—¡Cómo que se la quitaron!

—¡Sí, se la quitaron! Mikhailovna tenía una vaca; sus hijos bebían leche. Pero he aquí que uno de estos días sus hijos vinieron a pedirme leche. Y como yo les preguntase dónde estaba la vaca, me contestaron:

«El administrador de Tarass el Panzudo ha venido, ha dado a nuestra madre tres piezas de oro y ella le entregó la vaca; ya no tenemos qué beber».

¿Yo que me imaginaba que ibas a divertirte con esos discos dorados y resulta que sirvieron para quita su vaca a los niños! No te daré más.

Y el imbécil se obstinó también esta vez y Tarass el Panzudo no tuvo más oro.

Contrariados se volvieron los hermanos, hablando en el camino del modo de salir de sus apuros. Y Seman dijo:

—Escucha, he aquí lo que haremos. Tú me darás dinero para mantener a mis soldados; en cambio yo te daré la mitad de mi reino con soldados para guardar tus tesoros.

Tarass accedió. Los hermanos se repartieron sus bienes como habían convenido y los dos fueron zares poderosos y ricos.

VIII

E Iván se quedó en casa para mantener a sus padres, y trabajaba en el campo con su hermana muda.

Y sucedió un día que el viejo perro que guardaba la casa cayó enfermo: se moría. Iván tuvo piedad de él, pidió pan a su hermana, lo guardó en su gorro y salió para echarlo al perro.

Pero el gorro se le agujereó y, con el pan, cayó una raicilla. El perro se la comió. Y en cuanto hubo tragado la raíz, el animal se levantó deprisa y se puso a juguetear, ladrando y moviendo la cola en señal de contento: estaba completamente curado.

Los padres de Iván, al apercibirse de ello, se sorprendieron y maravillaron.

—¿Cómo se habrá curado el perro? —pensaban.

E Iván díjoles:

—Yo tenía dos raíces, que curan todos los males, y el perro se ha comido una.

En esto ocurrió que la hija del Zar se puso enferma, y el Zar hizo saber por ciudades y aldeas que recompensaría espléndidamente al que la curase, y que, si era soltero, se la daría por esposa.

Este edicto se publicó también en la aldea de Iván.

Entonces los padres de éste le llamaron y le dijeron:

—¿Te enteraste de lo que dice el Zar? Si aun te queda una raíz, vete a curar a la hija del Zar; serás feliz para el resto de tus días.

—¡Está bien! —dijo, y el imbécil se dispuso a partir.

Le vistieron decentemente. Salió al umbral de la puerta y vio a una mendiga, que se le acercaba, con el brazo roto.

—He oído decir que curas; cúrame el brazo, pues no puedo vestirme sola.

—¡Hágase según tus deseos! —exclamó el imbécil y sacando la raicilla la dio a la mendiga para que la comiera.

La mendiga así lo hizo y sanó, pudiendo mover el brazo.

Los padres de Iván salieron a despedirle. Pero al saber que había dado su última raíz, le riñeron viendo que no tenía con qué curar a la princesa.

—¡Una mendiga! —le decían—. ¡Te has compadecido de una mendiga! ¡Y de la princesa, no!

Pero Iván también de ésta se había compadecido. Enganchó su caballo, cargó de paja la carreta y subió al pescante.

—Pero ¿a dónde vas, imbécil?

—A curar a la Zarevna [8].

—¿Cómo, si no tienes remedio para ella?

—¿Y qué importa? —repuso y fustigó al caballo.

Llegó a la corte, y, apenas había pisado las escaleras del palacio del Zar, la Zarevna estaba curada.

El Zar se alegró luego llamó a Iván, ordenó que le vistieran suntuosamente, y díjole:

—Serás ahora mi yerno.

—¡Bien! —contestó.

E Iván fue el esposo de la Zarevna. El Zar murió al poco tiempo y sucedióle Iván el Imbécil.

Y de este modo los tres hermanos llegaron a reinar.

IX

Los tres hermanos vivían y reinaban.

El mayor, Seman el Guerrero, era dichoso. Había añadido muchos soldados a sus soldados de paja.

Mandó en todo su reino, que se le diera un soldado por cada diez casas, y que esos soldados fueran muy altos, de rostro afable, y fuerte complexión, Reclutó gran número y les adiestró convenientemente. Si alguien rehusaba obedecer, le mandaba sus soldados, y hacía cuanto quería. Y así se hizo temer de todo el mundo. Su vida transcurría feliz. Cuanto se le antojaba, todo lo que veía, era suyo. Le bastaba mandar soldados, que se apoderaban de cuanto quería.

Tarass el Panzudo vivía también dichoso. Había conservado el dinero que le diera Iván, y con él había ganado mucho más. Había ordenado los negocios de su reino; guardaba su oro en fuertes arcas, y aún exigía más a sus súbditos. Pedía tanto por aldea, tanto por habitante, tanto sobre los trajes, sobre lapti [9]y sobre los onutchi [10]y las más nimias cosas.

Cuanto deseaba tenía. A cambio de su dinero le traían de todo y todos acudían a su casa a trabajar, pues todo el mundo necesitaba dinero.

Iván el Imbécil tampoco vivía mal.

En cuanto hubieron enterrado a su suegro, se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones, sus lapti, y volvió a trabajar.

—¡Me aburro! —dijo—. Mi barriga crece, y no tengo apetito ni sueño.

Y mandó venir a sus padres a su antigua isba con su hermana muda, y se puso a trabajar otra vez.

Y cuando le decía:

—¡Pero, si tú eres un Zar!

—¿Y eso qué importa? —contestaba— ¡También los Zares necesitan comer!

Su ministro fue a encontrarle:

—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.

—Pues si no hay —repuso Iván—, no les pagues.

—¡Es que se irán!

—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.

Fueron a pedir justicia a Iván. Uno se quejaba de que otro le había robado dinero. E Iván dijo:

—¡Será, sin duda, por necesidad!