–Eso es hablar con juicio. Ilia os ha dicho la verdad cierta: así la dice el Korán.
Y los invitados, dejando de reír, se quedaron pensativos.
Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere
En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.
Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:
–Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.
–¿Es que temes que me vaya de juerga? –replicó Aksenov, echándose a reír.
–No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
–Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.
Cuando hubo recorrido la mitad del camino, se encontró con un comerciante conocido, y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar los caballos.
Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.
Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos;
descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles. Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado aquella noche?
¿Había dormido sólo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.
–¿Por qué me interroga? –inquirió a su vez–. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
–Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la noche – replicó el oficial–: quiero ver tus cosas –añadió después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.
Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov.
De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.
–¿De quién es esto? –exclamó.
Aksenov se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
–¿Por qué está manchado de sangre? –preguntó el jefe de policía.
Aksenov apenas pudo balbucir lo siguiente:
–Yo… yo no sé… yo… este cu… no es mío…
–De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde habéis pernoctado estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo vosotros dos.
Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres culpable. Dime cómo le has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no lo pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika.
Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y le encerraron en la cárcel de la ciudad más cercana.
Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas, los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas.
Aksenov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.
–¿Qué pasará ahora? –preguntó la mujer.
–Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos del zar.
–No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza de su marido, añadió–: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?
–¿Eres capaz de pensar que he sido yo? –exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.
Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran.
Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.
Posteriormente, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la verdad. Sólo a El hay que rogarle y sólo de El esperar misericordia». Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.
Le condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.