—De un ataque al corazón, creo —apunté titubeante—. La verdad es que no lo sé bien, murió poco antes de que yo naciera y es una de esas cosas por las que uno no se interesa. —Mal hecho —dijo el profesor—, todo interesa, con esa apatía no se va a ninguna parte. Clínicamente murió de un infarto, sí, pero artísticamente, que es como se muere de veras y lo que importa, murió de preocupación, de aprensión y de miedo, por culpa de tu padre.

Toda enfermedad viene causada por algo que no es una enfermedad. —Al profesor Villalobos, además de los secretos intransmisibles, le gustaban los pequeños golpes de efecto al contar algo, secreto o no secreto.

—¿Por culpa de mí padre? ¿Por qué de mi padre? —Le tenía absoluto pánico desde la muerte de tu tía Teresa al poco de casarse con él. Le temía como al diablo con superstición, sabes lo que pasó, ¿no?

El profesor no hacía remilgos, como Custardoy había hecho. Iba al grano, para él no cabía duda de que todo merecía saberse, o de que el conocimiento nunca hace daño, o si lo hace hay que aguantarse. Pensé entonces —fue una ráfaga— que me iba a tocar saber, como si las historias que durante largos años están en reposo tuvieran una hora de su desperezamiento y nada pudiera hacerse contra su llegada, quizá sólo demorarla un poco, un poco más, a ningún efecto. 'Yo no creo que a nada se le pase el tiempo', me había dicho Luisa en la cama justo antes de que mi brazo rozara su pecho, 'todo está ahí, esperando a que se lo haga volver.' Lo había expresado bien, según creo. Quizá llega un momento en que las cosas quieren ser contadas, ellas mismas, quizá para descansar, o para hacerse por fin ficticias.

—Sí, lo sé, sé que se mató de un tiro. —Y reconocí saber algo de lo que en realidad no tenía seguridad ni constancia, tan sólo era un rumor reciente, pasado de Custardoy a mí, de mí a Luisa.

El profesor Villalobos seguía bebiendo vino y comía ahora a gran velocidad su tarta, manejando la cucharilla como si fuera un escalpelo de su padre médico. Después de cada bocado o trago se pasaba la servilleta por la boca mojada, que seguía mojada después de secársela. También de este asunto o noticia tenía más información que yo.

—Mis padres estaban allí cuando pasó, eso quizá no lo sabréis, invitados a comer. —Había dicho 'no lo sabréis', había utilizado el plural como se hace con los matrimonios—. Volvieron a Barcelona espantados y se lo he oído contar muchas veces. Tu tía se levantó de la mesa, cogió la pistola de tu abuelo, la cargó, se fue al cuarto de baño y allí se disparó en el pecho. Mis padres la vieron muerta, y toda tu familia menos tu abuela, que estaba pasando unos días fuera de Madrid, en casa de una hermana suya que vivía en Segovia, o en El Escorial. — En Segovia —dije yo. De eso sí tenía información. —Fue una suerte para ella, o quizá tu tía lo tuvo en cuenta, no es probable. Tu abuelo, en cambio, nunca se recuperó de la visión de su hija ensangrentada en el suelo del cuarto de baño, con un pecho destrozado- Ella había estado más o menos normal durante el almuerzo, bueno, en silencio y sin comer apenas ni contar nada, como si fuera desgraciada cuando no le tocaba, había vuelto de su viaje de bodas una semana antes o así. Pero esto mis padres lo reconstruyeron luego, mientras comían nadie pudo sospechar lo que iba a ocurrir. —Y entonces Villalobos siguió contando lo que no he querido saber, pero he sabido. Contó durante unos minutos. Contó con detalle.

Contó. Contó. Sólo podría no haberle oído si me hubiera marchado. Y antes de interrumpirse añadió—: Todo el mundo dijo que Ranz había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez. —A continuación hizo una pausa y se acabó la tarta, cuya ingestión había suspendido (la cucharilla de nuevo retórica) mientras relataba el detalle y mencionaba otra tarta, una helada que se derritió. Pero ni Luisa ni yo dijimos todavía nada, así que depositó el instrumento en el plato y regresó al principio, como profesor que era—. Puedes imaginarte que cuando más tarde Ranz se casó con tu madre, tu abuelo viviera en un permanente estado de pánico. Al parecer palidecía y se llevaba las manos a la frente cada vez que veía a tu padre. Tu abuela tenía más aguante, y además no había visto a su hija muerta, sólo enterrada. Tu abuelo vivió desde entonces, bien es verdad que no mucho tiempo, como un sentenciado a muerte que no sabe la fecha de su ejecución y se levanta cada día temiendo que la fecha sea esa. La comparación no es buena del todo, temía por la defunción de su hija, la que le quedaba. Ni siquiera dormía. Se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono o el timbre o llegaba una carta o un telegrama, y eso que tus padres no hicieron viaje de novios, la cosa no estaba para esas alegrías ni se ausentaron de Madrid apenas mientras él vivió. Según decía mi padre, nunca había visto un caso tan claro como el de tu abuelo de muerte por pavor. El infarto fue sólo la expresión, el medio, podía haber sido otro, decía. Al morir tu abuelo el trato entre nuestras familias ya se hizo infrecuente Yo lo reanudé con Ranz por otros conductos, años más tarde. Qué te parece. —En su última frase había satisfacción a todo el mundo le gusta hacer pruebas y venir con noticias. El profesor llamó a un camarero y, extrañamente tras haberse tomado la tarta, le pidió la tabla de quesos y más vino para acompañarlos—. Estoy hambriento, hoy no he almorzado —se disculpó. Luisa y yo tomábamos ya café. Había dos preguntas que hacer, dos preguntas principales difíciles de no hacer cuando además éramos dos los que podíamos formularlas. En realidad ambas eran preguntas para nuestro padre, pero él estaba lejos y con él no se hablaba del pasado remoto. O tal vez ya sí, se me ocurrió de pronto la posibilidad improbable de que Ranz hubiera enviado a Custardoy meses atrás y a Villalobos ahora para irme avisando, irme preparando para una historia de la que deseaba ponerme al tanto, ahora, quizá porque me había casado por primera vez, él lo había hecho en tres ocasiones y en dos de ellas le había ido mal, o, como había dicho todo el mundo en su día y el profesor acababa de repetir, había tenido muy mala suerte. Pero también era él quien me había enviado al alto funcionario español de la mujer frivolísima y trufada, y éste no me había contado nada. Luisa y yo hablamos casi al mismo tiempo: —Pero ¿por qué se mató? —dijo ella adelantándose medio segundo. — ¿Quién era la primera mujer? —dije yo retrasado.

El profesor Villalobos se sirvió queso de Brie y camembert, todo cremoso. Untó un poco del primero en el pan tostado que al llevarse a la boca se le hizo pedazos. Se le quedo en ella un trozo demasiado grande para abarcarlo de golpe, se manchó la solapa y manchó el mantel.

—Por qué se mató no se sabe —contestó con la boca aún despejada pero en su debido orden, como si estuviera ante un motín de dudas en clase. Bebió bastante vino para ayudarse a tragar—. Ni tu padre lo supo, según dijo, eso dijo. Su sorpresa cuando llegó a la casa de su suegro a los postres fue grande como la de cualquier otro de los presentes o de los que llegaron después, su dolor aún mayor. Dijo que todo iba perfectamente, que nada había pasado entre ellos, eran felices y demás. No se lo explicaba ni lo pudo explicar. Se habían separado por la mañana sin que él hubiera notado nada raro, se habían despedido con frases más o menos amorosas, como un día cualquiera, convencionales, como las que os podáis decir vosotros esta noche o mañana. Si eso era verdad, debe de haberse atormentado no poco a lo largo de estos decenios. Tu madre debió de ayudarlo mucho. Quizá Ranz tuvo que investigar también si tu tía Teresa llevaba una doble vida cuya mitad suicida él desconocía, esas cosas suceden. Si averiguó algo supongo que lo calló. No sé. —El profesor se secó la boca, ahora con más motivo, para limpiarse las comisuras de auras migas de tostada y blandos restos de Brie. —La solapa — le indicó Luisa.

El profesor se miró con desagrado y sorpresa. Era una solapa de Gigli, muy cara. Se limpió mal, con torpeza, Luisa mojó la punta de su servilleta en agua y le ayudó, mojó la punta como yo había mojado la de una toalla en el cuarto de baño del hotel de La Habana para refrescarle a ella la cara, el cuello, la nuca (se le había pegado su pelo largo alborotado, y algunos cabellos sueltos le atravesaban la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante).