"La maldita seriedad", añadió seriamente al cabo de unos segundos. 'Nunca más en la vida he vuelto a ser serio, o así lo he intentado.'

Apagué el cigarrillo y encendí otro, miré el reloj sin entender la hora. Había viajado y había dormido y estaba oyendo, como había oído a Guillermo y Miriam también sentado a los pies de una cama, o más bien como los había oído Luisa acostada, disimulando, sin que yo supiera si los oía. Ahora era ella quien no sabría si yo escuchaba, ni sí yo estaba acostado y dormido. '¿Quién era?', le preguntó a mi padre. También ella, después de su susto y su arrepentimiento mecánico, estaba dispuesta a saberlo todo, más al menos, una vez que sabía y había oído la frase irremediablemente. ('Escuchar es lo más peligroso", pensé, *es saber, es estar enterado y estar al tanto los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizá son pálidos y temerosos, o acobardados.')

'Era una chica cubana, de allí, de La Habana', dijo Ranz, 'donde estuve destinado dos años haraganeando, Villalobos tiene mejor memoria de lo que cree ('Han hablado del profesor', pensé, 'luego mi padre sabe que yo ya sé lo que Villalobos sabe'). Pero no quisiera hablar mucho de ella, si me haces ese favor, he logrado olvidar cómo era, un poco, su figura es borrosa como todo aquello, no estuvimos casados mucho tiempo, apenas un año, y mi memoria está cansada. Me casé con ella cuando ya no la quería si es que la quise, uno hace esas cosas por sentido de la responsabilidad, del deber, por debilidad momentánea, algunas bodas se pactan, se acuerdan, se anuncian, y se hacen lógicas e irremediables, ya por eso suelen acabar celebrándose. Ella me obligó a quererla al principio, luego quiso casarse y yo no me opuse, su madre, las madres quieren que las hijas se casen, o lo querían entonces ('Todo el mundo obliga a todo el mundo', pensé, 'y sí no el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían'). La boda fue en la capilla de la embajada, a la que yo estaba adscrito, una boda española en vez de cubana. Mal asunto, lo quisieron ella y la madre tal vez a propósito, de haber sido cubana nos podríamos haber divorciado cuando conocí a Teresa, allí había divorcio, aunque no creo que Teresa lo hubiera aceptado, ni sobre todo su madre, que era muy religiosa.' Ranz se limitó ahora a tomar aliento y agregó con su voz burlona de siempre, la más conocida: 'Las religiosas madres de las clases medias, las religiosas suegras son las que más vinculan. Supongo que me casé para no estar solo, no me eximo de culpa, no sabía cuánto tiempo más iba a permanecer en La Habana, dudaba entonces si hacer algo en la diplomacia, aunque aún no tenía la carrera hecha. Luego abandoné esa idea y nunca la hice y volví a mis estudios de arte, me habían metido a dedo en aquella embajada por influencias de mi familia, a ver si me gustaba, yo fui un bala perdida hasta que conocí a Teresa, o más bien hasta que me casé con Juana'. Había dicho 'bala perdida', y estuve seguro de que en ese momento, pese a la seriedad con que hablaba, le había divertido soltar esa expresión en desuso, como le había divertido llamarme 'picaflor' el día de mi boda, durante la fiesta, mientras Luisa hablaba con un antiguo novio que me es antipático y otras personas —quizá Custardoy, quizá Custardoy, apenas lo vi en el Casino, sólo de lejos mirando ávidamente— y yo me veía apartado de ella durante unos minutos por mi padre que me retenía en un cuarto para decirme esto: 'Y ahora qué', y al cabo de un rato decirme lo que en verdad quería: 'Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes'. Ahora él estaba contando el suyo, contándoselo a ella precisamente quizá para evitar que yo le pudiera contar los míos (qué secretos tengo, acaso el de Berta que en realidad no es mío, acaso el de mis sospechas, acaso el de Nieves, mi amor antiguo de la papelería) o que sea ella quien me cuente los suyos (qué secretos tiene, no puedo saberlo, si lo supiera no lo serían). 'Quizá Ranz cuenta ahora su secreto guardado durante tantos años para que nosotros no nos contemos los nuestros', pensé, 'los pasados y los presentes y los futuros, o para que procuremos no tener que tenerlos. Sin embargo hoy yo he venido a mi casa en secreto, sin avisar o haciendo creer que llegaba mañana, y Luisa guarda ante Ranz el secreto de que yo estoy aquí, echado o sentado a los pies de la cama, tal vez oyendo, tiene que haberme visto, si no no se explican la colcha y la manta y la sábana vueltas para arroparme un poco.'

'¿Me sirves un poco más de whisky, por favor?', oí que decía mi padre ahora. Así que Ranz estaba bebiendo whisky, que es una bebida de color parecido al color de sus ojos cuando no les da la luz, estarían en penumbra ahora. Oí el ruido del hielo cayendo sobre un vaso y otro, también el del whisky, luego el del agua. Con agua mezclada el color ya no se parecería tanto. Quizá las aceitunas de la nevera estaban sobre la mesita baja de nuestro salón, era uno de los primeros muebles que habíamos comprado, juntos, y uno de los pocos no cambiados de sitio en todo este tiempo, desde nuestra boda, aún no hacía ni hace aún un año. Tuve hambre de pronto, con gusto me habría comido unas aceitunas, mejor rellenas. Mi padre añadió: 'Luego iremos a cenar, ¿verdad?, te cuente lo que te cuente, como estaba previsto. Bueno, ya te lo he contado casi todo*.

'Claro que iremos a cenar*, contestó Luisa. 'Yo no falto a mis citas.' Era verdad, que no faltaba ni falta a sus citas. Puede dudar mucho, pero si se decide no falla, es una mujer agradable en eso. '¿Qué pasó luego?', dijo, y esa es la pregunta que hacen los niños, incluso cuando el cuento ya se ha acabado.

Ahora oí claramente el ruido del mechero de Ranz (el oído va acostumbrándose a captarlo todo desde donde escucha), luego antes debía haber tenido las manos enlazadas y ociosas.

'Pasó que conocí a Teresa, y a Juana, y a su madre cubana que llevaba una vida entera en España. Fueron a La Habana una temporada por un asunto de lejanas herencias y ventas, una tía de la madre que había muerto, no creí que Villalobos recordara tanto ('Luisa debe haberle dicho', pensé: '"Villalobos nos ha contado esto y esto, ¿qué hay de cierto?"'). Nos quisimos muy pronto, yo ya estaba casado, nos vimos algunas veces clandestinamente, pero era triste, ella se entristecía, no veía posibilidad alguna, y que ella no la viera me entristecía a mí, más eso que el hecho cierto de que no la hubiera. No fueron muchas veces, las suficientes, siempre por la tarde, las dos hermanas salían a pasear juntas y luego se separaban, no sé lo que hacía Juana ni Juana sabía lo que hacía Teresa, Teresa venía a encontrarse conmigo en una habitación de hotel esas tardes, y luego, al caer la noche de golpe (la noche nos avisaba), se reunía de nuevo con Juana y las dos regresaban a cenar con la madre. La última tarde que nos encontramos pareció la despedida de quienes no pueden volver a verse, era absurdo, éramos jóvenes, no estábamos enfermos ni había ninguna guerra. Ella volvía a España al día siguiente, tras su estancia de tres meses en la casa de la tía-abuela muerta en La Habana. Le dije que yo no me iba a quedar allí para siempre, que volvería en seguida a Madrid, que temamos que seguirnos viendo. Ella no quería, prefería aprovechar la separación forzosa para olvidarse de todo aquello, de mí, de mi primera mujer, a la que tuvo la mala suerte de conocer un poco. Le era simpática, recuerdo que le era simpática. Yo insistí, le hablé de separarme. "No podríamos casarnos", me dijo, "eso es imposible." Era convencional como lo eran los tiempos, hace sólo cuarenta años, ha habido mil historias como esta, sólo que la gente dice y no hace nada. Bueno, algunos hacen ('Lo peor de todo es que no hará nada*, pensé, era lo que Luisa me había dicho de Guillermo una noche, malhumorada, con su escote humedecido, brillaba un poco, los dos en la cama). Y entonces dijo la frase que yo escuché y que hizo que luego ella no se soportara (Traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo', pensé, 'las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Pero quien las dice no se soporta, si las ve cumplidas'). Recuerdo que estábamos los dos vestidos, echados sobre la cama alquilada, con los zapatos puestos ('Quizá los pies sucios', pensé, 'pues nadie iba a verlos'), no nos desvestimos aquella tarde, no podía haber ganas. "Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella", me dijo, "y con eso no puede contarse." Recuerdo que al decirlo me puso la mano en el hombro y acercó su boca a mí oreja. No me lo susurró, no fue una insinuación, su mano en mi hombro y sus labios cercanos fueron un modo de consolarme y apaciguarme, estoy seguro, he pensado mucho en cómo fue dicha esa frase, aunque hubo un tiempo en que la tomé por otra cosa. Era una frase de renuncia y no de inducción, era la frase de quien se retira y se da por vencido. Después de decir eso me dio un beso, un beso muy breve. Abandonaba el campo'. ('La lengua en la oreja es también el beso que más convence', pensé, 'la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga.') Ranz se detuvo una vez más, su voz había perdido ahora hasta el último resto de ironía o guasa, era casi irreconocible, aunque no como una sierra. 'Luego, cuando le conté lo que había hecho y le hablé de esta frase, ella al principio ni se acordaba, la había dicho sin pensar, según ella tan a La ligera, cuando se acordó y comprendió, había sido sólo la expresión de un pensamiento que estaba en nuestras cabezas, algo obvio, un mero enunciado sin intenciones, como si tú me dijeras ahora: "Va siendo hora de pensar en la cena". Tampoco yo reparé mucho entonces en sus palabras, no les di vueltas hasta más tarde, les di vueltas cuando Teresa ya se había marchado y la echaba de menos hasta no soportarlo, nuestra única posibilidad es que un día muriera ella, y con eso no puede contarse. Fue mi condenado cerebro el que quiso entender de otro modo ('No pienses en las cosas, padre', pensé, 'no pienses en ellas con tan enfermizo cerebro. Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas, padre. No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos'). Ella sólo recordó su frase al yo recordársela, y eso le causó más tormento. Ojalá no le hubiera contado nada ('Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje con el que mata, porque no se puede matar dos veces y nunca hay duda de quién es "yo", y ya está hecho el hecho. Sólo se es culpable de oír las palabras, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a U espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade'). Nada.' '¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó todo', le dijo Luisa. Luisa sólo preguntaba lo más necesario.