—Vámonos —dijo.

Llegaron hasta un árbol y el ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó: —Tala este árbol.

Dando varios hachazos, el ahijado derribó el árbol.

—Pártelo en tres —dijo el ermitaño.

El ahijado cumplió la orden. Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.

—Quema estos tres troncos.

El ahijado los prendió y los troncos ardieron hasta convertirse en tizones. —Ahora planta estos tizones.

El ahijado hizo lo que le mandaban.

—¿Ves el río que corre al pie de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y redimirás los pecados.

X

El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos. Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos para el viejo.

Entonces se enteraron de que éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.

El ahijado se quedó a vivir en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado.

Regaba los tres tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.

Así transcurrió un año. Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.

Desde entonces, el ahijado dedicaba me‑dio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.

Pensaba que cuando le habían mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el mal.

Así transcurrió otro año; el ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.

Una vez oyó que cabalgaba un hombre entonando una canción. Salió a ver quién era.

Montando un hermoso caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.

El ahijado le detuvo y le preguntó quién era y adónde se dirigía.

—Soy un malhechor, asalto a la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis canciones.

El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas.

En cambio, este hombre se jacta del daño que hace».

Sin pronunciar ni una palabra más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba:

«¿Qué hacer? Si este hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme. Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»

Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:

—Las gentes que vienen aquí no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te castigará Dios.

El bandido se echó a reír.

—No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí no tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.

XI

Un día, después de haber regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño. Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada para construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro. Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:

—¿Adónde vas?

El ahijado le contó que deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.

El malhechor se sorprendió:

—¿Con qué te vas a sustentar si deja de visitarte la gente?

El ahijado ni siquiera había pensado en esto.

—Me alimentaré con lo que Dios me mande —le respondió.

El bandido prosiguió su camino.

«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha amenazado con matarme» —pensó y le gritó:

—Debías arrepentirte. No podrás huir de Dios.

El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro.

El bandido no le persiguió, sólo le dijo:

—Viejo, te he perdonado dos veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.

Al decir esto, desapareció.

Por la noche, el ahijado fue a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.