—La verdad es que no me extraña que se casara usted tantas veces, es una fuente inagotable de historias poco creíbles, y por tanto de entretenimiento. —Y añadió en seguida, como para darle la oportunidad de contestar a la segunda parte y no hacer, si no quería, referencia alguna a la primera, a lo que hasta entonces había dicho (era un signo de respeto)—: Hay muchos hombres que piensan que las mujeres necesitan sentirse muy queridas y halagadas, incluso mimadas, y lo que más nos importa es que nos entretengan, es decir, que nos impidan pensar demasiado en nosotras mismas. Es una de las razones por las que solemos querer hijos. Usted debe saberlo bien, si no, no lo habrían querido tanto.

No me di por aludido, al contrario. Yo le contaba a Luisa muchas historias poco creíbles, aunque hubiera callado hasta aquel momento la de 'Bill' y Berta, que la habría entretenido mucho; pero esa historia también era mía y quizá por eso la callaba. La de Guillermo y Miriam la había callado hasta que Luisa la mencionó y supe que también le pertenecía a ella, y el día que nos conocimos había callado o cambiado, al traducir a los adalides, algunas de las cosas que habían dicho (sobre todo el nuestro) y que me habían parecido malas ideas o inconveniencias o reprobables. En esa ocasión, sin embargo, mi censura no había afectado a Luisa, que comprendía tanto o más que yo, ambas lenguas, ella era la 'red'. Callar y hablar son formas de intervenir en el futuro. Pensé que aquella virtud que Luisa atribuía a mi padre era también la de Custardoy el joven: contaba, cuando quería, historias totalmente increíbles con las que distraería a mi padre, a mí mismo me había contado innumerables durante la infancia y la adolescencia, y recientemente una sobre Ranz y mi tía Teresa y otra mujer con la que no guardo parentesco, en cierto sentido sobre mí mismo (quizá también esa historia era mía; tal vez Luisa querría escucharle, a Custardoy el joven).

A Ranz no se le congeló la risa, sino que la prolongó demasiado, artificialmente, como para ganar tiempo y decidir a qué parte de las palabras de Luisa contestaba y cómo (o si a todo, o si a nada). Rió cuando ya no tocaba, hasta lo intraducible y no censurable tiene su duración, y en ella puede estar su significado. —No me han querido tanto —dijo por fin en un tono muy distinto del habitual suyo, como si aún vacilara. De haber estado contestándome a mí no habría vacilarlo ni prolongado la risa un segundo (ambas cosas eran un signo de respeto, respeto hacia Luisa)—. Y cuando lo han hecho no me lo merecía —añadió, sin que pareciera una frase procedente de su coquetería; yo la conocía demasiado bien para no distinguir lo que se debía a ella.

Luisa tuvo valor para insistir, perdiendo un poco el respeto (o puede que fuera una manera de advertirme que su indagación estaba en marcha y que ya no la detendría, pensara lo que yo pensara: la historia podía ser suya si yo no me hacía cargo, Ranz había empezado a serlo. Quizá era otro signo de respeto, respeto hacia mí, haber esperado a que yo estuviera delante para ponerla en marcha, como quien prefiere avisar: 'A partir de ahora no te haré caso en esto'). —Pero tengo entendido que, aparte de con quien habría sido mi suegra, usted estuvo casado con su hermana. No debe ser fácil, que a uno lo quieran dos hermanas. Y a saber cuántas otras mujeres lo quisieron a usted antes. El tono de Luisa era un tono de broma, ligero, zumbón, como se emplea a menudo con la gente vieja cuando se la quiere alegrar y dar ánimos, un tono de guasa amable que el propio Ranz practicaba, con otros y consigo mismo, tal vez para darse ánimos. Sin embargo el de su respuesta no fue así durante un instante. Me miró rápidamente con su mirada ardorosa, como para confirmar que la información recibida por Luisa venía de mí y no podía ser otra que la que yo tenía. Así había de ser, no era extraño: acerca de los demás se cuenta todo sobre la almohada. Pero yo no le hice ninguna señal. Luego dijo: —No creas, las hermanas menores suelen encapricharse con lo de las mayores. No digo que fuera el caso, pero en sí no tiene mérito, más bien al contrario. — ¿y antes? —volvió a insistir Luisa, y era obvio que no esperaba que en aquel momento se le contara nada, nada sustancial al menos, Ranz estaba a punto de irse a una cena, era más bien como si se preparara el terreno y le anunciara algo para el futuro concreto, o inmediato. Yo estaba sorprendido, tanto por su insistencia como por la reacción de mi padre. Recordaba aquel día en que casi me expulsó de un restaurante por tratar de preguntarle sobre el pasado ('Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años'), un pasado menos antiguo que aquel por el que Luisa ya le estaba preguntando. Ranz volvió a mirarme, como si ahora dudara de mí en tanto que fuente de información, o no supiera si en realidad la había. Yo no le hice ninguna señal. Recuperó su tono habitual y contestó con un gesto exagerado de su mano con cigarrillo: — ¿Antes? Antes es tan antiguo que ya no me acuerdo. Fue entonces cuando sonó el timbre, y mientras Luisa se levantaba para ir a abrir, mientras caminaba hacia la puerta para recibir a Custardoy el joven ('Será Custardoy', dijo mi padre mientras ella se alejaba por el pasillo, ya fuera de nuestra vista), todavía tuvo tiempo, o temple para decirle: 'Pues vaya haciendo memoria, que ya le preguntaré y me contara otro día, un día que estemos solos'.

Custardoy bebió su cerveza y estuvo más bien lacónico el rato mínimo que permaneció en casa, quizá como yo, quizá como un enamorado. Casi ni hicieron ruido sus zapatos de suela semimetálica, como los de 'Bill' probablemente, cuyo femenino sonido había oído sobre el mármol de la estación de correos pero no sobre el asfalto de la calle de Berta, al salir y montar en su taxi, como si también los zapatos consintieran en guardar secretos.

Cuántas cosas se van no diciendo a lo largo de una vida o historia o relato, a veces sin querer o sin proponérselo. Yo no solo había callado cuanto ya he enumerado, sino sobre todo el malestar y los presentimientos de desastre que me acompañan desde mi matrimonio, hace ya casi un año. Ahora se han atenuado y tal vez acaben desapareciendo, durante un tiempo. Los había silenciado ante Luisa, también ante Berta y ante mi padre, por supuesto en el trabajo, ante Custardoy no digamos. Los enamorados guardan silencio con mucha frecuencia, incluso los encaprichados. Guarda silencio quien ya tiene algo y puede perderlo, no quien ya lo perdió o está a punto de ganarlo. Berta había hablado sin cesar de 'Bill', por ejemplo, y de 'Jack' y 'Nick' mientras para ella no habían tenido corporeidad ni rostro ni los había ganado (se habla de las promesas, no del presente y sí del futuro, concreto y abstracto; también de las pérdidas, si son recientes). Pero después calló, tras mis cuatro horas largas de vagabundeo y compras y aprensión y espera la encontré aún levantada y no en su cuarto, en bata. Ya estaba a solas, pero seguía aguantando la cojera según vi luego, esto es, no dejaba que se reinstalara con la soledad regresada y acostumbrada, ni con la confianza que tenía conmigo, no tan fácilmente, no tan pronto. No encendí la luz que ella había apagado minutos antes para avisarme y decirme 'Sube' porque no hacía falta: estaba recostada en el sofá, frente a la televisión cuya luz bastaba para iluminarnos, con el breve vídeo de 'Bill' puesto otra vez, ahora que podía completar la imagen con su memoria de él recién nacida, ahora que por fin sabía lo que se correspondía con el triángulo del albornoz azul pálido, arriba y abajo. Cuando entré y no encendí la luz, la voz de predicador o de cantante frágil, la voz de sierra repetía en inglés desde la pantalla: 'A las mujeres os importa la cara. Los ojos. Eso decís. A los hombres la cara con cuerpo. O el cuerpo con cara. Eso es así'. Berta paró el vídeo al verme. Se levantó y me dio un beso. 'Lo siento', dijo, 'has tenido que esperar mucho.' 'No importa', dije yo. 'He traído leche, se había acabado, voy a dejarla en seguida en la nevera.' Fui hasta la nevera y allí no sólo dejé la leche, sino que saqué de la bolsa de plástico todas las demás cosas que había comprado, el libro japonés, el periódico, la música de La vida privada de Sherlock Holmes, siempre hago eso, también cuando llego de un viaje lo primero que hago es deshacer la maleta y guardarlo todo en su sitio y la propia maleta en su armario, para acelerar el olvido de que he viajado, del viaje, que todo parezca en reposo. Tiré la bolsa a la basura, para acelerar el olvido de la compra y de mis paseos. Volví al salón con mi pequeño botín en la mano, Berta no estaba, la televisión seguía encendida, un programa con risas mecánicas al que había dado paso la supresión del vídeo. La oí en su dormitorio, estaría aireándolo, haciendo la cama o cambiando las sábanas, no le había dado tiempo con mi llegada inmediata. Pero no era eso, no lo último al menos, porque cuando salió no llevaba en los brazos el montón de ropa, sino las manos en los bolsillos de la bata, una bata de color salmón y de seda, debajo creo que nada, quizá prefería dormir con el olor de 'Bill' en las sábanas, cuando uno quiere retener olores parece siempre que se disipan demasiado pronto. Ella ya no olía a Trussardi, olía a Guerlain al pasar junto a mí, vi el frasco (la caja abierta) sobre la mesa en la que solíamos dejar el correo y en la que yo dejé mi diario, mi libro, mi disco: el frasco a cuya compra yo había asistido. Era el único rastro material de 'Bill' en el apartamento. '¿Qué tal?', pregunté, ya no podía dejar de hacerlo, todo estaba más o menos en orden, aunque siempre se encuentran cosas que hacer en las casas. 'Bien. ¿Y tú? ¿Qué has hecho todo este rato? Debes estar muerto de sueño, pobre.' Le conté por encima mis vagabundeos, no mis aprensiones, le enseñé mis compras, no le hablé de mi espera. No sabía si preguntarle más, ella parecía tener repentinamente el pudor que no había tenido durante las semanas precedentes, aquella misma tarde en que me había pedido preservativos (los había visto en la basura, dos, al tirar la bolsa, quedaron tapados por ella, ya no resultarían visibles en la próxima visita al cubo, la aceleración del olvido, a veces no hay que acelerarlo, unas cosas van tapando a las otras exactamente como en la basura, los minutos que van llegando no sustituyen tan sólo, sino que niegan los que se fueron). Qué lejos quedaba mi cena con sus amigos y amigas, con Julia, ella no se acordaba, no me preguntó por ellos, yo no me sentía inclinado a recuperarlos para la charla breve que podía y suele tenerse antes de irse a la cama, por tarde que sea. Era muy tarde aunque fuera sábado, debíamos acostarnos, dormir, olvidar en el sueño, o Berta retener el recuerdo. Pero yo quería saber un poco al menos, aquella era también mi historia y a la vez no lo era (luego podía querer saber, y estaba a salvo). Había deambulado durante horas bajo el cielo invisible en las avenidas y rojizo en las calles, había esperado de pie tres veces sobre el mármol de Kenmore Station, había caminado tras sus pasos metálicos hasta el Hotel Plaza, me había dejado ver, había rodado un vídeo, merecía quizá saber algo sin esperar a que transcurriera el tiempo. 'Bueno, cuéntame', dije. 'No, no hay nada que contar', dijo ella. Estaba descalza y sin embargo no cojeaba, tenía la mirada un poco ensoñada, o era sólo soñolienta. Parecía tranquila, como quien está meditando sin prisa y sin que la meditación la agobie. Tenía una sonrisa pausada, boba, la de quien recuerda con vaguedad y complacencia. 'Pero es español', ¿no?, dije yo. 'Sí, es español', contestó, 'ya lo sabíamos.' '¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica?' 'Se llama Bill, le va bien ese nombre, y no me ha dicho a qué se dedica. No hemos hablado de eso.' 'Pero dime algo más, ¿qué tal es? ¿Te ha caído bien? ¿Te ha decepcionado? ¿Te ha dado miedo? En el vídeo era odioso', y señalé hacia el programa con risas mecánicas, que se seguía oyendo con el sonido bajo. 'Aún no lo sé', respondió Berta, 'eso dependerá de lo que pase a partir de ahora.' '¿Habéis quedado en veros más?' 'Sí, supongo que sí. Están los apartados de correos, y él puede llamarme, le he dado el teléfono.' Berta se mostraba lacónica como una enamorada que no comparte, que oculta y retiene; no podía estarlo, era ridículo, quizá encaprichada, o tal vez no quería hablar justo ahora, cuando él acababa de irse tras cuatro horas largas de compañía, en realidad cuatro más cuatro, habían quedado a las ocho y media. Es posible que deseara pensar a solas, en lo que había ocurrido, afianzar el recuerdo que desde la salida de 'Bill' por la puerta habría iniciado el lento proceso de su difuminación, por eso seguramente había puesto el vídeo cuya visión yo había interrumpido. 'Quizá mañana', pensé, 'quizá mañana esté más dispuesta a hablar y contarme, no es que me importe tanto, también es cierto, en realidad mi misión ha terminado, tenía que tomarme en serio lo que ella se tomaba en serio, ayudarla a llegar a quien quería llegar y acaso ganarlo. Eso es todo. Mi estancia aquí también está casi acabada, me iré dentro de una semana y no volveré probablemente hasta dentro de un año, y será entonces cuando ella me lo cuente todo como algo perteneciente al pasado, algo venial e ingenuo que nos provocará sonrisas y que sentiremos un poco como si no hubiéramos sido nosotros quienes hubiéramos participado o lo hubiéramos hecho, algo que podrá contarse tal vez entero, desde su inicio hasta su conclusión, no como ahora, en que está sucediendo, y no se sabe.' Pero sabía que no podía irme a la cama sin preguntarle dos cosas más, dos al menos. '¿Llevaba preservativos?', le dije. En la penumbra me pareció que Berta se sonrojaba, me miraba con el rubor que le había faltado cuando me los había pedido, también —yo creo, vi sólo a través de la cámara— cuando la había filmado. 'No lo sé', dijo. 'No le di tiempo, antes de que pudiera sacarlos yo saqué los míos, los que me habías dado. Gracias.' Y las 'Gracias' sin duda fueron ruborizadas. '¿Y Miriam? ¿Le pudiste preguntar por Miriam?' A Berta no le interesaba ya aquello, lo había olvidado, hizo un gesto como diciendo: 'De eso hace tantos años', el nombre de Miriam debía de haberse perdido al comienzo de la velada y no habría traído ninguna noticia. 'Sí', contestó, 'mencioné ese nombre, como el de una amiga de España. Pero no pareció que significara nada, y no insistí, tú me dijiste que no insistiera.'