Y les enseñó el talego de oro.

Los imbéciles se extrañaron: nunca habían visto dinero; sólo cambiaban entre si los productos de su trabajo. Admiraron el oro.

—¡Qué bonito y cómo brilla! —se dijeron.

Y cambiaron con el caballero su trabajo por las monedas de oro. Como en el reino de Tarass el diablo, vestido de señor, repartió el oro a puñados, y en cambio, obtuvo toda clase dé trabajos y de productos. El se alegró y pensó:

— «Mis asuntos van por buen camino. Arruinare ahora al imbécil como arruiné a Tarass, y llegaré a comprar a él mismo.»

Pero cuando los imbéciles hubieron reunido suficientes piezas de oro, se las dieron a sus mujeres para que se hicieran collares. Todas las muchachas adornaron con ellas sus trenzas, y los niños se divertían con monedas en la calle. Y como tenían muchas, los imbéciles no quisieron ya más.

Y, sin embargo la casa del diablo seguía sin terminar, y tampoco había hecho aún su provisión de trigo y de ganado.

Anunció, pues, que podían ir a trabajar a su casa y llevarle trigo y ganado. Que él, a cambio, les daría muchas monedas de oro.

Inútilmente insistía e invitaba al trabajo. Sólo de vez en cuando, algún muchacho o alguna chiquilla iba a cambiar un huevo por una moneda de oro. Y el caballero no tuvo qué comer.

Acosado por el hambre, se fue a la aldea en busca de alimento. Entró en un corral y ofreció su dinero por una gallina, pero la dueña rehusó la moneda.

—Tengo muchas monedas como ésta —dijo.

Se fue a casa de otra mujer; esta no tenía hijos. Quiso comprarle un arenque por una pieza de oro.

—No la necesito —le contestó la buena mujer—, porque no tengo hijos para que jueguen con ella. Tengo tres, que guardo por curiosidad.

Fue entonces a casa de un mujik para comprar pan, y también el mujik rehusó el dinero.

—No hace falta —dijo— ¿Quieres algo, quizá, por amor de Dios? Aguarda y le diré a mi esposa que te dé un trozo…

El diablo escupió y salió de allí más que aprisa, antes que el mujik terminase su ofrecimiento caritativo. Para el diablo, oír que le ofrecían algo en nombre de Cristo, era lo peor de lo peor.

Por esta razón no encontró pan, pues por donde quiera que iba, se negaban a darle nada por su dinero y todos le decían:

—Ofrécenos otra cosa, o trabaja. Pídelo, en todo caso, por amor de Dios.

Y él diablo no podía ofrecer nada más que dinero. Trabajar no quería y aceptar la caridad por amor de Cristo, le era imposible.

Y se enfadó el diablo.

—¿Para qué necesitáis otra cosa —les dijo—, si os ofrezco oro? Con el oro compraréis cuanto queráis, y haréis trabajar al que se os antoje.

Los imbéciles no le escucharon.

—No —dijeron—, no hace falta. No tenemos deudas y tampoco impuestos. ¿Para qué, pues, nos hace falta el dinero?

Y el diablo hubo de acostarse sin cenar.

Iván se enteró de lo que ocurría, pues habían acudido a preguntarle:

—¿Qué hemos de hacer? Ha venido a nuestras casas un señor bien puesto, que gusta de comer bien, de beber mejor, y que se viste con las mejores ropas. No quiere trabajar, ni pedir por amor de Dios. El sólo ofrece piezas de oro a todo el mundo. Antes de que tuviéramos bastantes de estas monedas, se le daba de todo; ahora no se le da ya nada. ¿Qué hemos de hacer para que no se muera de hambre?, porque sería una pena que esta acaeciera.

Iván les escuchaba.

—Hemos de darle de comer. Que vaya de casa en casa y sea atendido.

Y el viejo diablo llamó de puerta en puerta y llegó un día a casa de Iván el Imbécil, y pidió de comer a la muda, que estaba preparando comida para su hermano. Antes de ahora, su buena fe había sido sorprendida por gente haragana y perezosa, que acudía mendigando por no trabajar; los mendigos la habían dejado, más de una vez, sin gachas, No daba ahora al perezoso; los conocía en las manos: a los que tenían callos, les sentaba a su mesa, y para los otros, los holgazanes, sólo había lo que los primeros dejaban.

El viejo diablo se acercó a la mesa; pero la muda le cogió la mano y se la examinó. No tenía callos, al contrario, sus manos eran blancas y bien cuidadas; sus uñas largas y agudas. Se puso a chillar, y echó al diablo de la mesa.

La mujer de Iván, dijo al huésped:

—No te enfades, apuesto caballero; mi cuñada impide que se sienten a la mesa los que no tienen las manos callosas. Aguarda un poco; cuando todos hayan comido, ella te dará las sobras.

El diablo se sintió humillado: «¡Comer él, en casa del Zar, con los cerdos!».

Y acudió a Iván:

—Esta ley de tu reino es absurda. Vosotros sois imbéciles, y creéis que sólo se puede trabajar con las manos. Sois unos necios, pensando así. ¿Con qué te figuras que trabajan las:

personas inteligentes?

E Iván le preguntó:

—¿Cómo hemos de saberlo, si somos tontos? Nosotros sólo con las manos sabemos trabajar.

—Desde luego… Pero yo —replicó el diablo—, voy a enseñaros a trabajar con la cabeza:

veréis entonces cuál sistema es mejor.

Iván se extrañó, y dijo:

—¿De veras? ¡Ah, cuánta razón tienen en llamarnos imbéciles!

Y el diablo explicó:

—No creas que es fácil: trabajar con la cabeza cuesta mucho más. No me dais de comer porque no tengo callosas las manos, ignorando que es cien veces más difícil lo que yo hago.

La cabeza se calienta tanto con el trabajo que a veces estalla.

Iván se quedó pensativo.

—¿Por qué, en este caso, amigo mío, te das tanta molestia? No es bueno que la cabeza estalle; te valdría mucho más trabajar como nosotros, con las manos.

Y, el diablo replico:

—Si me tomo tanta molestia, es precisamente porque tengo piedad de vosotros, imbéciles.

Sin mí, toda la vida seríais idiotas. Pero yo, que trabajo con la cabeza quiero que aprendáis de mí.

Iván se extrañó; pero, intrigado, dio ánimos:

—Sí, sí; enséñanos. A veces, uno acababa por cansarse las manos; entonces, para descansar, podremos trabajar con la cabeza.

Y el diablo prometió enseñarles.

E Iván hizo saber por todo el reino, que había llegado un caballero distinguido que enseñaría a todos a trabajar con la cabeza; que se adelantaba más trabajo con la cabeza que con las manos, y que todos debían acudir a aprender.