–¿Se figuran que he hecho bastante vodka para dar a cuántos vengan?

También esto gustó al diablo jefe. Y el diablillo, enorgulleciéndose:

–Aguarda, aguarda un poco –le dijo–. No es esto todo.

Los mujiks ricos, y con ellos el dueño, después de haber bebido la vodka, se adulaban unos a otros, se prodigaban mutuas alabanza, y sus palabras eran melosas.

El diablo jefe iba escuchando, y felicitaba al diablillo:

–Si esta bebida los hace ser hipócritas –le dijo y se engañan unos a otros, están en nuestro poder.

–Aguarda aún lo que falta –díjole el diablillo–. Déjalos que beban sólo otra copita. Ahora están como zorros que menean la cola delante de los demás, y procuran engañarse: mas luego los verás feroces como lobos.

Los mujiks bebieron otra copa.

Y empezaron a gritar y a hablar groseramente. En vez de palabras melosas, se injuriaban unos a otros; se enfurecieron se pelearon y se rompieron las narices; y habiéndose el dueño de casa metido en la pelea, recogió su parte de porrazos.

El diablo jefe miraba y se ponía contento. ¡Esto marcha perfectamente! –dijo. Y el diablillo repuso:

–Aguarda todavía lo que va a suceder. Deja que beban otra copita más. Ahora están como lobos furiosos; cuando hayan bebido otra copa, estarán como cerdos.

Cada uno de los mujiks bebió otra copita. Todos estaban atontados. Gruñían, gritaban sin saber lo que decían, y no se escuchaban unos a otros. Se fueron cada cual por su lado, unos solos, otros de dos en dos o de tres en tres: todos fueron a caerse al suelo en su calle.

El dueño de la casa, que había salido para acompañar a sus huéspedes, cayó en un charco, se ensució completamente, y se quedó allí tendido como un cerdo que gruñe.

Y esto acabó de alegrar al diablo jefe.

–¡Vaya! –dijo–. Has inventado una hermosa bebida. Te has ganado tu mendrugo. Dime ahora cómo has fabricado este brebaje. Juraría que lo has compuesto de sangre de zorro, y así los mujiks se han vuelto traidores como los zorros; luego sangre de lobo, que les hiciera ser crueles como lobos, y por fin, sangre de cerdo, que los ha convertido en cerdos.

–No –dijo el diablillo–. No lo he hecho así. Me he limitado a hacer que cosechara demasiado trigo. En el mismo estaba la sangre de esas bestias; pero esta sangre no podía obrar mientras el trigo le diese apenas lo necesario. Y entonces era cuando no le dolía su último mendrugo y cuando empezó a pensar cómo lo hacía para utilizar el sobrante, entonces le enseñé a beber vodka. Y cuando empezó a destilar, para su gusto el don de Dios en vodka, la sangre del zorro, la del lobo y la del cerdo han salido; y ahora, le bastará que beba vodka para ser al punto como esas bestias.

El diablo jefe felicitó al diablillo, le dio su mendrugo y le hizo ascender un grado.

La muñeca de porcelana

(Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de «Guerra y Paz». En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.)

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti…

Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí.

Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenia control sobre sus extremidades, las cuales — brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida;

además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi —no a la Sonia que tú y yo conocíamos—, ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia adelante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto. ¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mi.

Le dije:

—¿Eres de porcelana?

Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:

—Sí, soy de porcelana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin ese apoyo no podría permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana.

Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasar un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombres mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que yo le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y sus manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama. Quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y traté de llevarla hasta el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña, más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió.