Cuando desperté ya no había luz que viniera de fuera, quiero decir que era luz nocturna, luz de neón y farolas y no de tarde. Iba a mirar el reloj pero no podría verlo si no encendía una lámpara. Iba a encender la lámpara de la mesilla de noche pero oí voces. Procedían de la casa, del salón, creía, aún estaba confuso pero en seguida dejé de estarlo, mis ojos se hicieron a la oscuridad, la puerta de la alcoba estaba cerrada, debía de haberla dejado yo así, la costumbre nocturna, aunque hiciera ocho semanas que la había suspendido, en aquel cuarto. Una de las voces era la de Luisa, era ella quien hablaba en aquel momento, pero no era distinguible lo que decía. El tono era pausado, de confianza, de persuasión incluso. Había regresado. Busqué el mechero en el bolsillo del pantalón y lo encendí para mirar en mi muñeca la hora, las ocho y veinte, habían pasado casi tres desde mi llegada. 'Luisa debe de haberme visto dormido y no ha querido despertarme', pensé, 'me ha dejado tranquilo hasta que me despierte yo solo.' Pero era también posible que no se hubiera dado cuenta de mi presencia en la casa. Ella no solía entrar en el dormitorio recién llegada de la calle, a menos que necesitara cambiarse inmediatamente. Si había venido con alguien habría pasado al salón, quizá al cuarto de baño un momento, quizá a la cocina para poner una copa o unas aceitunas (había visto aceitunas al abrir la nevera). No lo había hecho a propósito, creo (yo no sabía que me iba a quedar dormido, luego es seguro), pero me daba cuenta de que en la casa no había ningún indicio de mi llegada, lo había guardado todo en su sitio como hago siempre, también la maleta y la bolsa; justo debajo había colgado mi abrigo en el armario de los abrigos, se enciende una luz al abrir la puerta; tampoco había buscado mi albornoz ni mis toallas, seguían sin estar en el cuarto de baño, me había secado las manos con una de Luisa; los regalos los tenía conmigo, en el dormitorio; sólo había una cosa, mi neceser, lo había sacado de la bolsa de mano y lo había dejado sobre un banquito del cuarto de baño, su contenido era lo único que no había devuelto a sus antiguos y diversos sitios; lo había abierto, sí, pero sólo había sacado el cepillo de dientes, ni siquiera la pasta, había utilizado la que estaba en nuestra repisa, esto es, la de Luisa, mediado el tubo. Puede que ni ella ni su acompañante supieran aún que yo estaba allí, espía involuntario (involuntario hasta entonces) de mi propia casa. Ahora sonaba la otra voz, pero hablaba muy bajo, más que Luisa, de esa voz no distinguía ni el ánimo y eso me desazonó, como me había sucedido en la habitación del hotel de La Habana que al parecer fue una vez el Sevilla- Biltmore, no sé, en una isla. De pronto me entró prisa. Sabía que acabaría sabiendo quién estaba en el salón con Luisa, aunque se marchara en aquel mismo instante yo no tendría más que abrir mi puerta y salir para verlo, antes de que estuviera fuera, llamando al ascensor para irse. Pero la prisa venía porque tuve conciencia de que lo que no oyera ahora ya no lo iba a oír; no iba a haber repetición, como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder, sino que cada susurro no aprehendido ni comprendido se perdería para siempre jamás. Es lo malo que tiene cuanto nos sucede y no es registrado, o aún peor, ni siquiera sabido ni visto ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo. Abrí con cautela la puerta de la alcoba, sin hacer el menor ruido, entró un poco de luz lejana por la rendija aún mínima y volví a echarme en la cama, y entonces identifiqué la voz que hablaba, gracias a esa rendija, la identifiqué a la vez con temor y alivio, la voz de Ranz, la voz de mi padre, más con alivio, con temor menos.

Yo tengo la tendencia a querer comprenderlo todo, cuanto se dice y llega a mis oídos, aunque sea a distancia, aunque sea en uno de los innumerables idiomas que desconozco aunque sea en murmullos indistinguibles o en susurros imperceptibles, aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte. Y una vez entreabierta la puerta de mi dormitorio el murmullo era distinguible o perceptible el susurro, y ambos eran en un idioma que bien conozco, es el mío, en el que escribo y pienso, aunque conviva con otros en los que también pienso a veces, siempre más en el mío; y lo que la voz decía tal vez era mejor que lo comprendiera, tal vez se decía para que yo lo oyera, justamente para que yo lo captara. O no así exactamente: pensé que a Luisa no podía habérsele pasado por alto mi presencia en la casa (el neceser, el cepillo en su sitio, el abrigo colgado, algo habría visto), pero sí a Ranz, Ranz podía no saberlo (si había entrado en el cuarto de baño no le habrían dicho nada el neceser ni el cepillo). Quizá Luisa había decidido hablar por fin con mi padre y preguntarle por sus mujeres muertas, por Barbazul, Barbazul, y dejar al azar que yo despertara y lo oyera directamente o que siguiera dormido tras el cansancio del viaje desde Ginebra y no me enterara más que indirectamente y más tarde, a través de ella y con otras palabras (con traducción, y censura acaso), o bien no me enterara nunca, si así se acordaba. Quizá no traía la intención de hacerlo, no aquella noche o tarde, hasta llegar a casa y ver mi neceser, mí cepillo, mi abrigo, y luego, tal vez, mi figura dormida sobre nuestra cama. Tal vez se había asomado al cuarto y era ella, no yo, quien había cerrado la puerta. Entonces, al pensarlo, comprendí que así habría sido, porque no fue sino hasta aquel instante cuando me di cuenta de que la cama ya no estaba tan hecha como la había encontrado. Alguien había levantado sábana, manta y colcha por uno de los lados y había intentado arroparme con ellas vueltas, chapuceramente, desde sus extremos laterales hasta donde el peso y límite de mi cuerpo lo permitía. Podía haber sido yo mismo en mi sueño, pensé, pero no era probable, lo descarté de inmediato y me pregunté de inmediato cuándo habría sucedido eso, mi arropamiento, cuándo habría abierto la puerta Luisa y me habría visto tendido, dormido, quizá con el pelo alborotado, algunos cabellos sueltos atravesándome la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerme un instante. (No me había quitado los zapatos, los seguía teniendo puestos y ahora sí pisaban la colcha.) Y me pregunté también cuánto tiempo llevarían Luisa y Ranz en la casa, y cómo habría conducido ella la conversación que tenían para que en el momento de entreabrir yo mí puerta y volverme a la cama y oír nítidamente las primeras frases de Ranz (aunque en la distancia), esas frases fueran estas: 'Se mató por algo que yo le conté. Por algo que le había contado en nuestro viaje de bodas'.

La voz de mi padre era débil, pero no de viejo, nunca tuvo nada de viejo. Era una voz vacilante, como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo, como si se diera cuenta de que las cosas se dicen muy fácilmente (basta con empezar, una palabra tras otra) pero una vez oídas ya no se olvidan, se saben.

Como si recordara eso.

'No quiere contármelo a mí', oí que decía Luisa. Su voz era cuidadosa pero natural, no exageraba la nota de la persuasión ni de la delicadeza ni del afecto. Hablaba con tiento, nada más que con tiento.

'No es que no quiera, a estas alturas, si tú quieres saberlo', respondió Ranz, 'aunque la verdad es que nunca se lo he dicho a nadie, bien me he guardado. De todo eso hace cuarenta años, ya es un poco como si no hubiera ocurrido o les hubiera ocurrido a otras personas, no a mí, ni a Teresa, ni a la otra mujer, como tú la has llamado. Ellas no existen desde hace mucho, lo que les pasó tampoco, sólo yo lo sé, sólo estoy yo para recordarlo, y lo que pasó se me aparece como figuras borrosas, como si la memoria, al igual que los ojos, se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente. No hay gafas para la memoria cansada, querida mía.'