Entonces, éste vio a su madre que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:

—Mejor sería que me hubiese matado el bandido, no habría yo pecado tanto. —He aquí lo que has hecho a tu madre. Y el padrino le mandó al ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.

Después, el padrino dijo:

—Este malhechor ha asesinado a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados.

He aquí lo que te has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy treinta años de plazo.

Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si los redimes, tendrás que ocupar su puesto.

El ahijado preguntó:

—¿Cómo puedo yo redimir sus pecados? —Cuando hayas aniquilado tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y los de ese hombre.

—¿Y cómo aniquilar el mal? —volvió a inquirir el ahijado.

—Camina en línea recta, en dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al cuarto día de mar‑cha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus pecados y los del bandido.

Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.

VII

El ahijado se puso en camino, pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna conclusión.

Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:

—Van a agotar a mi ternera.

Entonces, el ahijado les dijo a los campesinos:

—¿Por qué obráis así? Salid todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.

Los campesinos obedecieron. La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se alegraron mucho.

El ahijado siguió su camino, pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal.

Cuanto más se le persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir.

La ternera ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del trigo?».

Por más que meditó sobre esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.

VIII

El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba fregando, pidió permiso para pernoctar.

Se instaló en un banco y observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.

El ahijado preguntó:

—¿Qué haces, mujer?

—¿No ves que estoy limpiando en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy completamente agotada.

—Debes aclarar antes el paño.

La mujer obedeció y no tardó en dejar limpia la mesa.

—Gracias por haberme enseñado —dijo.

A la mañana siguiente, el ahijado se des‑pidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:

—¿Qué hacéis, muchachos?

—Estamos curvando arcos. Los hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos. —Debéis fijar el banco.

Los mujiks obedecieron y entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después, siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a des‑cansar junto a ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.

Entonces les dijo el ahijado:

—No os apresuréis tanto en echar las ramas húmedas, esperad primero que se prendan bien las secas. Entonces podréis echar las húmedas, que también se prenderán.

Los pastores hicieron lo que les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.

IX

Después de caminar todo el día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se' acercó y llamó a la puerta. Alguien preguntó desde dentro:

—¿Quién es?

—Un gran pecador que va a redimir los pecados de sus semejantes.

Salió el ermitaño y le hizo varias preguntas.

El ahijado le relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.

—He comprendido que no se puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe destruirse. Entonces le dijo el ermitaño.

—Dime lo que has visto en el camino.

El ahijado le relató todo lo que había visto hasta llegar allí.

El ermitaño le escuchó atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.