Había en el reino de Iván una torre muy alta, con una escalera muy empinada a lo largo de las paredes, que conducía a la cúspide, coronada por una plataforma. E Iván hizo subir hasta lo alto al caballero para que todos pudieran verle y aprender.

Desde la plataforma, el caballero empezó a hablar. Los imbéciles le miraban; creían que aquel caballero iba á enseñarles, verdaderamente, como se trabajaba sin manos, sólo con la cabeza; mientras que el viejo diablo sólo enseñaba con discursos cómo se puede vivir sin trabajar.

Los imbéciles no le entendieron. Cansados de mirar constantemente, se fueron cada cual a su trabajo. Pero el viejo diablo seguía en lo alto de la torre un día y otro día, siempre hablando. Y llego a tener hambre. A los imbéciles no se les ocurrió darle comida. Pensaban que, sabiendo trabajar mejor con la cabeza que con las manos, se haría pan con suma facilidad.

Y el diablo pasó aún otro día, en lo alto de la torre, y no paraba de charlar. Y la gente se acercaba, miraba pensativa, y, luego, se volvía.

Iván preguntaba:

—Pues que, ¿ha empezado ya ese caballero a trabajar con la cabeza?

—Aún no —le contestaban sus súbditos—. Todavía está charlando.

El viejo diablo pasó otro día más en la torre; y se debilitaba. Una vez vaciló sobre sus piernas y dio de cabeza contra una columna. Una de los imbéciles, que lo vio, se lo dijo a la mujer de Iván. Esta corrió a buscar a su marido, que estaba en el campo.

—Corre a ver el caballero; parece que empieza a trabajar con, la cabeza. Iván se extrañó.

—¿De veras? —preguntó. Y se acerco.

El viejo diablo, completamente agotadas sus fuerzas, se tambaleaba y dábase de cabeza contra la columna. En cuanto llegó Iván, el diablo vaciló más todavía; cayóse, rodando por las escaleras y golpeando con la frente todos los peldaños.

—¡Oh, oh! —dijo Iván—. Era, pues, verdad lo que decía ese caballero tan elegante: Es posible que estalle la cabeza; las callosidades no son tan dolorosas. Con esta clase de trabajo, se expone uno a que le salgan chichones.

Y el viejo diablo cayó, y su dura cabeza hundióse en el suelo.

Iván se le acercó para ver si había trabajado mucho; pero de repente la tierra se había entreabierto para tragarse al espíritu del mal. No quedando esta vez ni el agujero.

Iván se rasco la cabeza.

—¡Cuidado —dijo— con el animalejo! ¡Otra vez por aquí! Este era, sin duda, el padre de aquéllos. ¡Uf, qué asqueroso es!

XIII

Iván vive todavía. Todos acuden a su reino. Sus hermanos viven con él, y él los mantiene.

A cuantos llegan y dicen:

—¡Aliméntanos!

—Sea —les responde—. Vivid en paz. Tenemos de todo. Pero en este reino existe una ley: es una costumbre muy nuble y singular. Al que tiene callosas las manos, le decimos:

«Siéntate a la mesa con nosotros.» Pero si las tiene blancas y finas, a ése, sólo las sobras le damos.

El ahijado

I

Un pobre mujik tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:

—¿Adónde vas, mujik?

—El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.

El transeúnte le dijo:

—Yo seré el padrino de tu hijo.

El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:

—¿Y quién será la madrina?

—La hija del comerciante —contestó el transeúnte—. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comercian‑te que su hija sea la madrina de tu niño.

El campesino vaciló.

—¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.

—No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.

El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.

—¿Qué deseas?

—Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.

—¿Cuándo será el bautizo?

—Mañana por la mañana.

—Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.

Al día siguiente llegaron los padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era; desde entonces no le volvieron a ver más.

II

El niño iba creciendo con gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.

Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa preguntó: —Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero ir a felicitarle también.

—No sabemos, hijo querido, dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.

—Padrecitos, dejadme que vaya a buscarle —suplicó el niño. Y los padres accedieron.

III

El niño salió de su casa y se fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le preguntó:

—¿Adónde vas, muchacho?