayó una pavesa sobre la cama deshecha, pero llegó apagada y no se comió la sábana. Y entonces llegué a decírselo, o se lo dijo 'Bill' o se lo dijo Guillermo con nuestra voz de sierra. 'La pierna', le dijimos, le dije. "Nos falta la pierna', dijimos, 'recuerda que Bill quiere verla.'