Yo no dije nada, no pregunté y todavía no he preguntado, cuanto más tiempo pase más improbable y difícil será que lo haga. Se deja pasar un día sin hablar, y dos, y una semana, luego los meses se acumulan insensiblemente, y la manifestación de la sospecha se va postergando si ésta no crece, quizá se espera a que ella también se convierta en pasado, en algo venial o ingenuo y que nos hará sonreír acaso. Durante bastantes días miraba por la ventana antes de acostarme, desde mi estudio, hacia la esquina, abajo; pero Custardoy no volvió a aparecer por allí en las inmediatas noches, y la siguiente vez que lo vi fue en mi propia casa, arriba, un momento. Mi padre había venido hacia las ocho y media para tomar una copa con Luisa y conmigo antes de irse a no sé qué cena a la que Custardoy lo invitaba, y por eso el Joven vino a buscarlo cerca ya de las diez. Se sentó unos minutos, tomó brevemente una cerveza y no noté nada, una mínima familiaridad reciente entre Custardoy y Luisa, pero a través de mi padre, se habían conocido durante mi ausencia a través de él, él preséntelas dos o tres veces, eso era todo, o así me lo pareció. Mucha más familiaridad había entre Ranz y Luisa, ellos sí se habían visto a solas y con frecuencia, mi padre la había acompañado en sus compras para la artificiosa casa, la había llevado a comer o cenar, le había dado consejo (un hombre de gusto, un experto en arte), era evidente que se estimaban, se divertían el uno al otro. Mi padre habló de Cuba durante aquella visita, pero en él eso no tema nada de extraordinario, es más, era un país a que hablaba a menudo, sus contactos con él no habían sido escasos, desde su matrimonio con las dos hijas de una madre habanera hasta algunas transacciones notables de las que estaba al tanto. Había ido allí en diciembre del 58, semanas antes de la caída de Batista: previendo lo que iba a ocurrir (Y previéndolo los propietarios), había adquirido a precio de prisa bastantes joyas y valiosos cuadros a las familias que se preparaban para la huida. Algunos se los había quedado (pocos), otros habían sido vendidos a Baltimore, Boston o Malibú, o bien subastados en Europa (las joyas tal vez desmontadas por joyeros madrileños, y alguna fue algún regalo). Era algo de lo que se jactaba, y lamentaba no haber vuelto a tener tanto ojo para prever revoluciones y sus consiguientes exilios adinerados. 'La gente rica, cuando abandona el campo, no quiere dejar nada atrás para sus enemigos', decía con la sonrisa perpetuamente burlona de sus labios femeninos. 'Antes que dejar algo en sus manos lo quema o destruye, pero los ricos saben que siempre resulta un poco mejor venderlo.' Si había ido entonces a Cuba era de suponer que allí tenía contactos y quizá amistades y que había ido antes, pero sus estancias en aquel continente se entremezclaban, los viajes se confundían en sus relatos (él mismo debía de confundirlos), tantas veces había ido para asesorar a sus honrados museos norteamericanos y a sus fraudulentos bancos sudamericanos, de los posibles viajes a Cuba sólo era nítido el prerrevolucionario. (A los hijos, por otra parte, se les va contando en desorden a medida que crecen y se interesan, poco a poco y con saltos, y para ellos el conjunto de la vida pasada de sus progenitores resulta caótico en el mejor de los casos.) Fuera como fuese, sus amistades en la isla las habría perdido con el advenimiento del 59 y el que fue tan canturreado fin de los privilegios, aunque curiosamente no recuerdo que tratara nunca a cubanos refugiados en España. O no venían por casa y yo no les fui presentado. Desde entonces no había vuelto, por lo que Ranz, cuando hablaba de Cuba ahora, lo hacía sin conocimiento de causa.

Pero en aquella ocasión su manera de hablar sí fue extraordinaria y distinta, como si la presencia de Luisa hubiera adquirido ya tanto peso como para que prevalecieran el tono y la complacencia seguramente empleados con ella a solas, Sobre el tan antiguo tono, más irónico, que había usado siempre conmigo, en la infancia como en la edad adulta. Y cuando Luisa salió de la habitación un rato para hablar por teléfono, la manera de comentar y contar de mi padre cambió, o mejor dicho se interrumpió. Como si cayera en la cuenta de que yo estaba allí, empezó a hacerme preguntas sobre Nueva York que ya me había hecho inmediatamente después del regreso (a los tres días comimos juntos en La Ancha) y cuyas respuestas ya conocía o no le interesaban. Aunque yo estuviera delante, era a Luisa a quien se dirigía, y en cuanto ella volvió reanudó sus comentarios con una vivacidad insólita, pese a que Ranz había sido vivaz su vida entera. Quizá la risa de Luisa era la adecuada, quizá se reía en los momentos justos (esto es, en los por él procurados), quizá le escuchaba como es deseable o le hacía los incisos y preguntas oportunas, o simplemente ella era alguien a quien él quería darse a conocer y contárselo todo, alguien nuevo a quien podía contar su historia sin saltos y en orden, porque estaba interesada desde el principio y no había que aguardar a su crecimiento. Mi padre nos relató varias anécdotas para mí desconocidas, como la de un falsificador veneciano de pequeñas vírgenes románicas esculpidas en marfil que, una vez terminadas con gran pericia, colocaba en el sostén de su mujer, un sostén enorme; las secreciones del pecho (abundantes) y la transpiración de las axilas (fuerte) daban a sus estatuillas una pátina perfecta. O la del director de un banco de Buenos Aires, aficionado al arte, que se empeñó en no creerle y le compró una obra de Custardoy el viejo que Ranz había llevado hasta allí por encargo de una acaudalada familia tacaña que sólo quería una buena copia de un Ingres muy admirado; cuando, antes de que la hubiera entregado, el director la vio sin marco en la habitación de su hotel (que era el Plaza, de Buenos Aires), quedó tan prendado de ella que no quiso ni oír que se trataba de una imitación; mi padre le explicó una y mil veces el origen y destino de aquel lienzo y que el original se hallaba en Montauban, pero el banquero se persuadió de que pretendía engañarlo y de que, con algo de deslealtad, había conseguido la obra maestra para otros clientes, la de Montauban sería falsa. 'En ese caso', dijo mi padre que le había dicho, incapaz de convencerlo, 'si usted me lo compra como auténtico, tendrá que pagarme un precio de auténtico.'

Aquella frase disuasoria se convirtió para el banquero en la prueba de su acierto. 'Nunca Custardoy ganó tanto dinero con una sola pieza', dijo mi padre. 'Lástima para nosotros que no hubiera más directores de banco o museo tan obcecados. Lástima que por lo general confiaran en mí ciegamente y no lo pudiéramos utilizar como método'. Y añadió encantado, riendo a la vez que Luisa: 'No he vuelto a saber de él, me pareció preferible. Espero que a aquel banquero no lo haya acusado nadie de malversación de fondos.' Mi padre disfrutaba y Luisa también disfrutaba pero él mucho más, pensé que ella podría sacarle lo que quisiera, y esto no lo pensé al azar, sino pensando también en lo que ella quería averiguar de él y yo no quería, según creo aunque tampoco dejaba de pensar en ello, es decir, no disipaba enteramente lo que quizá también podía llamarse una sospecha, supongo que no se puede convivir con varías al mismo tiempo, por eso a veces se descartan unas —las más improbables, o acaso son las más probables; las que aún no son pasado, aquellas sobre las cuales nos podríamos ver obligados a actuar todavía y nos darían miedo y trabajo y alterarían el futuro concreto— y se alimentan otras —las que en el caso de confirmarse los hechos parecen irremediables, y alteran sólo el pasado y el futuro abstracto—. Yo creo que descarté cualquier sospecha sobre Luisa, y en cambio tuve que alimentar las aún no formuladas sobre mi padre, o fue Luisa quien aquella misma tarde, poco antes de que Custardoy llamara al timbre, se encargó de recordármelas en voz alta, porque en medio de las risas y las sonrisas y las anécdotas que para mí eran de estreno, le dijo a Ranz en tono admirativo, llamándole de usted como ha preferido hacer siempre: