Me incorporé, me senté a los pies de la cama, desde donde podía abrir más mi puerca o cerrarla con sólo extender la mano. Instintivamente rehice la cama, es decir, volví sábana, manta y colcha a su posición primera, incluso remetí la sábana, también la manta. Todo estaba en orden, un poco de luz la rendija, la luz de la noche fuera.

'¿Por qué se lo contó, entonces?', dijo Luisa. 'No imaginó lo que podía pasar.' 'Casi nadie imagina nada, al menos cuando se es joven y se es joven durante mucho más tiempo del que uno cree. La vida entera parece de mentira, cuando se es joven. Lo que les pasa a los otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa a nosotros nos parece ajeno una vez que ya ha pasado. Hay quien es así toda la vida, eternamente joven, una desgracia. Uno cuenta, habla, dice, las palabras son gratis y salen a borbotones a veces, sin restricciones. Siguen saliendo en toda ocasión, cuando estamos borrachos, cuando estamos furiosos, cuando estamos abatidos, cuando estamos hartos, cuando estamos entusiasmados, cuando nos sentimos enamorados, cuando es inconveniente que las digamos o no podemos medirlas. Cuando hacemos daño. Es imposible no equivocarse. Lo raro es que las palabras no tengan más consecuencias nefastas de las que normalmente tienen. O tal vez no lo sabemos suficientemente, creemos que no tienen tantas y todo es un desastre perpetuo debido a lo que decimos. El mundo entero habla sin cesar, a cada momento hay millones de conversaciones, de narraciones, de declaraciones, de comentarios, de cotilleos, de confesiones, son dichos y oídos y nadie puede controlarlos. Nadie puede prever el efecto explosivo que causan, ni siquiera seguirlo. Porque pese a ser las palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso. Se les da importancia. O no, pero le las ha oído. Tú no sabes cuantas veces a lo largo de tantos años he pensado en aquellas palabras que le dije a Teresa en un incontrolado arrebato amoroso, supongo, estábamos en nuestro viaje de novios, ya casi al final. Pude callar y callar para siempre, pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos, contar parece tantas veces un obsequio, el mayor obsequio que puede hacerse, la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega. Y se hacen méritos contando.

De repente a uno no le basta con decir tan sólo encendidas palabras que se gastan pronto o se hacen repetitivas. Tampoco le basta a quien las escucha. £1 que dice es insaciable y es insaciable el que escucha, el que dice quiere mantener la atención del otro infinitamente, quiere penetrar con su lengua hasta el fondo ('La lengua como gota de lluvia, la lengua al oído', pensé), y el que escucha quiere ser distraído infinitamente, quiere oír y saber más y más, aunque sean cosas inventadas o falsas. Teresa tal vez no quiso saber, o mejor dicho no habría querido. Pero yo le dije algo de pronto, no me controlé, lo bastante, y entonces ya no pudo seguir sin querer, quiso saber, tuvo que escucharlo.* Ranz hizo una pausa muy breve, ahora hablaba ya sin vacilación y su voz era más fuerte, casi declamatoria, no un murmullo ni un susurro, me habría llegado con la puerta cerrada. Pero la mantuve entreabierta. 'No lo soportó. En aquella época no había divorcio, y ella no se habría prestado a intentar una anulación, no tenía cinismo, y nuestro matrimonia fue consumado, ya lo creo que fue consumado, mucho antes de que fuera matrimonio. Pero un divorcio o una anulación no habrían bastado tampoco, de haber sido posibles. No era sólo que después de saber ya no pudiera soportarme a mí, ni seguir conmigo, ni un día más, ni un minuto más, como dijo, aunque aún estuvo conmigo unos cuantos días sin saber qué hacer. Era que ella también había dicho, había dicho algo una vez, mucho antes, y lo que había dicho tuvo su consecuencia. No me soportaba a mí ni se soportaba a sí misma por haber hablado a la ligera una vez sin darse cuenta de que ella no tenía ninguna culpa, no podía tenerla, de lo que yo hubiera oído, ni yo de oírlo ('Una instigación no es nada más que palabras', pensé, 'traducibles palabras sin dueño'). Pasó unos días de angustia extrema desde que le conté, y creciente, jamás he visto a nadie tan angustiado, apenas dormía, no comía y tenía arcadas, intentaba vomitar, no lo conseguía, no me hablaba, no me miraba, apenas habló con nadie, hundía la cabeza contra la almohada, disimuló como pudo con otros. Lloraba, lloró sin cesar durante aquellos días, fueron pocos. Lloraba mientras dormía cuando dormía algo, unos minutos, lloraba en sueños, en seguida se despertaba sudorosa y sobresaltada y me miraba con extrañeza en la cama, luego con horror ('Con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba', pensé, 'esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño'), se capaba el rostro con la almohada, como si no quisiera ver, ni oír. Yo intentaba calmarla, pero me tenía miedo, me había cogido miedo, o espanto. Alguien que no quiere ver ni oír no puede seguir viviendo, no tenía adonde ir a menos que contara la historia, en realidad no me extraña que se matara, no lo preví, debí haberlo previsto. No se puede vivir así, si se es impaciente, si no se puede esperar a que pase el tiempo ('Era como si se hubiera perdido y no hubiera futuro abstracto', pensé, 'que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo'). Todo se evapora, pero eso no lo sabéis los jóvenes. Ella era muy joven.'

Mi padre se interrumpió, posiblemente para tomar aliento o para medir lo que había contado hasta entonces, quizá vio que era demasiado para detenerse.

Las voces no me permitían suponer dónde estaba cada uno, quizá mi padre recostado en la otomana y Luisa en el sofá, o Luisa en la otomana y Ranz en el nuevo sillón agradable que había probado un segundo. Tal vez uno de los dos en la mecedora, no lo creía, no al menos Ranz, a quien sólo gustaba ese mueble para adoptar posturas originales en sociedad. Por su manera de hablar poco festiva no lo imaginaba ahora en una de esas posturas, tampoco estaba en sociedad, me lo figuraba más bien sentado en el borde de donde estuviera sentado, inclinado hacia adelante, un poco, con los pies en el sucio, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas. Miraría a Luisa con sus ojos devotos que halagaban lo que contemplaran. Olería a colonia y a tabaco y a menta, un poco a licor y a cuero, como si fuera alguien venido de las colonias. Puede que fumara. 'Pero ¿qué le contó?', dijo Luisa.

'Si te lo cuento ahora', dijo Ranz, 'no sé si estaré haciendo lo mismo que entonces, querida niña.'

'Descuide', le respondió Luisa con valor y humor (valor para decirlo y humor para haberlo pensado), 'yo no me voy a matar por algo ocurrido hace cuarenta años, sea lo que sea.'

Ranz tuvo los mismos valor y humor para reír un poco. Luego contestó: 'Lo sé, lo sé, nadie se mata por el pasado. Es más, no creo que tú te mataras por nada, aunque te enteraras hoy mismo de que Juan acababa de hacer algo como lo que yo hice y le conté a Teresa. Tú eres distinta, los tiempos son distintos, más leves, o más duros, lo encajan todo. Pero no sé si contártelo todo no es por mi parte una deliberada prueba de afecto, de nuevo una prueba de afecto, hacer méritos para que sigas escuchándome y queriendo mi compañía. Y a lo mejor el resultado sería el contrario. Sin duda no te matarías, pero tal vez no querrías volver a verme. Temo por mí, más que por ti'.

Luisa debió de ponerle una mano en el brazo si estaba cerca, o acaso en el hombro si se levantó un instante ('La mano en el hombro*, pensé, 'y el incomprensible susurro que nos persuade'), o así me lo habría imaginado yo en una representación, tenía que imaginarlo, no lo veía, sólo escuchaba por una rendija, no a través de un muro ni de balcones abiertos.

'Lo que usted hiciera o dijera hace cuarenta años me importa poco y no va a variar mi afecto. Es a usted al que yo conozco y eso nada lo puede cambiar. No conozco a] de entonces.'