Aquella noche Luisa y yo hablamos al llegar al apartamento, aunque muy brevemente y sólo después de acostarnos, tras dos trayectos en silencio en taxi. Pero no tiene sentido que hable ya más de esa noche, sino de una que vino no mucho después, o lo que es lo mismo, hace poco, exactamente el día de mi regreso de la ciudad de Ginebra, cumplidas —o casi— mis ocho semanas de estancia y trabajo, tres más tarde de aquella noche de la que no tiene sentido que siga hablando. O tal vez sí, puesto que fue entonces cuando se produjo el acuerdo. O tal vez no, puesto que lo que vino a las tres semanas fue una mezcla de acuerdo y azar, de azar y acuerdo, de un quizá y un acaso.

Yo adelanté mi regreso en veinticuatro horas. Es verdad que había calculado mal al principio, sin contar con un día de fiesta en Suiza gracias al cual mis tareas terminaban el jueves y no el viernes de la semana octava. Pero de eso me di cuenta aquel lunes, y ese mismo día cambié el billete del sábado para el viernes. Hablé por teléfono con Luisa esa noche, y también la del martes y la del miércoles, no la del jueves, ninguna noche le dije nada sobre mi cambio de fechas, supongo que quería darle una pequeña sorpresa, supongo también que quería ver cómo era mi casa cuando no se me esperaba, qué hacía ella, cómo era sin mí, dónde estaba, a qué hora volvía, con quién sí con alguien o a quién recibía. Quién estaba en la esquina. Quería disipar la sospecha del todo, uno no quiere tener sospechas pero vuelven a veces aunque se descarten, cada vez con menos fuerza mientras se vive con alguien, tanto si se ha preguntado y se ha oído decir Yo no he sido' como si se ha guardado silencio, se trata siempre de debilitarlas. Ese fue el azar. El acuerdo fue que pareció llegada la hora de saber lo que llevaba ya nueve meses insinuándose, desde nuestro matrimonio y no antes, no desde que nos conocimos. Sumándolo todo, era mi propio padre quien lo había iniciado el mismo día de mi boda, pocas horas después en el Casino de Alcalá 15, cuando me retuvo aparte y me preguntó lo que yo me había preguntado durante toda la noche anterior casi insomne y quizá había empezado a alejar en la ceremonia. No, no allí, no pude ni luego tampoco, y el malestar fue creciendo en el viaje de novios, en Miami y Nueva Orleáns y México, y sobre todo en La Habana, quizá si Luisa no se hubiera sentido indispuesta los presentimientos de desastre habrían desaparecido como la artificiosidad de la casa, que cada día que pasa me va pareciendo más natural, y olvido la que tenía antes para mí solo. No hace ni siquiera un año. El acuerdo se produjo esa noche de la que no debo seguir hablando, pero aun así diré algo. Al regresar a mi apartamento tras dejar al profesor Villalobos a la puerta de su hotel de paso (no era lo bastante rico ni diestro para querer ir después a bailar agarrados, o bien se acordaba ya sin descanso de su desdicha), Luisa me dijo a oscuras (me lo dijo con la cabeza sobre la almohada, era una cama con edredón y para una sola persona, aunque lo bastante ancha para que cupieran dos que no rehúyen rozarse): '¿Aún no quieres saber? ¿Aún no quieres que le pregunte a tu padre?'. Temo que le contesté con la expresión de otra sospecha: '¿No le has preguntado tú todavía? Os veis lo bastante'.

Luisa no se enfadó, todos comprendemos la existencia de las sospechas. 'No, claro que no', dijo sin que su voz sonara ofendida. 'Ni lo haré, si tú no quieres. Es mi suegro, y sobre todo le tengo ya gran afecto, pero es tu padre. Tú dirás lo que quieres.' Hubo un silencio, no me apremió. Esperó. Esperaba. No nos veíamos. No había sábanas. Nos rozábamos. Lo que ella veía claro es que tenía que ser ella, no yo, quien preguntara a Ranz, no tanto en la seguridad de que a ella le contaría cuanto de que a mí no lo haría. 'A mí me lo contaría', había dicho sin embargo una vez, con luz y en nuestra cama, con confianza. 'Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros.' Y aún había añadido, con razón y soberbia: 'Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente'. Y aún había dicho más, había dicho con ingenuidad y optimismo: 'Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra'.

Todo es contable, hasta lo que uno no quiere saber y no pregunta, y sin embargo se dice y uno lo escucha.

Dije sin verla: 'Sí, acaso es mejor que ya preguntes'. Noté que notaba un resto de indecisión en mi voz, y seguramente por eso dijo: '¿Quieres estar tú delante, o que luego yo te lo cuente?'. 'No lo sé', contesté, 'quizá él no quiera hablar si yo estoy delante.' Luisa me tocó en el hombro, sin tantear, como si pudiera verme (conoce mis hombros, conoce mi cuerpo). Respondió: 'Si está dispuesto a contar no creo que deje de hacerlo por eso. Será como tú quieras, Juan'. Me llamó por mi nombre, aunque no me insultara ni estuviera enfadada ni pareciera que fuera a dejarme. Pero quizá anticipaba que si me contaba ella lo que le contara Ranz, entonces tendría que darme una mala noticia. De mi boca no salieron palabras inequívocas, como 'Está bien', o 'Adelante', o 'Tú ganas', o 'Ahora sí', sino que dije: 'No sé, no hay prisa, tendré que pensarlo'. 'Ya me dirás', dijo ella, y me retiró la mano del hombro para dormirse. Teníamos literalmente una sola almohada, y esa noche ya no dijimos ninguna otra cosa.

Hay dos almohadas en nuestra cama, como es normal e las de matrimonio, y esa cama estaba hecha cuando llegué d Ginebra, un día antes de lo previsto por Luisa, a media tarde. Llegué cansado como se llega de los aeropuertos, abrí la puerta e inmediatamente, antes de averiguar si había nadie en la casa, me eché las llaves al bolsillo de la chaqueta, como se las echaba Berta en el bolso para no olvidarlas cuando saliera de nuevo. Llamé el nombre de Luisa desde la entrada y no había nadie, dejé allí la maleta y la bolsa un momento y fui hasta el dormitorio, donde vi hecha esa cama, luego al cuarto de baño, estaba la puerta abierta y todo en orden, sólo que la alcachofa de la ducha estaba caída y no colgada y no se veían más que las toallas y el albornoz de Luisa, todo azul oscuro; los míos, que son azul pálido como el albornoz de 'Bill' que en realidad era del Hotel Plaza, todavía no habían sido sacados de su armario, donde habrían reposado desde mi marcha. Me di cuenta de que no sabía con exactitud cuál era ese armario, aún no conocía del todo mi propia casa, que ha ido cambiando durante mis ausencias, aunque ahora espero que no haya ninguna en mucho tiempo. Pasé a la cocina y la vi limpia, la nevera medio llena, Luisa es limpia, también ordenada, no había leche, no bajaría a buscarla. En el salón había un nuevo mueble que desconocía, un sillón gris agradable que había hecho cambiar de sitio la otomana y la mecedora que fue de mi abuela y más tarde escenario de las posturas originales de Ranz cuando recibía visitas. El sillón era cómodo, lo probé un instante. En la habitación en que trabaja Luisa cuando trabaja en algo no había nada que denotara que hubiera trabajado en nada en los últimos tiempos. (Quizá será un día la habitación de un niño.) En la habitación en la que yo trabajo no había cambios, vi un montón de correo que me aguardaba sobre mi mesa en forma de U, demasiado para ponerme a mirarlo. Iba a volver ya a la entrada cuando sí note algo nuevo: en una de las paredes estaba un dibujo que había visto otras veces y cuyo título será, si lo tiene, Cabeza de mujer con los ojos cerrados. Pensé: 'Mi padre nos ha hecho otro regalo, o se lo ha hecho a Luisa, y ella lo ha puesto en mi cuarto.' Volví por fin a la entrada y, como siempre hago en cuanto llego a casa o a mi destino, me puse a deshacer las maletas y a colocarlo todo en su sitio, diligentemente, con urgencia, como si esa operación aún formara parte del viaje y el viaje debiera ser concluido. La ropa sucia la metí en la lavadora, donde vi que había un par de prendas de Luisa, tenían que ser de Luisa, no me fijé, sólo abrí la portezuela y eché lo mío, sin ponerla en marcha, no había prisa y ella podía querer programarla. Al cabo de pocos minutos mis maletas estaban vacías y guardadas ya en el armario que les correspondía, que sí conocía (encima del de los abrigos, en el pasillo) por haberlas sacado de allí al emprender mis viajes de después de casado. Estaba muy fatigado, miré el reloj, Luisa podía llegar en cualquier momento o bien tardar horas, era sólo media tarde, la hora en que nadie en Madrid está en casa, nadie lo soporta a esas horas, la gente sale a lo que sea histérica y desesperada aunque no lo confiese, a compraran las tiendas, en los grandes almacenes abarrotados, en las farmacias, a hacer recados inútiles, a mirar escaparates, a comprar tabaco, a recoger a los niños que salen del colegio, a tomar algo sin sed y sin hambre en el millón de bares y cafés y cafeterías, la ciudad entera está en la calle o en el trabajo, un baño de multitud, nadie en su casa, a diferencia de Nueva York, donde casi todo el mundo regresa a las cinco y media, a las seis, a las seis y media si han debido pasar a meter la mano en un apartado de correos de Kenmore o de Oíd Chelsea Station. Salí a la terraza y no vi a nadie parado en la esquina, aunque había centenares de coches y muchísima gente en marcha, todos yendo de un lado a otro y molestándose. Entré en el cuarto de baño, oriné, me lavé los dientes. Volví al dormitorio, abrí nuestro armario, colgué en él la chaqueta que llevaba puesta, vi los vestidos de Luisa en su lado, vi al instante dos nuevos, o tres, o cinco, con mis femeninos labios los besé o rocé instintivamente, restregué mi rostro contra las telas olorosas e inertes, y un poco de barba (debo repasármela al anochecer, si salgo) impidió que se deslizaran suavemente sobre mis mejillas. Vi cómo empezaba a caer la tarde (era viernes, era marzo). Me eché en la cama, sin intención de dormir, sólo de descansar, puesto que no la abrí (quizá las sábanas no fueran nuevas, Luisa pensaría haberlas cambiado mañana, justo antes de mi llegada) ni me quité los zapatos, me eché en diagonal y así los mantuve en el aire, sin peligro de manchar la colcha.