Si ahora me acuerdo de todo esto es porque lo que sucedió después, muy poco después y en Nueva York todavía, se pareció en un aspecto (pero creo que sólo en uno, o fueron dos, o tres) a lo que ocurrió aún más tarde (pero poco más tarde), cuando ya había regresado a Madrid con Luisa y volví a tener con más fuerza y tal vez más motivo los presentimientos de desastre que me acompañaron desde la ceremonia de boda y que aún no se han disipado (no enteramente al menos, y quizá no se vayan nunca). O puede que se tratara de un tercer malestar, uno distinto de los dos que había probado durante el viaje de novios (sobre todo en La Habana) y aun antes, una nueva sensación desagradable que sin embargo, como la segunda, es posible que fuera inventada o imaginada o hallada, la respuesta necesaria pero insuficiente a la aterradora pregunta del malestar inicial, '¿Y ahora qué?', una pregunta que se contesta una vez y otra y no obstante reaparece siempre, o se restituye a sí misma o está siempre ahí, incólume tras cada respuesta, como el cuento de la buena pipa que a todos los niños les ha sido contado para su desesperación y que a mí me contaba mi abuela habanera las tardes en que mi madre me dejaba con ella, tardes transcurridas entre canciones y juegos y cuentos y miradas involuntarias a los retratos de los que habían muerto, o en las que ella miraba transcurrir el transcurrido tiempo.

'¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?', decía con bondadosa malicia mi abuela. 'Sí', respondía yo como todos los niños. 'No te digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa', seguía mi abuela riendo. 'No', cambiaba yo de respuesta como todos los niños. 'No te digo ni que no ni que sí, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa', reía cada vez más mi abuela, y así hasta la desesperación y el cansancio aprovechando que al niño desesperado no se le ocurre nunca dar la contestación que desharía el ensalmo, 'Quiero que me cuentes el cuento de la buena pipa', la mera repetición como salvación, o la enunciación que al niño no se le ocurre porque todavía vive en el sí y en el no, y no se fatiga con un quizá o un tal vez. Pero esta otra pregunta de entonces y ahora es peor, y repetirla no sirve de nada, como no sirvió, o no la contestó, o no la anuló que yo se la devolviera a mi padre en el Casino de Alcalá 15 cuando él me la hizo en voz alta, los dos en un cuarto a solas después de mi boda. 'Eso digo yo' había dicho yo. 'Y ahora qué.' La única forma de zafarse de esa pregunta no es repetirla, sino que no exista y no hacérsela ni permitir que nadie se la haga a uno. Pero eso es imposible, y tal vez por eso, para contestársela, hay que inventarse problemas y sufrir aprensiones y tener sospechas y pensar en el futuro abstracto, pensar con tan enfermo cerebro o tan enfermizamente con el cerebro, 'so brainsickly of things' como le dijeron que no hiciera a Macbeth, ver lo que no hay para que haya algo, temer a la enfermedad o a la muerte, al abandono o a la traición, y crearse amenazas, aunque sea por persona interpuesta, aunque sea analógicamente o simbólicamente, y quizá sea esto lo que nos lleva a leer novelas y crónicas y a ver películas, la búsqueda de la analogía, del símbolo, la búsqueda del reconocimiento, no del conocimiento. Contar deforma, contar los hechos deforma los hechos y los tergiversa y casi los niega, todo lo que se cuenta pasa a ser irreal y aproximativo aunque sea verídico, la verdad no depende de que las cosas fueran o sucedieran, sino de que permanezcan ocultas y se desconozcan y no se cuenten, en cuanto se relatan o se manifiestan o muestran, aunque sea en lo que más real parece, en la televisión o el periódico, en lo que se llama la realidad o la vida o la vida real incluso, pasan a formar parte de la analogía y el símbolo, y ya no son hechos, sino que se convierten en reconocimiento. La verdad nunca resplandece, como dice la fórmula, porque la única verdad es la que no se conoce ni se transmite, la que no se traduce a palabras ni a imágenes, el encubierta y no averiguada, y quizá por eso se cuenta tanto o se cuenta todo, para que nunca haya ocurrido nada, una vez que se cuenta.

Lo que sucedió a mi regreso no sé bien qué fue, o mejor dicho, no sé ni sabré tal vez hasta dentro de muchos años lo que había ocurrido durante mi ausencia. Sólo sé que una noche de lluvia, estando en casa con Luisa, cuando había transcurrido una semana desde mi vuelta de Nueva York, tras ocho de trabajo y de acompañar a Berta, me levanté de la cama y abandoné la almohada y fui a la nevera. Hacía frío o me lo dio la nevera, pasé por el cuarto de baño y me puse una bata (estuve tentado de utilizar el albornoz como bata, pero no lo hice), y a continuación, mientras Luisa pasaba a su vez por el cuarto de baño para lavarse, yo me entretuve un momento en la habitación en la que trabajo y miré unos textos e pie, con la coca-cola en la mano y ya con sueño. Caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa. Miré hacia tuera, hacia los árboles y hacia los haces de luz de las farolas curvadas que iluminan la lluvia cayendo y la hacen parecer plateada, y entonces vi una figura en la misma esquina en que se pusieron más tarde el organillero viejo y la gitana con platillo y trenza, esa misma esquina que sólo se ve parcialmente desde mi ventana, una figura de hombre que, a diferencia de ellos, entraba enteramente en mi campo visual porque se protegía del agua, o no tanto, bajo el alero del edificio que no me priva de luz y tenemos enfrente, a cuyo muro estaba arrimado, alejado de la calzada, sería difícil que lo atropellara un coche, y apenas había tráfico. También se protegía con un sombrero, lo cual es raro de ver en Madrid aunque un poco menos en días de lluvia, se lo ponen algunos señores mayores, como Ranz, mi padre. Aquella figura (eso se ve al instante) no era la de un señor mayor, sino la de un hombre aún joven y alto y erguido. El ala de su sombrero y la oscuridad y la distancia no me permitían ver su cara, quiero decir distinguir sus facciones (veía la mancha blanca de todo rostro en tinieblas, el suyo quedaba lejos del haz de luz más cercano), porque justamente lo que me hizo detenerme a mirarlo fue que tenía la cabeza alzada y miraba hacia arriba, miraba exactamente —o eso creí— hacia nuestras ventanas, o mejor dicho hacia la que ahora quedaba a mi izquierda y era la de nuestro dormitorio. El hombre, desde su posición, no podía ver nada del interior de ese cuarto, lo único que podía ver —y quizá miraba— era si había o no luz en él, o tal vez —pensé— la sombra de nuestras figuras, la de Luisa o la mía, si nos acercábamos lo bastante o lo hubiéramos hecho, no lo recordaba. Podía estar esperando una señal, con las luces que se encienden y apagan, como con los ojos, se han hecho señas desde tiempos inmemoriales, abrir y cerrar los ojos y agitar antorchas en la distancia. La verdad es que lo reconocí en seguida pese a no verle los rasgos, las figuras de la niñez resultan inconfundibles en todo lugar y tiempo al primer vistazo, aunque hayan cambiado o crecido o envejecido desde entonces.

Pero tardé unos segundos en reconocérmelo, en reconocerme que bajo el alero y la lluvia reconocía a Custardoy el joven mirando hacia nuestra ventana más íntima, esperando, escrutando, igual que un enamorado, como Miriam un poco o como yo mismo unos días antes, Miriam y yo en otras ciudades más allá del océano, Custardoy aquí, en la esquina de mi casa. Yo no había aguardado como un enamorado, pero sí quizá a que terminara lo mismo a cuyo fin esperaba Custardoy acaso, a que Luisa y yo apagáramos la luz definitivamente para podernos imaginar dormidos y dándonos la espalda, no de frente y tal vez abrazándonos despiertos. 'Qué hace ahí Custardoy', pensé, 'es una casualidad, la lluvia lo ha sorprendido cuando pasaba por nuestra calle y se está resguardando bajo el alero del edificio de enfrente, no se atreve a llamar ni a subir, es tarde, pero no puede ser, está ahí apostado, debe de llevar ya rato, eso parece por su actitud y por cómo tiene levantado el cuello de la chaqueta, que se cierra sujetándolo con sus manos huesudas mientras eleva los ojos separados y negros y enormes sin apenas pestañas hacia nuestra alcoba, qué mira, qué busca, qué quiere, por qué está mirando, sé que ha venido a veces con Ranz durante mi ausencia, a visitar a Luisa durante mi ausencia, lo ha traído mi padre, lo que se llama pasar por casa, la visita del suegro y un amigo suyo y nominalmente mío, debe de haberse enamorado de Luisa, pero él no se enamora, no sé si ella estará al tanto de esto, qué raro en una noche de lluvia, cuando yo ya he vuelto, mojándose en la calle como un perro.' Estos fueron mis primeros y rápidos y desordenados pensamientos. Oí cómo Luisa salía del cuarto de baño y volvía a nuestro dormitorio. Me llamó desde allí por mi nombre y me dijo (una pared por medio pero ambas puertas abiertas que dan al pasillo): '¿No vienes a dormir? Venga, se nos ha hecho muy tarde'. Su voz sonaba tan natural y animada como durante todos aquellos días desde mi regreso, ya una semana, como había sonado unos minutos antes mientras me decía cosas más bien amorosas sobre la común y compartida almohada. Y en vez de decirle lo que estaba pasando, lo que estaba viendo, lo que estaba pensando, me abstuve, como también me abstenía de salir a la terraza y llamar a Custardoy por su nombre y preguntarle sin más: 'Eh! Pero ¿tú qué haces ahí?', la misma pregunta que sin conocerme me había hecho Miriam con naturalidad desde la explanada, como se dirige uno a un conocido con el que hay confianza. Y contesté con disimulo (el disimulo de la sospecha, aunque yo aún no lo sabía): 'Apaga la luz ya si quieres, yo aún no tengo sueño, voy a revisar un trabajo un rato'. 'Bueno, pero no tardes mucho', dijo ella, y vi que apagaba la luz, lo vi en el pasillo. Yo cerré con cuidado mi puerta y acto seguido apagué mi luz, la pequeña lámpara que había encendido en la habitación en la que trabajo para mirar los textos, y entonces supe que todas nuestras ventanas habían quedado a oscuras. Volví a mirar por la mía, Custardoy hijo miraba todavía hacia arriba, el rostro alzado, la mancha blanca vuelta hacia el cielo oscuro, a pesar del alero la lluvia se la golpeaba, gotas sobre las mejillas quizá mezcladas con sudor no con lágrimas, la gota de lluvia que va cayendo desde el alero siempre en el mismo punto cuya tierra va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero y tal vez conducto, agujero y conducto como el de Berta que había visto y grabado y el de Luisa en el que había permanecido, tan sólo unos minutos antes. 'Ahora se marchará', pensé, 'al ver las luces apagadas se irá, como yo abandoné mi espera cuando vi apagadas las de la casa de Berta hace no muchos días. Entonces sí era una señal convenida, también yo estuve aguardando un rato en la calle, como Custardoy ahora, como Miriam hace más tiempo, sólo que en el caso de Miriam ella no sabía que desde arriba la observaban dos caras o manchas blancas y cuatro ojos, los de Guillermo y los míos, y en este caso Luisa no sabe que la espían dos ojos desde la calle sin verla, y Custardoy ignora que los míos lo están vigilando desde el cielo oscuro, desde lo alto, mientras cae la lluvia que parece de mercurio o plata bajo las farolas. En cambio los dos sabíamos, Berta y yo en Nueva York, dónde estábamos cada uno, o podíamos suponerlo. 'Ahora se irá', pensé, 'tiene que irse para que yo pueda volver a mi alcoba con Luisa y me desentienda de su presencia, no podría conciliar el sueño ni respaldar a Luisa dormida sabiendo que Custardoy sigue abajo. Yo le he visto mirar tantas veces por la ventana de mi habitación durante mi infancia, como yo miro ahora, aspirar al exterior y codiciar el mundo al que ya pertenece y del que lo separaban un balcón y unos cristales, dándome la espalda con su nuca rapada e intimidándome en mi propio cuarto, era un niño temible y es un hombre temible, es un hombre que sabe desde el primer momento quién quiere ser abordado y con qué propósito, en un local o en una fiesta o incluso en la calle y también sin duda en una casa a la que fue de visita, o vino, o quizá es él quien hace surgir la disposición y el propósito, en Luisa no los había antes de mi partida, al revés que en Berta, en quien sí los había ya antes de mi llegada y durante mi estancia y aún los habrá después de mi marcha, estoy seguro. ¿Seguirá viendo a Bill, cuyo nombre es Guillermo, lo habrá vuelto a ver? O puede que Guillermo haya regresado ya a España como yo tras sus proyectados dos meses, de los tres era Berta la única que se quedaba, tengo que llamarla, yo me he ido pero quedé involucrado y asimilado, el plural se hace inevitable y acaba apareciendo por todas partes, qué nos quiere Custardoy ahora, qué nos busca.'