'El de entonces', dijo Ranz, 'El de entonces', repitió Ranz, y debía de estarse tocando su pelo polar, rozándoselo con las yemas sin proponérselo ni darse cuenta. 'El de entonces soy yo todavía, o si no soy él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió. Soy lo más parecido que queda a él, en todo caso, y a alguien deben pertenecer esos recuerdos. Al que no se mata se le impone seguir adelante, pero hay quien decide pararse y quedarse allí donde se quedaron otros, mirando al pasado, haciendo que siga siendo ficticio presente lo que el mundo dice que es pasado. Y así, resulta que lo que ocurrió se convierte en imaginario. Peto no para, él, sino para el mundo. Sólo para el mundo, que lo abandona. He pensado mucho en esto. No sé si lo entiendes'.

'Usted no parece haberse quedado parado en ninguna parte', le dijo Luisa. 'Supongo que no, y a la vez sí', contestó Ranz. La voz había vuelto a debilitarse, ahora hablaba un poco para sus adentros, no con vacilación sino meditativamente, las palabras salían una por una, cada una pensada, como cuando los políticos hacen una declaración que quieren ver traducida y tomada al pie de la letra. Era como si estuviera dictando. (Pero ahora yo reproduzco de memoria, es decir, con mis propias palabras aunque sean las suyas, en origen.) 'Yo seguí adelante, he seguido haciendo mi vida con la mayor ligereza posible, e incluso me volví a casar por tercera vez, con la madre de Juan, con Juana, que nunca supo nada de todo esto y tuvo la generosidad de no acosarme nunca a preguntas sobre la muerte de su hermana que ella vio, tan inexplicable para todos, y yo no podía explicársela. Quizá ella sabía que era mejor no saber, si había algo que saber y yo no había contado. Quise mucho a Juana, pero no como a Teresa.

La quise con más cautela, con más miramiento, no con tanta insistencia, más contemplativamente si vale decirlo, más pasivamente. Pero a la vez que seguí adelante sé que también me quedé parado en aquel día en que se mató Teresa. En ese día, y no en el otro anterior, es curioso cómo importan más las cosas que le pasan al otro sin nuestra intervención directa, más que las que uno hace, o comete. Bueno, no siempre es así, sólo a veces. Según qué cosas, supongo.'

Encendí un cigarrillo y busqué un cenicero en la mesilla de noche. Allí estaba, en el lado de Luisa, por suerte también ella seguía fumando, los dos fumábamos en la cama, mientras hablábamos o leíamos o después de acostarnos con el uno el otro, antes de dormirnos. Antes de dormirnos de veras abríamos la ventana aunque hiciera frío, para airear el cuarto, unos minutos. Estábamos de acuerdo en eso, en nuestra comparada casa en la que yo espiaba ahora con su probable consentimiento. Quizá al abrir la ventana pudiéramos ser percibidos desde la esquina por alguien que mirara hacia arriba, abajo.

'¿Qué otro día?', preguntó Luisa.

Ranz calló, durante demasiados segundos para que fuera natural la pausa. Me imaginé que tendría las manos con un cigarrillo del que no se tragaría el humo o bien enlazadas y ociosas, las manos grandes con arrugas pero sin manchas, y estaría mirando a Luisa de frente, con sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, mirando con pena y con miedo, esas dos sensaciones tan parecidas según Clerk o Lewis, o tal vez con la sonrisa boba y los ojos inmóviles de quien alza la vista y yergue el cuello como un animal al oír el sonido de un organillo o el silbido curvo de los afiladores, y piensa por un momento si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido o hay que bajar con ellos a la calle corriendo, y hace un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá se absorbe en sus secretos repentinamente los secretos guardados y los padecidos, los que conoce y no conoce. Y entonces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repite y viene avanzando por la calle entera, su vista cae melancolizada sobre los retratos de los ausentes. 'No me lo cuente si no quiere', oí que decía Luisa. 'El otro día', dijo Ranz, 'el otro día fue el día en que maté a mi primera mujer para poder estar con Teresa.' 'No me lo cuente si no quiere. No me lo cuente si no quiere', oí que repetía y repetía Luisa, y repetir y repetir eso cuando ya estaba contado era la forma civilizada de expresar su susto, también el mío, quizá su arrepentimiento por haber preguntado. Pensé si no debía cerrar mi puerta, clausurar la rendija para que todo volviera a ser murmullo indistinguible o imperceptible susurro, pero ya era demasiado tarde, para mí también, lo había oído, habíamos oído lo mismo que habría oído Teresa Aguilera en su viaje de novios, al final de su viaje, cuarenta años antes, o quizá no eran tantos. Luisa decía ahora 'No me lo cuente, no me lo cuente', quizá por mí, demasiado tarde, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla y no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra. El acto de contar ya estaba en marcha, basta con empezar, una palabra tras otra. 'Ranz ha dicho "mi primera mujer"', pensé, 'en vez de darle su nombre, y lo ha hecho en consideración a Luisa, que de haber escuchado ese nombre (Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta) no habría sabido de quién se trataba, no con certidumbre al menos, ni yo tampoco, aunque lo habríamos supuesto, supongo. Eso quiere decir que Ranz está de verdad contando, aun no hablando para sí mismo, como puede que le suceda dentro de un rato sí sigue rememorando y contando. Pero lo que hasta ahora ha dicho lo ha dicho teniendo en cuenta que se lo decía a alguien, no olvidado del destinatario sino teniendo en cuenta que estaba contando, y siendo escuchado.'

'Sí, ahora ya tienes que dejarme contártelo', oí que decía mi padre, 'como se lo tuve que contar a Teresa. No fue como ahora, pero tampoco tan distinto, dije una frase y con ella la puse al tanto y ya tuve que contar el resto, contar más para paliar una sola frase, es absurdo, descuida, no entraré en mucho detalle. Ahora la he dicho y te he puesto al tanto, la he dicho en frío, entonces fue en caliente, ya sabes, uno dice cosas encendidas y se va calentando, uno quiere tanto y se siente tan querido que ya no sabe qué más hacer, a veces. En algunas circunstancias, en algunas noches uno se convierte en un exaltado, en un salvaje, le dice barbaridades a la persona que ama. Luego se olvidan, son como un juego, pero claro, un hecho no puede olvidarse. Estábamos en Toulouse, hicimos nuestro viaje de bodas a París, luego al sur de Francia. Estábamos en un hotel la penúltima noche del viaje, en la cama, y yo le dije muchas cosas a Teresa, uno dice de todo en esas ocasiones porque no se siente amenazado por nada, y cuando ya no sabía qué más decirle y sin embargo necesitaba decirle más, le dije lo que tantos amantes han dicho sin consecuencias: "Te quiero tanto que mataría por ti", le dije. Ella se rió, contestó: "Ya será menos". Pero en aquellos momentos yo no podía reírme, era uno de esos momentos en que se quiere con toda la seriedad del mundo, no hay broma que valga. Y entonces no pensé más y le dije la frase: "Ya lo he hecho", le dije. "Ya lo he hecho".' ('I have done te deed', pensé, o acaso pensé *He sido yo*, o lo pensé en mi lengua, 'He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco.')

Ranz calló de nuevo, y ahora me pareció que la pausa era inequívocamente retórica, como si una vez que había empezado a contar lo incontable estuviera en disposición y deseo de controlar su cuento.