—Está bien —dijo—, procuraré hacerlo. ¿Puedes hacerme tú un favor a mí? — Dime —dije.

Ella habló sin pensárselo, o bien lo había estado pensando antes y ya se había resuelto.

—¿Tienes preservativos que puedas dejarme? —dijo rápidamente y con la boca pequeña mientras ya no me miraba (se estaba pintando los labios con un pincel mínimo y con mucho cuidado).

—Debo tener alguno en el neceser —contesté con tanta naturalidad como si me hubiera pedido unas pinzas, tenía aún las suyas sobre el lavabo; pero era una naturalidad fingida que no pude evitar añadir—: Creía que deseabas que alguna de tus citas no los llevara algún día. Berta se echó a reír y dijo: —Sí, pero no quiero correr el riesgo de que sea Arena Visible quien no los lleve. En su risa había verdadera alegría, como la había en el canturreo que todavía alcancé a oír (estaría peinándose ante el espejo, ya sola, sin mi presencia apoyada en el quicio de un puerta que no era la de mi dormitorio) mientras me encaminaba hacia la salida, la risa y el canturreo de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, ese canto insignificante y sin destinatario y que nadie juzga, y que ahora no era el preludio del sueño ni la expresión del cansancio sino la sonrisa boba o expresión y preludio de lo deseado o de lo adivinado, o de lo ya sabido.

Pero sucedió algo imprevisto que, pensándolo luego, no era en modo alguno imprevisible. Yo regresé de mi cena hacia las doce, y, como siempre hago antes de acostarme cuando estoy solo, puse la televisión y me dediqué brevemente a recorrer canales para saber lo ocurrido en el mundo durante mi ausencia. Estaba aún en ello cuando volvió a abrirse la puerta de la calle que yo había cerrado sin cerrojo minutos antes y apareció Berta. No guardó la llave en el bolso, la conservó en la mano. Cojeaba menos que nunca, o disimulaba más, no cojeaba. Tenía la gabardina abierta, me fijé en que no llevaba el último vestido que le había visto en el cuarto de baño, quien sabía cuántas veces más se habría cambiado después de mi marcha. Era otro vestido provocativo y bonito y ella llevaba la prisa dibujada en el rostro (o era susto, o era apuro o era la noche, cara de noche).

—Menos mal que aún no te has acostado —dijo. —Acabo de llegar. ¿Qué pasa? —Bill está abajo. No quiere que vayamos a su hotel, bueno, ni siquiera me ha dicho que esté en un hotel. Lo que no quiere es que vayamos donde él se aloja, quiere venir aquí. Le he dicho que estaba un amigo pasando unos días, y ha dicho que no quiere testigos, bueno, eso es normal, ¿no? ¿Qué podemos hacer?

Había tenido la delicadeza de utilizar el plural también ahora, aunque cabía que ese plural no me incluyera ya a mí, sino a 'Bill' que esperaba abajo, tal vez a los tres unidos.

—Lo que hacíamos de estudiantes, supongo —dije yo levantándome y recordando otro plural sólo nuestro, el que había habido en el pasado—. Me voy a dar una vuelta.

No lo dudó, lo esperaba. No protestó, lo estaba pidiendo.

—Será poco rato —dijo—, una hora, hora y media, no sé. En Cuarta Avenida, un poco más abajo, hay un sitio de comida rápida abierto las veinticuatro horas, lo verás, es enorme. Bueno, no es tarde, habrá muchos sitios abiertos todavía. ¿No te importa?

—No, claro que no. Cuenta con todo el tiempo que quieras, ¿mejor tres horas? —No, no será tanto. Podemos hacer una cosa. Dejaré encendida la luz de esta habitación, se ve desde la calle. Cuando él se vaya la apagaré. Desde abajo podrás ver si la casa está a oscuras y entonces ya puedes subir, ¿de acuerdo? —Bien —dije—. ¿Y si quiere quedarse a dormir?

—No, eso seguro que no. Llévate algo para leer. —Esto lo dijo como una madre. —Compraré el periódico de mañana. ¿Dónde está él? —pregunté—. Recuerda que me vio, si ahora me ve salir y me reconoce, mala cosa.

Berta se acercó a la ventana y yo me acerqué tras ella. Miró a izquierda y derecha y divisó a 'Bill', a la derecha. 'Ahí está', dijo señalando con el dedo índice. Mi pecho rozaba su espalda, su espalda respiraba agitada, con prisa o apuro o susto o era nocturna. La noche estaba rojiza y nublada, pero no parecía que fuera nunca a llover. Vi la figura de 'Bill', vuelta, bastante alejada de nuestro portal, esperando, alejada también del único haz de luz que entraba en nuestro campo visual (Berta vive en una calle de casas bajas en un tercer piso, no en una avenida de rascacielos).

—No te preocupes —dijo—, bajo yo contigo para avisarle. Él es el primer interesado en que no lo vea nadie. Tú vete para la izquierda al salir y ya está, él no se dará la vuelta hasta que yo le avise. ¿Seguro que no te importa? —Y Berta me acarició la mejilla, cariñosa conmigo como lo son las mujeres cuando tienen una ilusión, aunque les vaya a durar un instante o su duración ya esté acabando. Salí y deambulé un rato. Me metí en varias tiendas, aún abiertas, todo está siempre abierto en esa ciudad, Berta había pensado de pronto como una española, quizá porque la esperaba uno y hablaba con otro. En un colmado de coreanos que nunca cerraba compré el New York Times del domingo, el más gigantesco de la semana, leche para la casa, se había acabado. Entré en una tienda de discos y compré un disco, la banda sonora original de una película antigua, no la había en compacto, sólo en disco negro descatalogado. Era sábado, las calles estaban llenas de gente, vi a los toxicó manos y a los delincuentes futuros a distancia. Entré en una librería nocturna y compré un libro japonés por el título, House of te Sleeping Beauties se llamaba en inglés, el título no me gustaba pero lo compré por él. Me estaba llenando de pequeños paquetes, lo metí todo en una bolsa de plástico, la del disco, la más grande, tiré las demás, las de papel crudo de los colmados no tienen asas, son incómodas y ocupan enteramente las manos, o mejor, las llenan, como se llenan las manos de un hombre en su noche de bodas y también las de la mujer, que en estos tiempos viene a ser lo mismo que la primera vez, tan olvidable si no hay segunda, incluso si no hay tercera ni cuarta ni quinta, aunque uno sabe. Estábamos en la noche de bodas de 'Bill' y Berta, esa noche tema lugar mientras yo deambulaba haciendo tiempo por la ciudad, matar el tiempo se llama a eso. Vi el sitio de comida rápida que me había mencionado Berta, en realidad me había ido dirigiendo hacia allí sin pensarlo, por su mención. No entré todavía, había que reservarlo para más tarde porque a diferencia de otros permanecía abierto las veinticuatro horas, podía necesitarlo, leí el cartel. El cielo ya no se veía en las avenidas, demasiada luz y demasiados ángulos, yo sabía que estaba rojo y nublado, no llovería. Seguí caminando sin alejarme mucho y fue pasando el tiempo, el tiempo tan perceptible cuando se lo está matando, cada segundo parece que adquiera individualidad y solidez, como si fueran guijarros que uno va dejando deslizarse desde la mano al suelo, reloj de arena, el tiempo se hace rugoso y quebrado, como si ya fuera pretérito o hubiera pasado, se mira transcurrir el transcurrido tiempo, no sería así para Berta ni para Guillermo, estaba todo resuelto desde la primera carta, todo acordado, y el último trámite se habría cumplido durante la cena, adonde habrían ido, hablar un poco sin prestar atención y con impaciencia, simular que se adquieren méritos en una conversación, una anécdota, observar la boca, servir el vino, ser educado, encender cigarrillos, reír, la risa es a veces el preludio del beso y la expresión del deseo, su transmisión, sin que se sepa por qué, la risa desaparece luego durante el beso y el cumplimiento, casi nunca hay risa mientras la gente se abraza despierta sobre la almohada y las bocas ya no se observan (la boca está llena y es la abundancia), se tiende a la seriedad por risueños que sean los prolegómenos y las interrupciones, la demora, la espera, la prolongación y las pausas, un respiro, la risa se corta, a veces también las voces, se callan las voces articuladas, o hablan con vocativos o interjectivamente, no hay nada que traducir. Hacia las dos y media por fin me entró un poco de hambre, mi cena ya estaba lejana, volví hacia el sitio de veinticuatro horas y pedí un sándwich, una cerveza, desplegué el New York Times gigantesco, leí las páginas de internacional y deportes, empezaba a hacerse difícil hacer tanto tiempo, no quería regresar antes de transcurridas las tres horas que le había ofrecido a Berta. Aunque quién sabía, quizá 'Bill' ya Se hubiera marchado, tal vez hubiera terminado la seriedad y también las risas, cuando todo está acordado la ejecución a veces es breve y no se dilata, los hombres son impacientes y quieren irse, de pronto les molesta la cama deshecha y la visión de las sábanas y las manchas, el resto, el rastro, el cuerpo imperfecto en el que ahora se fijan y no quieren fijarse (antes lo abrazaban sólo, ahora les resulta desconocido), tantas veces se ha representado en pintura y en cine a la mujer abandonada en el lecho, jamás al hombre o sólo si ha muerto como Holofernes, la mujer un despojo, quizá Berta estuviera ya sola y esperara mi vuelta o ansiara mi vuelta, mi mano amiga sobre su hombro, no sentirse desconocida ni tampoco despojo. Pagué y salí, y aún lentamente fui volviendo hacia la calle y hacia la casa, había ya menos gente, no se trasnocha tanto como en Madrid, aquí es un delirio la noche del viernes y la del sábado, por aquella ciudad empezaban a verse tan sólo taxis. Eran las tres y veinte cuando me encontré en el punto en que 'Bill' había esperado a que yo desalojara el apartamento, bastante lejos del portal, bastante del haz de luz único, ahora, desde la acera, veía otros a cierta distancia, en las calles economiza el ayuntamiento lo que derrocha en las avenidas. Desde allí no se veía la luz del salón, demasiado en escorzo, di unos pasos, un tercer piso, me acerqué para ganar una posición más frontal y vi la luz encendida, todavía encendida, 'Bill' no se había marchado, seguía allí, no consideraba aún a Berta una desconocida. Y entonces ya no me moví, sino que decidí seguir esperando en la calle, era demasiado tarde para buscar un hotel, debía habérseme ocurrido antes, me daba pereza volver al sitio de comida rápida, ya no quedaban tantos otros abiertos, no tenía más hambre, un poco de sed, no quería deambular ya más, estaba cansado de caminar y de notar el tiempo. Me acordé del actor Jack Lemmon en aquella película de los años sesenta, nunca podía entrar en su apartamento, me quedé junto al farol, pegado al farol como un borracho de chiste, en el suelo mi bolsa de plástico abultada por el cartón de leche y en la mano el periódico para leerlo a la luz del haz. Pero no leía, aguardaba como lo había hecho Miriam, sólo que a mí no me preocupaba el deterioro de mi aspecto durante la espera y sabía cuál era la situación exacta, es decir, por qué se me hacía esperar, no estaba furioso con nadie, esperaba una señal tan sólo. Miraba con frecuencia hacia la ventana, como miraba Custardoy ahora hacia la de mi dormitorio, estaba velando la falsa noche de bodas de 'Bill' y Berta, como aquella suegra cubana de la canción y el cuento había velado la de su hija con el extranjero que a la mañana siguiente se convirtió en serpiente (o fue durante la noche, la noche de bodas, pidió auxilio la hija que no fue escuchada, el yerno engañó y convenció a la suegra llamándola así, 'mi suegra') y dejó un rastro de sangre sobre las sábanas, o era acaso la sangre de la desposada virgen, la carne cambia o la piel que se abre o algo se rasga, Berta no dejaría la suya esta noche. Ranz había conocido tres noches de bodas, tres verdaderas, en ellas algo se rasga a veces, antiguamente. La luz seguía encendida tal vez durante demasiado tiempo, quince minutos para las cuatro, hablar, repetir, proseguir, no más risas, o 'Bill' habría decidido quedarse a pasar la noche, no era probable, ya no se oía ni el murmullo del tráfico por las avenidas, de pronto temí por Berta, no te da un poco de miedo, le había dicho, mala suerte si vienen mal dadas, había contestado ella, la gente muere, parece imposible pero la gente muere como había muerto mi tía Teresa y la primera mujer de mi padre, quienquiera que fuese, seguía sin saber nada de ella, seguramente no quería, Luisa sí en cambio, Luisa estaba intrigada, quién sabía si Luisa no estaba en peligro tan lejos, más allá del océano como la mujer de Guillermo enferma que lo ignoraba, mientras yo temía de pronto por Berta que estaba muy cerca, más allá de la ventana de su salón encendido, una señal, la luz de mi alcoba estaba apagada como yo la había dejado, la de la 8uya no podía saberse, no daba a la calle, y era allí donde estaría ella con 'Bill' y su voz de sierra, la voz inarticulada ahora, como yo había estado con Luisa unos minutos antes de ir a la nevera (las voces interjectivas) y mirar luego por la ventana de la habitación en la que trabajo, hacia fuera, hacia la esquina de mi casa nueva en la que tanta gente se para, un organillero y una mujer con trenza, un tipo que vende y vocea rosas y también Custardoy con su cara obscena vuelta hacia lo alto y mojada, no bajé aquella noche a darle un billete para que se marchara, no molestaba ni hacia ruido, no podía comprarlo, no hacía nada, sólo miraba hacia arriba bajo la lluvia con su sombrero puesto, hacia nuestro dormitorio cuyo interior no podía ver por la altura, sólo la luz acaso que ya no estaba encendida, Luisa la había apagado mientras yo le mentía y observaba el exterior sin codiciar el mundo, mi mundo es mi compartida almohada desde que me casé y tal vez también antes, habría estado alguien en ese mundo o almohada durante mi ausencia, alguien que sabría hacer surgir la disposición y el propósito.