XII

El ahijado vivió solitario, sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.

En cuanto se puso a buscar raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le ter‑minaron, halló otra bolsa con pan en la misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto le oía cabalgar, se escondía, pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».

De este modo transcurrieron diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo estado.

Un día, después de regar el manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por me‑dio de la muerte», pensó, y al punto oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El ahijado detuvo al malhechor:

—¿Adónde llevas a este hombre?

—Al bosque. Es el hijo de un comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta que me lo diga.

Diciendo esto, el bandido se disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas del caballo.

—¡Suelta a este hombre!

El malhechor se irritó e hizo ademán de pegar al ahijado.

—¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!

Pero el ahijado permaneció impávido. —No me impones, sólo temo a Dios. Deja en paz a este hombre.

El bandido se entristeció. Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.

—Marchaos los dos y no os volváis a poner ante mi vista —dijo.

El hijo del comerciante saltó del caballo y echó a correr.

El bandido iba ya a reemprender la mar‑cha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de manera de vivir.

El malhechor le escuchó en silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio que había retoñado el segundo tizón.

XIII

Transcurrieron otros diez años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y. en su corazón reinaba la alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario ir a decir a los hombres lo que sé» —pensó.

Y entonces oyó que venía el bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni siquiera me entenderá». Pero después, cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba, triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.

—Hermano querido, ¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto!

No te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! —exclamó el ahijado asiendo por una rodilla al malhechor.

Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:

—¡Déjame!

El ahijado sujetó con más fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.

—Viejo, me has vencido. He luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres. Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.

El ahijado recordó en aquel momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los de sus semejantes.

—Mi corazón se conmovió al ver que no temías a la muerte —prosiguió el bandido.

El ahijado recordó entonces que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuan‑do fijaron el banco. Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y ven‑ció un corazón invencible.

—Mi corazón se dulcificó solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.

Invadido por la alegría, el ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.

Fue inmensa la alegría del ahijado cuan‑do comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.

Después de relatar su vida al bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.

La muerte de Ivan Ilich

1

Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Iván Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la discusión al principio, no tomó parte en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.

—¡Señores! –exclamó— ¡Iván Rich ha muerto!

—¿De veras?

—Ahí está. Léalo —dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a la tinta reciente.

Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Iván Ilich Golovin, miembro del Tribunal de justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»

Iván Ilích había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Iván Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.