Y de este modo supieron todos que Iván era un imbécil.

Y su mujer se lo dijo.

—Dicen de ti que eres un imbécil.

—¿Y qué?

Ella pensó, pensó; pero era tan imbécil como su marido, y, al fin, dijo:

—Yo no puedo oponerme a la voluntad de mi marido. Donde va la aguja, allá va el hilo.

Se quitó su vestido de Zarevna, lo guardó en el arca, y se fue á casa de su cuñada la muda, para que le enseñase a trabajar. Aprendió, y ayudó a su marido.

Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.

X

El viejo diablo estaba aguarda que te aguarda noticias de sus diablillos, para saber cómo habían arruinado a los tres hermanos. Pero como tardaban mucho, se impacientó y fuese a averiguar lo que había ocurrido. Mucho anduvo buscando, mas sólo tres agujeros halló.

—¡Ea! —pensó—. No habrán sabido vencer; es preciso que yo mismo emprenda la tarea.

Y púsose a buscar los tres hermanos en sus antiguos domicilios; pero allí no estaban, y les encontró cada cual al frente de su reino. Eso molestó mucho al viejo diablo.

—Pues voy en persona a ocuparme de ese asuntó» —pensó.

Y comenzó por ir a casa de Seman el Zar. Tomó el aspecto de un voivoda [11]y se presentó ante él.

—He oído afirmar —le dijo— que tú, Seman el Zar, eres un gran guerrero. Y yo conozco perfectamente el arte de guerrear. Quiero servirte.

Seman el Zar le interrogó, reconociéndole apto, y lo tomó a su servicio.

Y el nuevo voivoda enseñó al Zar el arte de organizar un poderoso ejército.

—Lo esencial —le dijo— es tener muchos soldados; porque de seguro que tienes en tu reino demasiada gente inútil. Has de reclutar a todos los jóvenes indistintamente, y tendrás cinco veces más soldados que ahora Luego hacen falta fusiles y cañones de un nuevo modelo.

Te inventaré fusiles que disparen cien balas a la vez, que lloverán como guisantes. ¡Y cañones! ¡Te haré que provoquen el incendio a lo lejos y arderán hombres, caballos y muros!

Seman el Zar escuchó al nuevo voivoda y mandó reclutar a todos los jóvenes; construyó nuevas fábricas de fusiles y cañones, y, poco después, declaró la guerra al Zar vecino.

En cuanto estuvo frente al enemigo, Seman mando a sus soldados que disparasen sobre aquél las balas de sus fusiles y las llamas de sus cañones. La primera descarga hirió y quemó a la mitad de las tropas enemigas.

El Zar vecino cobró miedo. Se sometió y entregó su reino a Seman, que se puso contentísimo.

—Ahora —dijo— voy a combatir con el Zar de las Indias.

Pero el Zar indio, que había oído hablar de Seman, imitó sus innovaciones e inventó algo mejor todavía. No sólo reclutó a todos los jóvenes, sino también a las muchachas solteras de su reino, y así pudo reunir a un ejército más numeroso que el de Seman. Y, además de tener los mismos fusiles e idénticos cañones, el Zar indio halló el medio de volar por el aire y lanzar, desde lo alto, bombas explosivas.

Fue, pues, Seman a pelear contra el Zar indio, creyendo derrotarle como al otro: Pero después de cortar mucho y mucho, la guadaña pierde su filo. El Zar indio no aguardó a que se le acercara el enemigo; mandó a sus babás que le salieran al encuentro, y echaran sobre el ejercito de Seman sus bombas explosivas. Y, en efecto, tal granizada de bombas cayó, que los soldados apelaron a la fuga, dejando a Seman solo. Y el Zar indio se apoderó del reino de Semana el Guerrero, mientras éste se iba donde le guiaban sus ojos.

El viejo diablo, habiendo concluido con Seman el Guerrero, se fue hacia la casa de Tarass el Zar.

Para este menester, tomó las especies de mercader, se estableció en el reino de Tarass y comenzó a traficar. Lo pagaba todo a buen precio, y todos acudían a su casa para ganar buen jornal. Y era tanto lo que se ganaba, que todos pudieron pagar los impuestos atrasados, y, desde entonces, los tributos se satisfacían con regularidad.

Todo esto alegró a Tarass el Zar.

— «Debo dar gracias a este mercader —pensaba—, porque ahora tendré más dinero, y viviré mejor.»

Y Tarass se dedicó a nuevas empresas: y se le ocurrió hacerse un nuevo palacio. Hizo saber al pueblo que podía traerle madera y piedra y trabajar en su casa. Fijaba buenos precios para todo. Creía que, a cambio de su dinero, todos acudirían como antes a trabajar para él. Y sucedió que toda la piedra y toda la madera era llevada a casa del mercader, para quien todos preferían trabajar.

Tarass subió los jornales, pero el mercader subíalos más todavía. Porque, si bien Tarass tenía mucho dinero, el mercader le ganaba y éste venció. Y no hubo manera de que Tarass se construyera su nuevo palacio.

A Tarass se le ocurrió la idea de hacer un jardín. Llegó el otoño, y el Zar hizo saber al pueblo que podían ir a trabajar a su casa. Nadie acudió. Todos estaban ocupados en casa del mercader, que abría un estanque.

Llegó el invierno. Tarass quiso hacerse un abrigo de marta cibelina. Mandólas comprar;

pero su enviado regresó, diciendo:

—No hay marta cibelina. Todas las pieles las tiene el mercader, que las pagó muy bien de precio, para alfombrar sus habitaciones.

Tarass el Zar necesitó comprar caballos. Envió a buscarlos; pera los comisionados regresaron, diciendo:

—Todos los buenos caballos están en las cuadras del mercader. Los adquirió para acarrear las aguas que han de llenar su estanque.

Así quedaban sin realizar todos los proyectos de Tarass. Nadie quería hacer nada para él, mientras se hacía todo para el mercader. A Tarass sólo le llevaban el dinero para pagar los tributos.

Y el Zar tuvo tanto dinero, que no supo dónde meterlo; pero vivía muy mal. Había renunciado a todas sus empresas, conformado con un vivir llevadero. En todo se veía contrariado. Sus criados, cocineros y cocheros, le habían abandonado para irse con el mercader. De suerte que hasta el alimento le faltaba. Cuando mandaba al mercado a sus servidores, lo encontraba desprovisto: todo lo había comprado el mercader. A él solo le llevaban el dinero de las contribuciones.

Tarass el Zar se enojó y despidió al hombre, que así lo perjudicaba, de su reino. Pero el mercader se estableció en la misma frontera y continuó su negocio. Seguían llevándoselo todo a cambio de su dinero, y al Zar, nada. Para éste, todo iba de mal en peor y Tarass pasaba días enteros sin comer. Y empezó a correr el rumor de que el mercader se había jactado de que, el día menos pensado, compraría al mismo Zar. Este tuvo miedo y no supo ya qué hacer.