Ese fue el único trabajo de Luisa a lo largo de tanto tiempo, aunque sin duda no se mostró inactiva: la casa era cada vez más casa y ella cada vez más una verdadera nuera, aunque eso tampoco lo necesitaba yo de ella. En Ginebra no tengo ningún amigo ni amiga que viva allí normalmente en un piso, por lo que mis semanas de interpretación en la Comisión de Derechos Humanos del ECOSOC (siglas que en una de las lenguas que hablo suenan como si fueran la traducción de una cosa absurda, 'el calcetín del eco') transcurrieron en un minúsculo apartamento amueblado y alquilado y sin más distracciones que las de dar paseos por la ciudad vacía al atardecer, ir al cine subtitulado en tres lenguas, a alguna cena con compañeros o con antiguos amigos de mi padre (que debió de conocer a gente en todos sus viajes) y ver la televisión, siempre ver la televisión en todas partes, es lo único que nunca falta. Si las ocho semanas de Nueva York habían sido llevaderas e incluso gratas y tensas por la cercanía y las historias de Berta (a quien, como he dicho, echo siempre vagamente de menos y para quien guardo noticias durante meses), las de Ginebra resultaron de lo más abatidas. No es que nunca me haya interesado mucho el trabajo, pero en aquella ciudad, y en invierno, se me hacía insoportable, ya que lo que más tortura de un trabajo no es éste en sí mismo, sino lo que sabemos que a la salida nos espera o no espera, aunque se reduzca a hurgar con la mano en un apartado de correos. Allí no me esperaba nada ni nadie, una conversación telefónica breve con Luisa, cuyas frases más o menos amorosas me servían sólo para no padecer insomnio durante demasiadas horas, sólo un par de ellas. Luego, una cena improvisada las más de las veces en mi propio apartamento, que acababa oliendo a lo que hubiera comido, nada complicado, nada apestoso, pero sin embargo olía, la cocina en el mismo espacio que la cama. A los veinte y a los treinta y cinco días de estancia Luisa vino a verme en sendos fines de semana largos (cada vez cuatro noches), en realidad no tenía sentido que esperara a eso ni que se quedara tan poco, ya que no estaba sujeta a ninguna tarea que no pudiera aplazarse, ni a ningún horario. Pero era como si previera que pronto dejaría yo también ese trabajo de temporero que nos hace viajar y pasar fuera de nuestros países demasiado tiempo, y le pareciera más importante —más importante que acompañarme en lo condenado a cesar, en lo ya efímero— preparar y cuidar el terreno de lo permanente, a lo que yo acabaría regresando para quedarme. Era como si ella hubiera dado paso plenamente a su nuevo estado enterrando lo precedente y yo siguiera en cambio vinculado a mi vida soltera en una prolongación anómala e inoportuna e indeseada; como si ella se hubiera casado y yo no todavía, como si lo que esperara ella fuera la vuelta del marido errante y yo en cambio la fecha de mi matrimonio, Luisa instalada y su vida cambiada, la mía —cuando estaba fuera— aún idéntica a la de mis transcurridos años.

En una de sus visitas salimos a cenar con un amigo de mi padre, más joven que él y mayor que yo (me llevará quince años), que estaba en Ginebra una noche de paso, camino de Lausana o Lucerna o Lugano, y supongo que en las cuatro ciudades tenía negocios oscuros o sucios que hacer, un hombre influyente, un hombre en la sombra como lo fue mi padre mientras ejerció su cargo en el Museo del Prado, ya que el profesor Villalobos (ese es su nombre) es sobre todo conocido (para un público muy letrado) por sus estudios sobre pintura y arquitectura españolas del XVIII, amén de por su infantilismo. Para un círculo aún más reducido pero menos letrado, se trata asimismo de uno de los mayores intrigantes académicos y políticos de las ciudades de Barcelona, Madrid, Sevilla, Roma, Milán, Estrasburgo e incluso Bruselas (por descontado Ginebra; para su irritación, aún no tiene poder en Alemania ni en Inglaterra). Como corresponde a alguien tan enaltecido y frenético, con los años ha ido tocando campos de estudio algo ajenos, y Ranz ha apreciado mucho, tradicionalmente, su breve y luminoso trabajo (dice) sobre la Casa del Príncipe de El Escorial, que yo no he leído ni leeré nunca, me temo. Este profesor vive en Cataluña, pretexto suficiente para que cuando viene a Madrid no visite a mi padre, tantas son sus ocupaciones en la ciudad capital del reino. Pero los dos se escriben notas con bastante frecuencia, las del profesor Villalobos (que son las que Ranz me ha dado alguna vez a leer, divertido) con una prosa deliberadamente anticuada y ornada que en ocasiones traslada también a su verbo o más bien labia: es un hombre que, por ejemplo, no dirá nunca 'Estamos arreglados' ante una contrariedad o un revés, sino 'Medrados estamos'. Yo no lo había visto apenas en toda mi vida, pero una tarde de lunes (los intrigantes no viajan nunca en fin de semana) llamó a mi teléfono por indicación de mi padre (como en Nueva York había hecho aquel alto funcionario español de la esposa bailona y adulterada) con el objeto de no languidecer a solas en su habitación de hotel aquella noche de paso (los intrigantes locales vuelven a reposar a casa tras sus intrigas de la jornada, abandonando a su suerte al intrigante extranjero al caer la tarde). Aunque no me agradaba la idea de desperdiciar una de mis noches con Luisa, lo cierto es que por eso mismo no teníamos más compromiso que el tácito entre nosotros, y esos son fáciles de incumplir en el matrimonio sin que resulte grave el incumplimiento. Villalobos quiso no sólo invitarnos, sino impresionarnos tal vez más a Luisa o a ella de otro modo. Estuvo impertinente como al parecer es su costumbre, criticando la profesión que yo había elegido o hacia la que me había deslizado.

'¿Adónde vas con eso?', me dijo con un rictus de superioridad en sus labios pulposos y húmedos (húmedos en sí mismos, pero bebió mucho vino) y como si fuera un padre (los amigos de los padres creen heredar de éstos su trato para con sus hijos). A Luisa, en cambio, no le reprochó andar por un camino errado, tal vez porque ya no ejercía apenas de traductora o porque consideraba en el fondo que ella no tenía por qué seguir ningún camino. Era simpático, displicente, formalmente sabio, coqueto, pedante y ameno, gustaba de no sorprenderse por nada, de conocer secretos intransmisibles y de estar al tanto de cuanto hubiera ocurrido en el mundo, ayer o hacía cuatro siglos. De pronto, a los postres, cayó durante unos minutos en el mutismo, como si le hubiera sobrevenido el cansancio de tanto frenesí y enaltecimiento o se hubiera abismado en pensamientos tenebrosos, quizá era desgraciado y se había acordado repentinamente. En todo caso aquel hombre tenía que tener talento, para pasar tan de golpe de una expresión suficiente a otra de abatimiento sin parecer simulador ni insincero. Era como si dijera: 'Qué más da ya todo'. La conversación se hizo briznas (él había llevado el peso, por su propia iniciativa) mientras se ausentaba su mirada, en la mano la cucharilla en alto con la que se estaba tomando una tarta de frambuesa.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó Luisa, y le puso los dedos en el brazo.

E1 profesor Villalobos bajó la cucharilla y con ella cortó un pedazo de su postre antes de contestar, como si necesitara de un movimiento para salir de su interior asombro.

—Nada. Nada. Qué habría de sucederme. Dime, querida. — Y fingió que su ensimismamiento había sido fingido. Luego se recuperó enteramente y añadió con ademán oratorio de la cucharilla—: El que es tu suegro no me había exagerado nada al hablarme de ti. Dime lo que quieres y te complaceré al instante.

Había bebido mucho. Luisa rió con una sola carcajada mecánica y le dijo:

—¿Desde cuándo lo conoces?

—¿A Ranz? Desde antes que su propio hijo, tu marido reciente aquí presente. —Yo no sabía esto con exactitud, uno no suele interesarse por lo que ha sucedido antes de su nacimiento, cómo se configuran las amistades que lo preceden a uno. El profesor, que en cualquier asunto o noticia presumía de estar más informado que nadie, añadió dirigiéndose a mí—: Incluso conocí a tu madre y a tu tía Teresa antes de que él las conociera, imagínate. Mi padre, que era médico, visitaba a tu abuelo cuando iba por Madrid. Yo lo acompañé algunas veces y los conocía un poco a todos, a tu padre casi sólo de vista, esa es la verdad. ¿A que no sabes de qué murió tu abuelo?